CAPÍTULO 15
Aquella tarde fue su sueño hecho realidad. Primero, Jack decidió que necesitaba sustento, así que Daisy le puso en la mano un bombón helado y lo condujo al dormitorio. Él lamió hasta la última gota de vainilla del palito mientras ella echaba los cobertores hacia atrás. A continuación, lo empujó, él cayó sobre la cama, y ella se le subió encima y comenzó a frotarse como una gata contra su cuerpo fuerte y desnudo. Notó la reacción de él vibrando entre sus piernas, y la venció la curiosidad. Rodó hacia un lado y se arrodilló junto a él para rodear su erección con ambas manos y estudiarla con todo detalle.
Como aquella tarde era su sueño y siempre se había preguntado cómo sería, se inclinó y se lo metió en la boca. Tenía un sabor salado y olía a almizcle, y la encantó el modo en que palpitaba y se engrosaba. Extasiada, experimentó con lamidos y chúpeteos, y después empezó a investigar la cara inferior, la cercana a los testículos.
A lo mejor estaba yendo demasiado deprisa, porque Jack dijo:
—Ahora me toca a mí —y la tendió de espaldas. En un abrir y cerrar de ojos estuvo encima de ella, la sujetó contra la cama y se instaló entre sus piernas. Luego se apoyó sobre los codos y sonrió.
—Ya te dejaré hacer lo que quieras conmigo más tarde, te lo prometo. Pero ahora, no.
Su peso resultaba delicioso. Daisy se removió sólo un poquito, encantada de ver cómo las caderas de Jack encajaban entre sus piernas y la naturalidad con que sus muslos se habían abierto para él. Aquella postura era maravillosa, cómoda y excitante.
—¿Y por qué ahora no?
—Porque quiero hacértelo a ti, y yo soy más grande. Y así lo hizo. Comenzó a recorrerle todo el cuerpo a besos, deteniéndose en todos los lugares apropiados. Cuando finalmente se dedicó al sitio donde ella lo deseaba de verdad, ella creyó morir ante la intensidad del orgasmo. El sexo oral era exactamente tan estupendo como decía un artículo de la revista Cosmopolitan, y a Jack se le daba muy bien. Al terminar, sintiendo todavía leves estremecimientos, él subió de nuevo por su cuerpo de modo que su pene volvió a estimularla.
—¿Dónde está el PartyPak? Lo necesitamos ahora mismo.
—Deja que me levante —jadeó Daisy, exhausta y deseosa a la vez—. Voy por él.
Jack se apartó y Daisy se acercó con paso inseguro hasta el armario, donde había guardado el PartyPak en la balda situada debajo de la caja que contenía su colección de conchas marinas. Lo sacó y empezó a romper el envoltorio de celofán. Sin mirar, cogió un condón y se lo dio a Jack.
Una peculiar expresión cruzó el rostro de él.
—No pienso ponerme un condón morado —dijo, devolviéndoselo.
Daisy miró el preservativo.
—Es de uva.
—Como si es de tutti-frutti; no pienso ponerme un condón morado.
Daisy arrojó a la alfombra el ofensivo condón y sacó otro. Grosella. Lo miró, arrugó la nariz y lo tiró también.
—¿Qué tiene de malo el azul?
—Te daría un aspecto de... congelado.
—Puedes creerme, no está congelado. —Pero no recogió del suelo el condón azul. Extrajo otro de cereza, de un tono rojo particularmente violento, y sacudió la cabeza en un gesto negativo.
—¿Y qué tiene de malo ése?
—Nada, si quieres que parezca que tienes una infección.
—Dios santo. —Jack se dejó caer de espaldas sobre la cama y contempló el techo con gesto suplicante—. ¿No hay ninguno de un sencillo color rosa? ¿El de sabor a chicle?
—Supongo que será el fucsia —dijo Daisy dubitativa al tiempo que lo sacaba y lo examinaba. Jamás había visto un chicle que tuviera aquel color. Lo olfateó; percibió un leve aroma a través del envoltorio. Estaba claro que no era chicle, pero no supo con certeza qué otra cosa podía ser. Fresa, tal vez. Fuera lo que fuera, no le importó. Rebuscó dentro de la cajita, pero no encontró nada que pudiera tener sabor a chicle—. Me han timado, aquí dentro no hay chicle.
