CAPÍTULO 26

Eran casi las tres de la madrugada. Un grupo especial formado por varios departamentos aguardaba en la noche la entrega de las chicas rusas. Varios miembros del departamento de policía de Hillsboro, del departamento del Sheriff de Jackson County, del departamento del Sheriff de Madison County, del FBI y del INS se habían escondido detrás de árboles, arbustos, el depósito de gas propano y todo lo que habían podido encontrar. Habían aparcado sus vehículos en otra carretera y recorrido a pie casi dos kilómetros a campo traviesa para llegar hasta la caravana.

Allí estaba Glenn Sykes, para desempeñar su papel habitual. Si se hubiera presentado otra persona para aceptar el envío, el conductor del camión habría salido huyendo; y como iba armado, nadie quería que saliera huyendo. Las chicas que se encontraban en el interior de la caravana ya estaban lo bastante agotadas como para que resultaran alcanzadas por alguna bala perdida.

Jack estaba tumbado debajo de un pino grande, y la ropa que le cubría la espalda se confundía con las sombras de la noche. El jefe de cualquier departamento rara vez presenciaba algo de acción, pero se había decidido que su experiencia sería bien venida. Según Sykes, por lo general no había más personas con quienes contender que el conductor, pero las rusas eran tan caras que Phillips había exigido un guardia adicional para cerciorarse de que todo saliera bien. Los dos hombres eran superados en número en una relación de quince a uno, pero siempre existía la posibilidad de que uno de ellos intentase alguna estupidez; diablos, era de esperar, a no ser que todo funcionase a la perfección y los agentes de la ley dominasen a aquellos dos antes de que se dieran cuenta de lo que estaba pasando.

Un rifle negro yacía en los brazos de Jack. Sabía exactamente cuánta presión se necesitaba para apretar el gatillo y cuánto retroceso cabía esperar. Había quemado miles de cartuchos de munición con aquella arma; conocía al detalle su idiosincrasia, su olor, su tacto y su peso. Era una vieja amiga, y no se había dado cuenta de que la había echado de menos hasta que la sacó del armario de su casa y la sopesó entre sus manos.

Sykes se encontraba dentro de la caravana, con las luces encendidas, viendo la televisión. Habían registrado la caravana a fondo para cerciorarse de que él no tenía forma de ponerse en contacto con el conductor, pero Jack pensaba que aun cuando tuvieran una docena de teléfonos conectados para que los utilizara él, Sykes no habría hecho tal llamada. Había decidido fríamente ahorrarse pérdidas cooperando plenamente, y cumpliría su parte del trato. El fiscal del distrito casi había llorado de alegría ante el aluvión de pruebas que le aportó, y le había ofrecido un trato realmente generoso. Ni siquiera cumpliría condena; cinco años de libertad condicional, pero aquello no era nada para un hombre como él.

A lo lejos oyeron el gemido de un motor que se elevaba por encima de la cacofonía de ranas, grillos y aves nocturnas. Jack sintió el golpe de adrenalina y refrenó con firmeza sus reacciones. No sería inteligente emocionarse demasiado.

El camión, un Ford de cabina ampliada con un remolque en la parte de atrás, entró en el camino de grava, e inmediatamente el conductor encendió las luces. No hubo señal de ningún tipo, ningún toque de claxon ni destello de faros. En vez de eso, Sykes encendió la luz del porche y abrió la puerta de la autocaravana. Salió y se detuvo en el primero de los tres peldaños de madera que llevaban a la puerta. El conductor apagó el motor y se apeó.

—Hola, Sykes.

El guardia permaneció en la cabina. —¿Algún problema? —preguntó Sykes.

—Una de las chicas se ha mareado y ha vomitado un par de veces, pero supongo que ha sido por viajar en la parte de atrás. Y como olía fatal, he tenido que parar a limpiarlo con la manguera para que no vomitaran las demás.

—Vamos a llevarlas dentro para que puedan lavarse. El señor Phillips está deseando ver a sus chicas.

—Espera por la joven, ¿no? Es una nena preciosa, pero es la que ha vomitado tanto, así que en este preciso momento no está para muchos trotes.

A lo lejos se oyó el ruido de otro coche, y todo el mundo se quedó paralizado. El conductor puso cara de alarma, y Sykes hizo un gesto con la mano para indicarle que no se moviera.

—Sigue con lo tuyo —le dijo suavemente—. No hay de que preocuparse, sólo es un coche que pasa.

