CAPÍTULO 11
El sábado por la noche era siempre el momento de más animación en el Buffalo Club, por eso Jimmy, el encargado de la barra, no estaba seguro de cuánto tiempo llevaba Mitchell allí cuando lo vio, con una cerveza en la mano e inclinado sobre una pelirroja que llevaba en la cara suficiente maquillaje para cubrir la Falla de San Andrés. La pelirroja no parecía impresionada; no dejaba de volverse hacia su amiga, una rubia platino igual de pintada que ella, como si las dos intentaran continuar una conversación y Mitchell se estuviera entrometiendo.
Jimmy no volvió a mirarlos; lo último que quería era que se percatara de que se habían fijado en él. Como tenía una cerveza en la mano, debía de haberle servido una de las camareras, en lugar de acercarse él a la barra como hacía siempre. Jimmy cogió el teléfono que había debajo del mostrador, marcó el número y dijo:
—Está aquí.
—Maldición —respondió Sykes al otro extremo de la línea—. Necesito verdaderamente hablar con él, pero no puedo escaparme. En fin, otra vez será.
—Claro —dijo Jimmy, y colgó.
Sykes interrumpió la conexión y rápidamente llamó a dos hombres que conocía y les dijo:
—Reuníos conmigo en el Buffalo Club, dentro de cuarenta minutos. Venid preparados.
A continuación, él también se preparó; se puso una gorra de béisbol para ocultar su cabello y unas botas para parecer más alto, y se metió una almohada pequeña debajo de la camisa. Con buena luz, aquel intento de disfraz resultaría obvio, pero de noche aquellas pequeñas cosas bastarían para que fuera difícil reconocerlo si sucedía algo desagradable en el club. Sykes no pensaba hacer nada allí; sólo quería pillar a Mitchell y llevárselo a algún sitio donde no hubiera doscientos testigos potenciales, pero siempre podían torcerse las cosas. Por eso no conducía su propio coche; había vuelto a tomar uno prestado, sólo por si acaso, y cambiado la matrícula por una que había quitado de un coche de Georgia. Dejando a un lado posibles imprevistos, tales como otra pelea, su pequeño problema con Mitchell debía ser atendido aquella misma noche.
Daisy descubrió que hacía falta mucho valor para regresar a un local en el que uno había provocado accidentalmente una pelea. No tenía por qué haber muchas personas que de hecho conocieran la causa de la misma: ella, el jefe Russo, tal vez el tipo cuyos testículos había aplastado —aunque no creía que el hombre en cuestión se hubiera fijado mucho en lo que ocurría a su alrededor— y quizás una o dos personas perspicaces que estuvieran observando. O sea, cinco como mucho. ¿Y qué posibilidades había de que una de las otras cuatro personas estuviera allí esa noche? No iba a pasarle nada en absoluto, nadie iba a señalarla con el dedo en cuanto entrase por la puerta y gritar: «¡Es ella!»
Aquello era lo que le decía la lógica. Sin embargo, la lógica también le había dicho que comprar condones no representaría el más mínimo problema, así que estaba claro que la lógica no era infalible.
De modo que allí estaba, sentada en el interior de su coche en el aparcamiento, observando a las parejas, grupos y personas solas que entraban en el Buffalo Club, que estaba muy animado. Se oía la música cada vez que abrían la puerta, y sentía el fuerte retumbar de la batería de la orquesta incluso a través de las paredes. Y allí se encontraba ella, toda arreglada, y sin valor para entrar.
Pero estaba trabajando en ello; cada vez que se decía algo a sí misma para levantarse el ánimo, se acercaba un poco más al acto de abrir la portezuela del coche. Iba de rojo, el primer vestido rojo que había tenido en su vida, y sabía que le quedaba muy bien. El cabello rubio todavía le flotaba con aquel peinado sencillo pero clásico, su maquillaje era sutil pero favorecedor, y el vestido haría que todas aquellas chicas que llevaban tops ajustados parecieran chicas sin clase, lo cual era una especie de redundancia. El vestido era casi igual que un vestido de playa de los que Sandra Dee habría llevado a principios de la década de 1960, con tirantes de cinco centímetros de ancho, escote bajo —pero no demasiado bajo—, cintura entallada y falda de vuelo que llegaba justo por encima de las rodillas y se movía alrededor de las piernas al andar. Se había puesto otra vez los zapatos de tacón y la pulserita de oro alrededor del tobillo. Ésta y los pendientes eran las únicas joyas que llevaba, lo cual le proporcionaba un aspecto muy elegante y austero.