—Pon una demanda mañana —replicó Jack cada vez más desesperado—. Prueba con la sandía.
Lógicamente, el condón de sandía era de color verde. Daisy miró a Jack horrorizada.
—Gangrena.
Él saltó de la cama, recogió del suelo el preservativo de color morado y rasgó el envoltorio.
—Si alguna vez le dices a alguien que me he puesto un condón morado...
—No se lo diré a nadie —prometió Daisy abriendo mucho los ojos.
Acto seguido, Jack la tumbó sobre la cama y la penetró con una acometida rápida y dura, y los dos se olvidaron de los colores.
Era tan maravilloso estar desnuda con un hombre que Daisy ni siquiera pensó en ser pudorosa. Simplemente disfrutó de él y se maravilló por el placer que se había perdido durante todos aquellos años, no sólo la intensidad de hacer el amor, sino también la de estar tumbados el uno junto al otro, con la cabeza apoyada en el hombro de él y rodeada por sus brazos. No podía quitarle las manos de encima; cada vez que lo intentaba, empezaban a picarle las palmas, así que se rendía y lo acariciaba para quedar contenta.
—Eres muy fuerte —se maravilló, deslizando la mano por el firme estómago de Jack—. Debes de pasarte el día haciendo gimnasia.
—Se convierte en una costumbre. Cuando uno forma parte del equipo tiene que mantenerse en forma. Y no lo hago todo el tiempo; sólo una hora al día.
—¿De qué equipos?
—Del de Operaciones Especiales. En Chicago y en Nueva York. Daisy se alzó sobre un codo.
—¿Te refieres a esos tipos que van de negro y llevan unos fusiles enormes?
Jack sonrió.
—Sí, uno de ésos.
—¿Y dejaste eso para venirte a un pueblecito como Hillsboro?
—Me cansé de la presión. Tía Bessie se murió, heredé su casa, y decidí que quería probar lo que era vivir en un pueblo pequeño de adulto.
—¿No tuviste problemas de adaptación?
—Sólo de lenguaje —repuso él, y sonrió otra vez—. Ahora ya casi sé hablar como un nativo de aquí.
—Er... No es cierto.
—¿Cómo? ¿Estás diciendo que mi acento no es auténtico?
—Supongo que eres un yanqui auténtico intentando imitar el acento sureño.
Y así, sin más, Daisy se encontró una vez más debajo de él. Aquel hombre se movía igual que un gato.
—¿Qué tal soy como yanqui auténtico haciendo el amor a una mujer sureña? —murmuró contra su garganta. Daisy le echó los brazos al cuello.
—Eso lo tienes dominado a la perfección.
Jack giró la cabeza y observó los condones «con sabor a frutas» esparcidos por el suelo.
—No quiero volver a ponerme un condón morado. ¿Qué tal el amarillo? Ése se supone que tiene sabor a plátano, ¿no? Daisy hizo una mueca.
—El amarillo, no, por favor. Exasperado, Jack replicó:
—¿Por qué has comprado condones de colores si no te gustan los colores?
—Es que no tenía la intención de usarlos —contestó ella, parpadeando—. Eran sólo para que se viera. Ya sabes, para que la señora Clud le dijera a sus amigas que los había comprado, y así ellas se lo contaran a otras amigas, y algunos de los hombres solteros del pueblo lo oyeran y se interesaran lo suficiente como para pedirme salir. Pero tú lo echaste todo a perder al darle la impresión de que ambos estábamos liados.
La expresión de la cara de Jack era indescifrable. Tosió, se atragantó ligeramente, y se aclaró la garganta.
—Eso ha sido... muy ingenioso.
—Eso pensé yo. No habría funcionado si los hubiera comprado en Wal-Mart o en una cadena de farmacias, pero Barbara Clud es una de las mayores chismosas del pueblo, y siempre cuenta lo que compran sus clientes. ¿Sabías que el señor McGinnis toma Viagra?
Jack tosió otra vez, pensando en el amable y campechano concejal.
—Er... no, no lo sabía.
—La señora Clud se lo ha contado a todo el mundo. Por eso yo sabía que contaría lo de mis condones.