Pero el coche pareció aminorar la velocidad. El conductor retrocedió en dirección a la cabina del camión y abrió la puerta para deslizarse a medias en el interior con una pierna aún apoyada en el suelo, y los hombres que se ocultaban entre los árboles supieron que acababa de coger una arma. Aún así, todos se abstuvieron de disparar y aguardaron a ver qué pasaba.

El coche penetró en el camino de entrada con los faros encendidos. Glenn Sykes inmediatamente giró la cabeza hacia un lado para preservar su visión nocturna, e incluso se tapó los ojos con una mano. Era un Lexus blanco, y cuando se situó justo detrás del camión, sus faros se apagaron. De él salió el hombre que lo conducía, un tipo alto de cabello rubio y entrecano peinado totalmente hacia atrás. Vestía de traje, aunque hacía una noche calurosa, y además, ¿quién se pondría un traje a las tres de la madrugada?

—Señor Sykes —dijo una voz suave teñida de aquel teatral acento sureño que usaban siempre los actores. Después de dos años en el sur, Jack ya era capaz de reconocer algunos matices, y sabía que aquél no era un acento del norte de Alabama. Tenía algo de falso; resultaba demasiado exagerado.

—Señor Phillips —dijo Sykes, sorprendido—. No lo esperábamos.

Aquello era cierto. La policía de Scottsboro no había conseguido localizar al señor Phillips, aunque lo habían buscado con gran discreción, ya que hasta que no lo tuvieran bajo vigilancia, querían hacer las cosas sin provocar demasiado jaleo, para evitar ponerlo sobre aviso y que pudiera destruir pruebas o incluso marcharse de la ciudad. Tenía dinero suficiente para vivir cómodamente en Europa o en el Caribe, si quisiera.

Sykes dirigió una mirada al conductor y al guardia.

—Está bien. E1 señor Phillips es el dueño de la operación. Ambos se relajaron y salieron del camión. Tenían las manos libres; los dos habían dejado las armas en la cabina.

—Últimamente ha habido una serie de errores —dijo Phillips al tiempo que se dirigía hacia Sykes—. He querido supervisar personalmente este envío para asegurarme de que no se torciera nada.

Lo cual quería decir que no podía esperar a poner las manos sobre la chica de trece años que seguía en la parte trasera del camión, pensó Jack sintiendo un retortijón de asco en el estómago. Lentamente, dirigió la mirilla hacia Phillips, ya que su presencia resultaba inesperada y porque, según su experiencia, lo inesperado suponía problemas.

—Esta vez no se torcerá nada —dijo Sykes con calma.

—Estoy seguro de ello —ronroneó Phillips, y extrajo una pistola del bolsillo derecho de la chaqueta del traje. Apuntó y disparó a Sykes antes de que ninguno de los hombres que los rodeaban pudiera reaccionar. Sykes se desplomó contra la autocaravana y a continuación se derrumbó en el suelo.

El dedo de Jack oprimió suavemente el gatillo. Su disparo alcanzó a Phillips exactamente donde pretendía, y Phillips cayó al suelo chillando.

Entonces estalló el revuelo.

Para los no iniciados, la explosión de ruido, luces y movimiento que se produjo cuando de entre los árboles surgió un montón de hombres de negro armados hasta los dientes y todos gritando: «¡Policía! ¡Manos arriba!» o identificándose como agentes del FBI —fuera cual fuera el caso— no fue más que una aterradora confusión. Para Jack, fue una operación bien engrasada, ensayada una y otra vez hasta que cada hombre supo lo que tenía que hacer y lo que podía esperar. Los dos hombres que aún estaban de pie sabían lo que había que hacer: Se quedaron inmóviles y alzaron automáticamente los brazos para poner las manos detrás de la cabeza.

Dentro del remolque cundió la histeria entre las muchachas rusas, que empezaron a chillar, a llorar y a intentar escapar golpeando la puerta cerrada con llave. Los agentes del INS le quitaron la llave al conductor y la abrieron, y al instante retrocedieron al percibir el hedor. Las chicas, histéricas, saltaron de su prisión, e intentaron zafarse de los hombres que las iban capturando soltando pataleos y arañazos.

Una muchacha consiguió escabullirse y echó a correr a toda velocidad por la oscura carretera rural, antes de que el profundo agotamiento la hiciera tropezar y caer. El agente del INS que se lanzó tras ella la levantó del suelo y la llevó en brazos como si fuera un bebé, mientras ella sollozaba y exclamaba histérica en su lengua. El INS, prevenido, contaba con un agente femenino que hablaba ruso, y que empezó a tratar de calmarlas repitiendo las mismas frases una y otra vez, hasta que ellas comenzaron a escuchar.