No sólo estaba guapa, sino impresionante, y si no salía del coche y entraba en el club, no se enteraría nadie excepto ella.
Por otra parte, tal vez fuera mejor dejar que el local se llenase del todo, para reducir las posibilidades, ya escasas, de que la reconociera alguien.
Tamborileó con los dedos en el volante. Sentía la música que la incitaba a saltar a la pista y ponerse a bailar. La encantó aquella parte de la noche, el ritmo y la sensación de su cuerpo moviéndose y el hecho de saber que lo estaba haciendo bien, que las clases que había tomado cuando iba a la universidad ahora le servían de algo, ya que todavía se acordaba de los pasos, y evidentemente a los hombres les gustaba mucho bailar con alguien que supiera hacer algo más que plantarse en un sitio y dar botes. Aunque los locales de música country no ponían mucha música de saltar; más bien se bailaba en grupos, o a ritmo lento...
—Estoy buscando evasivas —anunció en voz alta—. Es más: se me da muy bien.
Por otra parte, también se le había dado bien siempre obedecer los límites de tiempo que se imponía a sí misma.
—Diez minutos más —dijo, al tiempo que encendía el contacto para consultar el reloj del salpicadero—. Voy a entrar dentro de diez minutos.
Volvió a apagar el contacto y chequeó el contenido de su diminuto bolso. Permiso de conducir, barra de labios, pañuelo de papel y un billete de veinte dólares. Hacer inventario no le llevó más de, digamos, cinco segundos.
En aquel momento salieron tres hombres del club cuyas caras se iluminaron brevemente al pasar bajo el rótulo luminoso de la entrada. El del medio le resultó familiar, pero no le vino ningún nombre a la mente. Observó cómo cruzaban a pie el abarrotado aparcamiento y avanzaban entre las filas irregulares que formaban automóviles y furgonetas. De un coche salió otro hombre cuando llegaron a su altura, y los cuatro se dirigieron hacia una camioneta aparcada debajo de un árbol.
Otro coche más entró en el aparcamiento iluminando con sus faros al grupo de cuatro hombres que estaban de pie junto a la camioneta. Tres de ellos observaron al recién llegado, mientras el cuarto se volvía para mirar algo en el interior de la camioneta.
Entonces salieron del coche un hombre y una mujer y entraron en el local. Se oyó brevemente el estruendo de la música cuando se abrió la puerta, y el estruendo se convirtió de nuevo en un rumor amortiguado cuando ésta se cerró. Excepto los cuatro hombres que permanecían debajo del árbol y la propia Daisy, no había nadie más en el aparcamiento.
Ella accionó de nuevo el contacto para ver la hora. Le quedaban cuatro minutos. Perfecto; no tenía ganas de apearse del coche y atravesar el aparcamiento ella sola, con aquellos cuatro hombres plantados allí. Tal vez se fueran. Apagó el contacto y levantó la mirada.
Uno de los hombres debía de estar verdaderamente muy borracho, porque ahora lo aguantaban otros dos, uno a cada lado, y, ante la atenta mirada de Daisy, lo introdujeron en el remolque de la camioneta sujetándole la cabeza con cuidado. Aquello estaba bien; no iban a permitirle conducir en semejante estado, aunque, a juzgar por su aspecto, ya se encontraba inconsciente. Los tres hombres parecían estar perfectamente cuando salieron del local, pero Daisy había oído hablar de gente que caminaba y hablaba con normalidad justo hasta un segundo antes de desmayarse. Siempre había creído que eran puras invenciones, pero aquí tenía ahora la prueba, delante de sus propios ojos.
Los dos hombres que habían introducido a su amigo en la camioneta subieron también al vehículo y se fueron. El cuarto hombre dio media vuelta y regresó a su coche.