Jack escondió la cara contra el hombro de ella y respiró hondo. Temblaba ligeramente, y Daisy lo abrazó con más fuerza.
—Vamos, vamos. No es más que la vida de pueblo. Ya te acostumbrarás.
Jack levantó la cabeza y vio el humor brillar en los ojos de Daisy y renunció al intento de reprimir la risa.
—Si alguna vez necesito Viagra, recuérdame que no vaya a comprarla a la farmacia de Clud.
Daisy pensó en la firmeza de la carne que presionaba contra la cara interior de su muslo, y le dijo:
—No creo que vayas a necesitarla muy pronto que digamos. No pensaba que uno pudiera ponerse duro otra vez tan deprisa. Todos los artículos que he leído...
Jack la besó, y ella dejó de hablar para paladear su sabor a miel. Cuando alzó la cabeza tenía los ojos entrecerrados.
—A lo mejor es que estoy inspirado. O provocado. Ella se ofendió al oír aquello.
—Si alguien ha provocado aquí, has sido tú...
—No he sido yo el que ha comprado setenta y dos condones. Daisy guardó silencio por espacio de unos instantes, digiriendo el trasfondo de aquella frase; y entonces su rostro se iluminó con una sonrisa de satisfacción.
—Así que mi plan ha funcionado, ¿no? En cierto modo.
—Ha funcionado —convino él refunfuñando—. No dejé de pensar en el sabor a chicle.
En aquel momento sonó el teléfono. Daisy frunció el ceño; no tenía ganas de hablar por teléfono, sino de jugar con Jack. Dudó tanto tiempo que él le dijo:
—Contesta. Podría ser tu madre, y no nos conviene que vengan aquí a ver si te pasa algo.
Suspiró y se estiró debajo de él para coger el auricular y acercárselo al oído.
—Daisy Minor.
—Hola, cariño. ¿Qué tal te fue la caza anoche? Era Todd, y por lo general la encantaba chismorrear con él, pero no en aquel preciso momento.
—Hubo otra pelea, y me marché temprano. Creo que la próxima vez iré a otro club. —Oh, vaya; no tenía intención de decir aquello delante de Jack. Intencionadamente, se abstuvo de mirarlo.
—Ya preguntaré por ahí para averiguar qué sitios son los mejores. Entonces ¿no tienes nada en perspectiva?
—Todavía no. Sólo conseguí bailar tres canciones. Separó la cabeza del auricular y dijo, como si hablase a otra persona presente en la habitación—: No tardaré. Empieza sin mí.
—Lo siento, cariño. No era mi intención interrumpirte mientras tenías compañía —repuso Todd al instante—. Ya te llamaré luego.
—No, no pasa nada —dijo Daisy sintiéndose culpable por su pequeño engaño, pero sin ganas de hablar por teléfono cuando podía estar haciendo el amor.
—Disfruta de la compañía —dijo él amablemente—. Adiós.
—Adiós —repitió ella, y colgó el teléfono de golpe.
—Así que fingiendo estar acompañada —rió Jack alzándose sobre los codos para poder mirarla—. Muy astuta.
—Es cierto que estoy acompañada. Por ti.
—Pero está claro que no quieres que yo empiece sin ti.
—Claro que no.
—Así que hay otra persona en tu plan para cazar marido. ¿De quién se trata?
—De Todd Lawrence —respondió Daisy al tiempo que acariciaba los brazos y hombros de Jack—. Me ha ayudado con el pelo, el maquillaje y la ropa.
Jack enarcó las cejas.
—Todd.
Si no se equivocaba, su tono encerraba un ligerísimo toque de celos. Daisy estaba emocionada, pero al mismo tiempo se apresuró a decir:
—Oh, pero es homosexual.
—No lo es —replicó Jack, sorprendiéndola. Daisy parpadeó.
—Por supuesto que lo es.
—Si es el Todd Lawrence que yo conozco, que vive en esa gran casa victoriana y es dueño de una tienda de antigüedades en Huntsville, no es homosexual.
—Ése mismo —dijo Daisy frunciendo el ceño—. Pero es claramente homosexual.
—No lo es en absoluto.