Eran siete, ninguna mayor de quince años. Estaban delgadas, sucias y exhaustas. Pero, como había dicho Sykes, ninguna de ellas había sufrido agresiones sexuales; todas eran vírgenes, e iban a ser vendidas a precios ridículamente altos a bandas que después cobrarían aún más a hombres ricos y depravados por el privilegio de ser el primero que las violara. Luego, las usarían como prostitutas y las venderían una y otra vez entre bandas que se servirían de ellas durante un tiempo para después vendérselas a otros. Ninguna de ellas hablaba inglés, a todas les habían dicho que si no cooperaban, matarían a las familias que habían dejado en Rusia.

La traductora del INS les dijo una y otra vez que sus familias no sufrirían daño alguno, que podrían regresar a sus casas. Por fin se calmaron lo suficiente como para, recelosas, empezar a pensar que tal vez les estuvieran diciendo la verdad. Su peripecia, el largo viaje desde Rusia y las brutales circunstancias que habían soportado hacían que les costara mucho fiarse ya de nadie. Se apiñaban unas contra otras, observando aquella gente de negro que se movía a su alrededor, aterrorizadas por las parpadeantes luces de los vehículos de emergencia que iban llegando, pero sin la menor intención de escaparse de nuevo.

Jack permaneció junto a Sykes mientras los sanitarios evaluaban a los heridos. La sangre que le manaba de la herida del pecho le empapaba todo el lado izquierdo del cuerpo; aun así estaba consciente, aunque con el rostro ceniciento mientras se afanaban en estabilizarlo. Al fondo, los chillidos de Phillips habían degenerado en gemidos guturales. Sykes levantó la vista para mirar a Jack, con la mirada perdida a causa del shock.

—¿Vi...vivirá?

Jack miró hacia atrás, al segundo grupo de sanitarios.

—Puede. Si es que no se muere de septicemia. No le he alcanzado la arteria femoral, pero las heridas en la ingle pueden ser muy molestas cuando está implicado el colon.

—La ingle... —Sykes casi logró sonreír—. Le ha... capado de un tiro.

—No lo he comprobado. Pero si le queda algo, no le funcionará muy bien.

Sykes abrió la boca buscando aire, y el sanitario dijo:

—Hemos pedido por radio un helicóptero para transportarlo—lo cual quería decir que, si Sykes había de sobrevivir, cada minuto contaba.

—Saldré... de ésta... a pesar de todo —dijo Sykes, y al mirarlo, Jack pensó que si la fuerza de voluntad era capaz de mantener vivo a ese hombre, testificaría en los juicios de Nolan y de Phillips.

A las seis y media, Jack entró penosamente en su despacho. No había ido a casa, no se había duchado, y todavía llevaba en la mano su rifle negro. Estaba más cansado de lo que había estado nunca desde... diablos, desde la última vez que había cargado con el rifle, pero también se sentía bien. Lo único que deseaba hacer era ocuparse de ciertos detalles e irse a casa con Daisy.

Tanto Sykes como Phillips estaban siendo intervenidos en un hospital de Huntsville, pero aunque Sykes muriera, tenían más que suficiente para presentar la acusación.

Sykes había sido una fuente constante de información. Mitchell había muerto a causa de su costumbre de drogar a las chicas con GHB; había matado a dos, de modo que Nolan decidió que había que hacer algo con él. Cuando lo interrogaron acerca de las drogas de violadores, Sykes proporcionó la lista completa de los traficantes que conocía. Una docena de investigaciones distintas se habían puesto en marcha como resultado de lo que les había contado.

Con los pormenores que le facilitó Todd, Jack le preguntó a Sykes si sabía algo de la mujer que había sido drogada con GHB en el Buffalo Club y después violada al menos por seis hombres. Pero aquélla era una pregunta para la que Sykes no tenía respuesta; Jack no creía que fuera a haberla nunca.

Cuando abrió la puerta del despacho, se quedó mirando con incredulidad a Eva Fay, que estaba sentada a su mesa. Ella levantó la vista y le tendió una taza de café recién hecho.

—Tenga, trae aspecto de necesitarlo.

Jack cogió el café y bebió un sorbo. Sí, estaba tan caliente y recién hecho que aún percibía el aroma de los granos. Miró a su secretaria por encima de la taza.

—Muy bien, Eva Fay, dime cómo lo haces.

—¿El qué? —dijo ella con una expresión de perplejidad en la cara.