Daisy miró la hora otra vez. Ya habían pasado los diez minutos. Respiró hondo, sacó la llave del contacto, la guardó en su pequeño bolso y salió del coche pulsando con gesto automático el botón de bloqueo al tiempo que abría la puerta.
—«Cañón a la derecha de ellos, cañón a la izquierda...» —citó mientras atravesaba el aparcamiento, pero enseguida deseó haber elegido otra cosa, porque la Brigada Ligera había perecido.
Pero a ella no le ocurrió nada. No la descabalgaron de un disparo, ni nadie la señaló nada más abrir la puerta. Entró, pagó los dos dólares y al instante fue engullida por la música.
Glenn Sykes estaba sentado en su coche, con mirada fría y ardiente al contemplar a la mujer que se dirigía al club. ¿De dónde diablos había salido? Tenía que haber estado dentro de algún coche, y en la oscuridad no había reparado en ella.
Lo importante no era si había visto algo o no, sino cuánto había visto, y cuánto había comprendido. Estaba oscuro, resultaba difícil distinguir los detalles y no se había producido ningún ruido fuerte que hubiera podido alarmarla. Si Mitchell no hubiera intentado llamar a la pareja que se acercó en el coche, no habría habido nada que ver. Pero, maldición, en cuanto vio a Sykes salir del coche supo que iban a matarlo, así que ¿qué tenía que perder? Sykes no censuró a aquel hijo de puta por intentarlo. Era una lástima que el «Colega» fuera rápido como el rayo con aquella navaja; Mitchell no emitió más que un leve quejido.
Ella no los conocía; era evidente que no había notado nada fuera de lo normal. Pero constituía un cabo suelto, y a Sykes no le gustaban los cabos sueltos. Su plan original era meterle a Mitchell por el gaznate suficiente GHB como para matar a tres hombres, lo cual habría sido un fin apropiado para aquel cabrón. Incluso había decidido abandonar el cadáver donde pudieran encontrarlo antes de que se desintegrase el GHB, y así la policía sabría exactamente qué era lo que lo había matado. Pero ahora ya no podía hacerlo, y menos con el tajo que tenía en la garganta; además, había sangre en el aparcamiento, si es que alguien se molestaba en mirar.
Si ella fuera una asidua de aquel local, tal vez hubiera reconocido a Mitchell, tal vez lo conociera, y tal vez recordara demasiado cuando se enterara de que le habían rebanado el cuello.
No había visto de qué coche había salido, pero podría deducirlo. Se bajó de su automóvil y fue hasta aquella parte del aparcamiento, se agachó en cuclillas para no ser visto y apuntó rápidamente los números de las matrículas. Pensó en la posibilidad de entrar en el local e intentar buscarla. Tenía el pelo rubio y llevaba un vestido rojo; se había fijado en eso cuando se abrió la puerta. Sería fácil de localizar.
Pero le había dicho a Jimmy que aquella noche no estaba libre, y ahora que Mitchell estaba muerto no quería presentarse allí después de todo, y situarse en la escena en la que se había visto a Mitchell por última vez.
Sykes dejó escapar un suspiro. Tendría que quedarse sentado allí fuera y esperar a que saliese la mujer, y luego seguirla hasta su casa. Necesitaba supervisar lo que se hacía con los restos de Mitchell, pero no podía estar en dos sitios a la vez. Iba a tener que fiarse de que el «Colega» y el compinche de éste fueran lo bastante listos para saber dónde arrojar el cadáver. Al fin y al cabo, sus culos también corrían peligro. Su prioridad tendría que ser encargarse de aquella mujer.
Aquella noche el Buffalo Club estaba todavía más abarrotado que la semana anterior. Daisy permaneció allí de pie por espacio de unos minutos, dejando que sus sentidos se adaptaran al ruido abrumador de las voces y de la banda que cantaba a voz en grito algo de que un tal Eari tenía que morir, una canción que muchas de las clientas femeninas del local coreaban junto con la banda. Un hombre, que probablemente se llamaba Barí, debió de ofenderse con la canción y lanzó su cerveza contra los músicos, lo cual explicaba el alambre que rodeaba el escenario. Dos tipos enormes convergieron contra en lanzador de cervezas, y Daisy se alegró cuando vio que lo acompañaban hasta la puerta. Acababa de llegar, y quería poder bailar unos cuantos temas antes de que se iniciara una pelea.