—¿Cómo lo sabes?
—Fíate de mí. Lo sé. Y no me importa si ha superado o no la prueba del color bermellón.
—Se le da genial ir de compras —dijo Daisy, defendiendo su postura.
—A mí también se me da genial, si se trata de comprar un coche o una pistola, y cosas así.
—A él se le da genial comprar ropa. Y entiende mucho de accesorios —terminó Daisy en tono triunfante.
—Ahí me has pillado —admitió Jack—. Pero no es homosexual.
—¡Sí lo es! ¿Qué te hace pensar que no? Jack se encogió de hombros.
—Lo he visto con una mujer.
Daisy se quedó sin habla durante unos momentos; luego se le ocurrió la explicación.
—Probablemente iba de compras con ella. Yo soy una mujer, y pasó un día entero conmigo.
—Le tenía metida la lengua hasta la garganta. Daisy lo miró boquiabierta.
—Pero... Pero ¿para qué iba a fingir ser homosexual si no lo es?
—Ni idea. Es capaz de fingir ser de Marte, si quiere. Daisy sacudió la cabeza negativamente, desconcertada.
—Incluso le gusta Barbra Streisand; vi los CD de ella en su dormitorio.
—A los heterosexuales también puede gustarles la Streisand.
—Ya. ¿Qué tipo de música te gusta a ti?
—Creedence Clearwater. Chicago. Three Dog Night. Ya sabes, los clásicos.
Daisy escondió la cara contra el hombro de él y rió. Jack sonrió complacido al oírla.
—Soy un admirador de las canciones de toda la vida. ¿Y tú? No, deja que lo adivine: A ti te gustan los viejos clásicos.
—No es Justo. Has visto mi colección de música en la estantería del salón.
—He estado ahí, cuánto, un minuto, mientras llamabas a tu madre. No he examinado tu colección de música.
—Eres policía. Estás entrenado para observar cosas.
—Oh, vamos. Lo único en que estaba pensando era en meterme dentro de tus bragas.
—¿De qué color es mi sofá?
—Azul con flores grandes. ¿Creías que no me había fijado? Nos hemos tumbado desnudos encima de él. Daisy suspiró de felicidad.
—Ya lo sé.
—Pero tienes razón en una cosa: como soy policía, soy muy observador. Por ejemplo, ¿a qué club piensas ir la próxima vez? «¡Maldición! Se había dado cuenta».
—No sé —respondió ambiguamente—. No lo he decidido.
—Muy bien, pues cuando te decidas, espero que me lo comuniques. —Su tono de voz tenía un filo de dureza que no había percibido nunca—. Lo digo en serio, Daisy. Si vas sola, quiero saber dónde estás.
Ella se mordió el labio inferior. ¿Y si se presentaba dondequiera que estuviera ella y espantaba a todo el que le pidiera bailar? Por otra parte, él tenía razón en lo de la seguridad; tenía que ser inteligente al respecto. Además, se encontraba en una situación difícil, literalmente tendida de espaldas, desnuda, aprisionada contra la cama.
—Prométemelo —insistió él.
—Te lo prometo.
Jack no le preguntó si cumpliría la promesa; sabía que lo haría. Apretó su frente contra la de ella.
—Quiero que estés a salvo —le susurró, y a continuación la besó. Como siempre, un beso llevó a otro, y pronto Daisy terminó aferrada a él, aturdida por la excitación. Enroscó las piernas alrededor de sus caderas, y él la penetró con un gemido y empujó varias veces antes de retirarse de pronto profiriendo un juramento. Se inclinó sobre el borde de la cama y buscó a ciegas un condón.
—Ya no me importa el color que tenga —dijo con la voz ronca. A Daisy tampoco le importaba, ni siquiera miró. Estaba sorprendida ante el hecho de que habían estado a punto de hacer el amor sin protección, de que incluso aquellas pocas acometidas suponían un cierto riesgo. Pero entonces Jack la penetró de nuevo, y ella acudió al encuentro de aquella pasión con la suya propia, exigiendo todo lo que él pudiera darle.