—¿Cómo sabes cuándo estoy a punto de llegar? ¿Cómo te lo montas, para tener siempre un café recién hecho esperándome? ¿Y qué diablos estás haciendo aquí a las seis y cuarto de la mañana?

—Ayer fue un día muy ajetreado —replicó ella—. Tenía mucho trabajo sin terminar, así que he venido temprano para hacerlo.

—Explica lo del café.

Eva Fay lo miró y sonrió.

—No.

—¿No? ¿Qué quieres decir con ese «no»? Soy tu jefe, y quiero saberlo.

—Lástima —repuso ella, y giró en su silla para volver a la pantalla del ordenador.

Sabía que primero debía ir a casa a lavarse. Sabía que necesitaba con desesperación dormir un poco. Pero lo que más necesitaba era ver a Daisy, estar con esa mujer que nunca aparcaba en el carril para bomberos ni cruzaba la calle sin mirar. Después de la inmundicia y la sordidez que había visto, necesitaba aquella limpieza suya, aquella sencilla bondad de corazón. Y aunque sabía que Daisy estaba bien, necesitaba verla, dejar que sus ojos tranquilizaran a su cerebro. No estaba seguro del momento exacto en que ella se había convertido en algo tan importante para él, pero había cosas contra las que un hombre no podía luchar. Además, Daisy le permitiría usar su ducha.

Daisy abrió la puerta casi en cuanto él llamó con los nudillos.

—He oído tu coche —le dijo, y a continuación lo miró de arriba abajo—. Santo cielo.

—Desaparecerá al lavarlo —contestó él limpiándose con la mano los restos de pintura negra de la cara. Se la había quitado a medias con toallas de papel del lavabo de caballeros de la comisaría, pero allí no había jabón, y desde luego aquello requería jabón. Daisy lo miró dudosa.

—Eso espero.

Llevaba en brazos a Midas, y el cachorro se debatía como un loco en su intento de alcanzar a Jack. A Midas no le importaba qué aspecto tuviera, pensó Jack al tiempo que extendía las manos para coger en brazos a aquella bola de pelo. Midas comenzó su frenético ritual de lametones, y Daisy lo miró con el ceño fruncido.

—No sé si deberías permitirle que haga eso —dijo.

—¿Por qué no? Lo hace siempre.

—Ya, pero es que tú no sueles estar cubierto de... cosas. No quiero que se ponga enfermo.

A Jack se le pasó por la cabeza la idea de abrazar a Daisy y pasarle parte de aquellas cosas, pero probablemente ella le propinaría una cachetada. Estaba encantadora, con el cabello rubio despeinado y los ojos de colores diferentes soñolientos. Su piel lucía un aspecto fresco y despejado, y el fino albornoz rosa que llevaba puesto era casi lo bastante grueso para no permitirle distinguir que no llevaba más que un par de bragas debajo.

—He pensado que te gustaría saber que todo está resuelto.

—Ya lo sé. Me ha llamado Todd.

—Todd. —Masculló el nombre. Todd le gustaba, incluso se fiaba de él, pero de pronto sintió el agudo aguijón de los celos. No le gustaba la fluida amistad que tenía Daisy con él, porque, aunque ella siguiera teniendo dudas sobre la orientación sexual de Todd, él no.

—No te quedes ahí de pie, entra —dijo ella al tiempo que le arrebataba a Midas y lo depositaba en el suelo, donde el cachorro salió disparado en busca de diversión.

—Ve a darte una ducha mientras yo preparo el desayuno. Aquello le sonó a gloria bendita. Salió de la habitación quitándose ya la ropa, si bien todavía le quedaba juicio suficiente para llevársela consigo y no dejarla en el suelo para que acabara hecha jirones en los afilados dientes de un cachorro. Pero algo, una súbita necesidad de tenerlo todo en orden y bien apuntalado, lo detuvo en el umbral. Volvió la vista hacia ella.

—¿Daisy?

Ella se detuvo en la puerta de la cocina.

—¿Sí?

—¿Te acuerdas del trato que hicimos?

—¿Qué trato?

—Que yo me casaría contigo si te quedabas embarazada.

Las mejillas de Daisy se sonrojaron. A Jack lo encantó que todavía fuera capaz de ruborizarse.

—Claro que me acuerdo. Si hubieras dicho que no, no habría iniciado esta aventura contigo. La gente tiene que ser responsable, y si te crees que ahora vas a poder escabullirte de ese trato...