—Eh, cariño, ¿ te acuerdas de mí? —dijo un hombre que apareció a su lado. Un brazo la ciñó por la cintura, y al instante se vio empujada hacia la atestada pista de baile.
Levantó la vista para mirar al hombre alto y rubio, que pretendía dejarse un bigote al estilo de Alan Jackson.
—No —dijo.
—Oh, vamos. Estuvimos bailando la semana pasada...
—No —repitió Daisy tajante—, no estuvimos bailando. Bailé con Jeff, Denny, Howard y Steven, pero tú no eres ninguno de ellos.
—En eso tienes razón —replicó él alegremente—. Yo me llamo Harley, como la moto. Bueno, si la semana pasada no bailamos, pues bailemos esta semana.
Como ya estaban en la pista de baile, aquello pareció una buena idea. Eari había muerto ya, y la banda tocaba otra cosa que no requería que la mitad del público corease la letra. La gente giraba y se inclinaba, así que Daisy también giró y se inclinó, su mano en la de Harley, su falda de vuelo flotando alrededor de las piernas. La canción siguiente fue «Kentucky Rain» de Elvis Presley, y Harley le retuvo la mano para bailar aquel tema.
—Dime, ¿cómo te llamas? —le preguntó el hombre, recordando por fin que no lo sabía.
—Daisy.
—¿Estás con alguien? ¿Puedo invitarte a una copa? Santo cielo, ¿sería uno de aquellos hombres contra los que la había advertido el jefe Russo?
—Estoy con unas amigas. —Hizo un leve gesto para señalar el intrincado laberinto de mesas, porque le pareció un mentira apropiada, y agregó—: Gracias, pero en este momento no me apetece beber nada. He venido a bailar.
Él se encogió de hombros.
—Por mí, bien. Creo que voy a sentarme un rato.
Y desapareció tan bruscamente como había aparecido. Daisy miró a su alrededor. Hasta el momento, sin contar con el hombre cuyos testículos había aplastado, había conocido a seis hombres, y ninguno de ellos la había atraído de verdad. A lo mejor estaba siendo demasiado escrupulosa, aunque en realidad no veía cómo; había bailado con todo el que se lo había pedido.
Divisó a Howard en la pista, y él la saludó con la mano. Tal vez le pidiera de nuevo que bailara con él; había sido el que mejor bailaba de todos.
Y entonces —oh, no— lo vio: el tipo grandote que la había sentado sobre sus rodillas. Él la reconoció casi al mismo tiempo y por su rostro cruzó una expresión de horror antes de dar media vuelta y alejarse.
Daisy sintió deseos de hacer lo mismo, darse la vuelta y fingir no haberlo visto, pero la aguijoneó la conciencia. Él no debería haberla agarrado, y ella no tenía intención de hacerle daño, pero de todos modos él había sufrido muchísimo y ella le debía una excusa.
Decidida, empezó a abrirse paso por entre la multitud procurando no perderlo de vista. El tipo parecía dirigirse con idéntica decisión hacia el lavabo de caballeros, exactamente como si intentara esconderse de ella, aunque por supuesto tenía que estar equivocada con aquella impresión. Estaba en un club, probablemente habría bebido demasiado, así que era muy razonable que tuviera que orinar.
Sin embargo, consiguió llegar al pequeño vestíbulo que conducía a los lavabos antes de que lo alcanzara Daisy, y desapareció tras una puerta llena de arañazos como alma que lleva el diablo. Daisy lanzó un suspiro y se abrió paso con dificultad entre la maraña de gente sin hacer caso de una protesta (de una mujer) ni de una invitación (un hombre); se sentía igual que un salmón luchando por nadar contracorriente. Pero al fin logró llegar a la pared que estaba junto a los lavabos, donde se afianzó sobre sus pies para defenderse de todos los roces y empujones, y aguardó.