Más tarde, mientras, Daisy dormitaba acurrucada y exhausta contra su costado, él no dejó de comtemplar el techo y de preguntarse qué diablos se traería Todd Lawrence entre manos. Algo estaba pasando que lo ponía nervioso, y no le gustaba nada de nada, sobre todo cuando dicha inquietud tenía que ver con Daisy. Tenía un oído excelente, y Daisy estuvo todo el tiempo tumbada debajo de él, con el auricular a escasos centímetros de distancia. Había oído todos los detalles de la conversación telefónica. Tal vez fuera simplemente que lo aguijoneaba su instinto de policía, porque nada de lo que había oído podía decir sinceramente que le hubiera sonado sospechoso, pero tenía la impresión de que Daisy estaba siendo guiada hacia determinados locales. Y aquello no le gustaba nada en absoluto.
Desde que habló con Petersen había acudido a bares y locales nocturnos todas las noches excepto los domingos. Había visto un episodio de una posible víctima de las drogas de violadores, precisamente en el Buffalo Club el jueves por la noche, así que regresó el viernes y el sábado para ver si descubría algo. Resultó que la mujer que a lo mejor había sido drogada estaba con dos amigas; Jack las interrogó discretamente, pero no sólo habían permitido que otros hombres las invitasen a una copa, sino que además habían dejado las bebidas en la mesa mientras bailaban o iban al baño, de modo que no había forma de saber si les habían echado droga en el vaso ni cuándo.
Las otras dos mujeres estaban lo bastante sobrias para conducir, lo cual lo hizo sospechar de que la tercera había sido, sin duda, drogada. Las ayudó a llevar a su amiga hasta el coche y les dijo en voz baja que se pasasen por un hospital por si le habían puesto algo en la bebida, y antes de regresar al interior del local vio cómo se marchaban. Todo se había hecho muy discretamente; no provocó ningún tumulto, no se identificó como policía, porque si había un hijo de puta echando GHB o lo que fuera en las bebidas de las mujeres, Jack no quería espantarlo. Se limitó a observar y a tratar de descubrir algo o por lo menos a intervenir si veía a otra mujer que pareciera estar en apuros, y a la mañana siguiente llamó a Petersen para decirle que tal vez tenían un sitio por donde empezar.
La noche anterior se vio interrumpida por la pelea, pero estuvo a punto de parársele el corazón cuando vio a Daisy en la pista de baile. Ella no parecía darse cuenta de cómo atraía las miradas debido al contraste entre su atuendo clásico y la forma de vestir de todas las demás mujeres; la miraban los hombres, y no sólo porque bailara bien. Miraban aquellas piernas y aquellos ojos chispeantes que decían que se lo estaba pasando en grande. Se fijaban en sus pechos y en el modo en que aquel vestido rojo se amoldaba a su figura. Incluso ahora que la tenía desnuda en sus brazos, el solo hecho de pensar en aquellos pechos le hacía la boca agua. Su señorita Daisy estaba bien dotada; no de modo exagerado, pero desde luego muy bien dotada.
Ella deseaba un marido e hijos. Jack no estaba en el mercado buscando esposa, y mucho menos hijos, pero sentía un fuerte escozor que reconoció como puro instinto de posesión masculino al pensar en que ella realmente pudiera conocer a alguien que le gustara de verdad en alguno de aquellos clubes, salir con él, dormir con él y quizá con el tiempo casarse con él. Aquella posibilidad no le gustaba en absoluto. Y cuando cayó en la cuenta de que la había penetrado sin ponerse antes un condón, durante un instante de enajenación continuó empujando, tentado casi más allá de todo control por la idea de entrar dentro de ella. Si la dejara embarazada... bien, se casaría con ella. Habían hecho un trato. Estar casado con la señorita Daisy sería muchísimo más divertido que estar casado con Heather la Lagarta, y mira cuánto tiempo había aguantado aquello.
Supo que tenía un grave problema cuando la idea de casarse no hacía que le entraran ganas de salir corriendo. Contempló el rostro dormido de Daisy y le acarició suavemente la espalda desnuda. De modo que a lo mejor pasaba del condón y a ver qué pasaba. No, no podía hacerle aquello... a no ser que ella diese muestras de ir en serio con otro, en cuyo caso estaba dispuesto a jugar todo lo sucio que fuera necesario para salir vencedor.