—Vayamos a Gatlinburg este fin de semana y casémonos.

Daisy abrió unos ojos como platos y se quedó con la boca abierta.

—Pero si no estoy embarazada. Por lo menos, no lo creo... Ha sido sólo una vez, y...

—Entonces probemos de nuevo —replicó él, alzándose de hombros—. Si insistes en estar embarazada antes de que nos casemos.

—¡Cielo santo, por supuesto que no! ¿Quieres decir que de verdad quieres...?

—Oh, sí —contestó Jack con suavidad—. Sí que quiero.

Midas volvió a entrar correteando en el salón, arrastrando un paño de cocina entre los dientes. Daisy se agachó para cogerlo y se lo quitó de la boca.

—¿No te importa tener hijos? Porque yo deseo tener por lo menos un par de niños, y cuando te pregunté si tenías alguno, tú pusiste cara de horror.

—Lo que me horrorizaba era la idea de haber podido tener hijos con mi ex.

—Oh. De acuerdo.

Pero no le dio una respuesta definitiva, sino que permaneció allí de pie con aspecto de preocupada, y Jack empezó a inquietarse. Dejó caer la camisa al suelo y cruzó la habitación para ir hasta donde estaba ella. Le rodeó la cintura con un brazo, la atrajo hacia sí y le puso la otra mano en la garganta, con el pulgar bajo la barbilla para levantarle la cara.

—Ya sé que estoy sucio y que huelo mal —le dijo pero no pienso soltarte hasta que me des la respuesta que quiero.

—No sólo una respuesta, sino la respuesta que quieres, ¿eh?

—Exacto.

—Tengo una pregunta.

—Adelante.

—¿Me quieres? —Inmediatamente se sonrojó de nuevo—. Yo no creía que fueras en absoluto mi tipo, pero por lo visto eso no importó. Cuanto más te trataba, más deseaba estar contigo, y me encantaría casarme contigo, pero si tú no sientes lo mismo, no creo que debamos casarnos.

—Te quiero —dijo él con toda claridad—. No puedo decirlo más lisa y llanamente. Y bien, ¿quieres casarte conmigo?

Daisy le dirigió una sonrisa radiante, la sonrisa de un millón de vatios en la que él se había fijado la primera vez que habló con ella, cuando acudió a la biblioteca para apuntarse a la biblioteca virtual. Aquella sonrisa hizo más por él de lo que jamás podría hacer el pelo rubio y el maquillaje.

—Sí, gracias.

Entonces tuvo que besarla, y cuando se detuvo, no se sentía ya tan cansado como cuando llegó. Empezó a arrastrarla hacia el pasillo.

—Olvídate del desayuno. Dúchate conmigo.

—Pero Midas... —comenzó ella, buscando a aquel diablillo a su alrededor.

—Nos lo llevaremos también. —Jack lo recogió del suelo y le quitó la camisa que tenía atrapada en la boca—. Él también necesita un baño.

—De eso nada. Además, no creo que pueda hacerlo teniéndolo a él en la bañera, mirando.

—Le taparemos los ojos.

Jack tiró de ella en dirección al cuarto de baño.

—¡No te atreverás a hacer algo así!

—Entonces cerraremos la puerta y le dejaremos que juegue en el suelo. —Unió la acción a las palabras y decidió que el hecho de tener paz bien merecía sacrificar una camisa. Dejó la prenda en el suelo, y Midas se arrojó sobre ella.

Daisy se agachó de inmediato para quitársela, pero Jack la retuvo y la despojó eficientemente del albornoz y las bragas antes de introducirla en la bañera. Luego se quitó el resto de la ropa y la dejó también en el suelo. Que Midas tuviera un día de recreo.

Se metió en la bañera con Daisy y abrió el grifo. Cuando el agua empezó a salir caliente, abrió la ducha y protegió a Daisy con su cuerpo hasta que el frío chorro inicial se volvió tibio. Mientras él la levantaba, ella le rodeó el cuello con los brazos, serio el semblante.

—¿Podríamos empezar a intentarlo ahora mismo?

A lo mejor estaba demasiado cansado para pensar con claridad, o tal vez fuera que tenía otras cosas en mente.

—¿Intentar qué?

—Tener un niño —contestó Daisy exasperada, y a continuación lanzó una exclamación ahogada al sentir que la penetraba Jack. Su mirada se desenfocó al instante y su cabeza se desplomó hacia atrás como si de repente pesara demasiado para que la sujetara el cuello.

—Cariño —prometió él—, nunca tendrás que comprar más PartyPack.