Pareció transcurrir una eternidad, y tuvo que rechazar otras tres ofertas para bailar, hasta que por fin su presa apareció en el vestíbulo oteando el horizonte.
Daisy respiró hondo, dio un paso al frente y lo tocó en el hombro. Para ser un tipo corpulento, desde luego sabía saltar. El tipo se apartó de ella como si se tratara del Anticristo, con su carnoso rostro congestionado.
—No se acerque a mí, señora.
Daisy se quedó estupefacta; aquel hombre parecía tenerle auténtico miedo. Parpadeó, e intentó tranquilizarlo.
—No voy a hacerle daño. Sólo quería pedirle disculpas.
Ahora le tocó a él el turno de parpadear. Dejó de retroceder.
—¿Disculpas?
—Siento mucho haberle hecho daño. Fue un accidente. Lo único que intentaba era levantarme, y puse la mano justo donde no debía. De verdad que no fue mi intención aplastarle las... —Cielo santo, no podía pronunciar la palabra «pelotas», que parecía ser el término más popular, y tampoco quería llamarlas «chismes», ya que, después de todo, estaba intentando mostrarse un poco más madura respecto de aquellas cuestiones—...los testículos —terminó, poniendo más énfasis en la palabra del que pretendía.
Él se encogió como si lo hubieran golpeado, y Daisy se dio cuenta de que había dicho la última palabra en tono lo bastante alto como para que, a pesar del ruido de la orquesta, lo oyeran las personas que estaban más cerca, que habían vuelto la cabeza. El rostro del hombre se congestionó aún más.
—Disculpas aceptadas —musitó—. Y ahora, aléjese de mí. Daisy tuvo la impresión de que el tipo podría haber sido un poco más amable, teniendo en cuenta que todo aquel episodio había sido culpa de él; si él no la hubiera agarrado como si tuviera todo el derecho de obligar a una mujer desconocida a sentarse en sus rodillas, nada de aquello habría sucedido. Ligeramente indignada, abrió la boca para decírselo, pero de repente se materializó a su lado una figura alta y oyó una voz profunda decir:
—Yo me encargaré de mantenerla alejada de usted. Y sin más, le gustase o no, el jefe Russo la levantó del suelo igual que había hecho la última vez en aquel mismo local y se la llevó, no al exterior, sino a la pista de baile.
—Es usted igual que un sarpullido —dijo irritada cuando él la depositó en el suelo.
Una ceja se alzó a modo de interrogante.
—¿La molesto? —Le cogió la mano derecha en la suya, le apoyó la izquierda sobre su hombro y la rodeó con un brazo—. Baile.
—Está usted en todas partes.
Daisy lo siguió automáticamente al ritmo lento de otra canción de Elvis. Aquella noche la orquesta estaba empeñada en tocar temas de Elvis, aunque quizá no fuera la misma orquesta de la semana anterior.
—Alguien tiene que evitar que se meta en líos.
—¿En líos? ¿Evitar que me meta en líos? —Echó la cabeza hacia atrás y miró al policía con cara de pocos amigos. Aunque llevaba tacones, aun así tenía que alzar la vista para mirarlo. Tal como había señalado Todd, el jefe Russo era un tipo grande—. Le agradezco que me sacara de aquí la semana pasada, pero aparte de eso, la causa de todos los líos que he tenido ha sido precisamente usted.
—No me eche la culpa a mí. No fui yo el que se compró condones para todo un año. ¿Ha usado ya alguno?
A Daisy le fallaron las palabras. O más bien, le fallaron las palabras de amabilidad. Se le ocurrieron varias que tenía ganas de decir, pero temió que Dios la fulminara allí mismo.
Russo mostró una amplia sonrisa.
—Si se viera la cara...
La ciñó con más fuerza y describió un rápido círculo que la obligó a aferrarse a su hombro. No supo cómo, pero terminó más cerca de él que antes, más cerca de lo que había bailado con ninguno de los demás. Sus pechos le rozaron la camisa, notó el roce de su cadera, y las piernas de él se movieron contra las suyas. Incluso... Dios santo, Russo tenía una pierna entre las suyas.
Experimentó una oleada de calor que la pilló desprevenida. Sintió como si se derritiera por dentro, como si se estuviera ablandando, como si sus huesos perdieran su rigidez y los músculos su tensión. Era una sensación de lo más peculiar, pero también sumamente emocionante.
—Jefe...
—Jack. —Su brazo la apretó un poco más, como si insistiera en que ella lo llamara por el nombre de pila.
—Jack. —Se estaba derritiendo de verdad. Ahora ya estaba prácticamente recostada sobre él. Sus pies todavía se movían siguiéndolo, pero él soportaba la mayor parte de su peso—. Me está apretando demasiado.
Él inclinó la cabeza de forma que su aliento le sopló en el oído cuando le dijo:
—Yo creo que la estoy apretando lo justo.
Bueno, sí, si es que le gustaban las mujeres que se derretían. Y quizá su protesta había sido más formal que sincera, porque no estaba haciendo ningún esfuerzo por retirarse. Resultaba demasiado agradable recostarse contra él, sentir cómo la blandura de su cuerpo se amoldaba a los duros contornos del suyo. Tenía los senos ligeramente aplastados contra su pecho, y le gustaba. Le gustaba mucho. Para diversión suya, descubrió que le producía un gran placer sentir la fortaleza de aquel hombro bajo su mano izquierda, el calor del brazo que le rodeaba la cintura. Un calor... Dios, sí, irradiaba calor. Su calor y su penetrante aroma la envolvieron y la hicieron desear frotar la nariz contra... ¿Tenía ganas de frotar la nariz contra Jack Russo? La conmoción que le produjo aquel pensamiento le imprimió la fuerza necesaria para levantar la cabeza. Él la estaba mirando fijamente con una expresión extraña; no severa, pero tampoco sonriente.
—¿Qué ocurre? —inquirió Daisy en un tono extrañamente bajo. Él movió la cabeza negativamente.
—Nada en absoluto.
—Pues por su expresión...
—Daisy. Cierre el pico y baile.
Daisy cerró el pico y bailó. Sin la distracción de la conversación, empezó a dejarse caer contra él otra vez. Pero a Russo no pareció importarle. Si acaso, la estrechó más aún, tanto que notó la hebilla de su cinturón contra el estómago.
Y no era lo único que notaba.
La cabeza todavía le daba vueltas tras comprender que estaba notando el pene del jefe de policía, cuando finalizó la canción y la orquesta atacó un tema animado que hablaba de un tal Bubba que disparaba a la máquina de discos. Jack hizo una mueca y sacó a Daisy de la pista, sin soltarla, mientras se abría paso entre la gente para alcanzar un espacio libre que había cerca de la pared posterior, casi detrás de los músicos, lo cual era seguramente la razón por la que había un par de asientos vacíos. La plantó bruscamente en uno de ellos, observó a las camareras que pululaban apresuradas y dijo:
—Quédese aquí. Voy a traerle algo de beber. ¿Qué le apetece?
—Ginger Ale con limón, por favor.
Jack sonrió y sacudió la cabeza, y a continuación la dejó allí mientras él se internaba en la multitud que rodeaba la barra.
Daisy, en un ligero estado de shock, se quedó allí. Tal vez fuera más ingenua de lo que había creído, porque Russo no había actuado como si fuera algo insólito en su pareja notarle el pene mientras bailaban. A lo mejor era por eso por lo que las parejas bailaban juntas. Pero nunca había notado otros penes al bailar, sólo el de Jack.
Jamás podría volver a pensar en él como jefe de policía.
No tenía ni idea del tiempo que hacía que se había ido, porque estaba sumida en sus pensamientos. Por suerte, nadie le pidió bailar hasta que vio acercarse a Jack con una cerveza en la mano y un vaso de chispeante Ginger Ale en la otra.
—¿Quieres bailar?
La pregunta procedía de un hombre que se inclinó sobre ella desde su izquierda. Llevaba una camiseta que decía «Adicto al Sexo», con lo que lo habría rechazado de todos modos, pero no tuvo la oportunidad de hacerlo. Jack depositó el refresco sobre la mesa enfrente de ella y dijo:
—Está conmigo.
—Vale. —El tipo se volvió de inmediato hacia otra mujer—. ¿Quieres bailar?
Jack tomó asiento en la silla al lado de Daisy y se llevó la cerveza a los labios. Ella contempló su fuerte garganta mientras tragaba, y comenzó a sentirse acalorada de nuevo, de modo que aferró agradecida el refresco helado.
Al cabo de un momento reparó en que la mirada de Jack recorría constantemente la multitud y de vez en cuando se detenía brevemente mientras estudiaba a alguien para continuar después su barrido. Daisy experimentó otra pequeña sensación de descubrimiento, de una clase totalmente distinta.
—Está trabajando, ¿verdad?
Él le dirigió una mirada rápida con un brillo especial en aquellos ojos de color verde grisáceo.
—Fuera de Hillsboro no tengo jurisdicción.
—Ya lo sé, pero aun así está observando a la gente. Jack se encogió de hombros.
—Es la costumbre.
—¿No se relaja nunca? —De repente, su forma de ver a los agentes de la ley cambió de forma radical. ¿Estarían siempre en guardia, atentos, alerta? ¿Es que la vigilancia constante, incluso cuando no estaban de servicio, formaba parte del precio que pagaban por el trabajo que tenían?
—Claro que sí—respondió él, reclinándose hacia atrás y apoyando el tobillo derecho en la rodilla izquierda—. Cuando estoy en mi casa.
Daisy no sabía dónde vivía, no lograba imaginarse su hogar. Hillsboro, aunque era una población pequeña, era lo bastante grande para que resultara imposible conocer a todo el mundo o estar familiarizado con todos los barrios.
—¿Dónde vive?
De nuevo aquella mirada fugaz.
—No muy lejos de la casa de su madre. En Elmwood. Elmwood se encontraba sólo cuatro calles más allá. Era un sector de la zona victoriana, en la que había casas en buen estado y otras no tanto. Desde luego, Daisy no se lo había imaginado como un victoriano, y se lo dijo.
—Heredé la casa de mi tía abuela. Tía Bessie, de la que le hablé. Daisy se incorporó a medias. Ella había conocido a una mujer llamada Bessie que vivía en Elmwood.
—¿La señorita Bessie Childress?
—La misma.
Jack alzó su cerveza a modo de saludo hacia su tía abuela fallecida.
—¿Es sobrino de la señorita Bessie?
—Sobrino-nieto. Pasé con ella los mejores veranos de mi vida cuando era pequeño.
—Cuando murió mi padre, ella nos trajo un pastel de coco. Daisy estaba perpleja; aquello era como ir a Europa y tropezarse con el vecino de al lado. Había considerado a Jack un completo forastero, pero resulta que de pequeño había pasado varios veranos a sólo cuatro calles de donde vivía ella.
—La tía Bessie hacía el mejor pastel de coco del mundo. —Jack sonrió al recordar los pasteles de coco que él había conocido.
—¿Por qué no nos vimos nunca?
—Porque sólo venía en verano, cuando no había colegio. Y porque soy mayor que usted; no habríamos coincidido en la misma pandilla. Usted jugaba con su Barbie mientras yo jugaba al béisbol. Y tía Bessie iba a una iglesia distinta.
Aquello era cierto. La señorita Bessie Childress era profundamente metodista, mientras que los Minor eran presbiterianos. De modo que era lógico que no se hubieran conocido de pequeños, pero aun así la sorprendía sobremanera descubrir que él era... bueno, casi paisano.
En aquel momento se produjo una súbita alteración del orden en la pista de baile. Un hombre se derrumbó en el suelo haciendo que las parejas se dispersaran. Una mujer chilló:
—¡Danny, no!
Su voz estridente se oyó por encima de la música, que se interrumpió de pronto en una nota discordante. El hombre que se había caído — o al que habían tumbado— se levantó de un salto, bajó la cabeza y se abalanzó contra otro, que lo esquivó hábilmente y chocó contra una mujer arrojándola al suelo. El acompañante de esta última se ofendió de inmediato, y al instante la pista de baile entró en erupción.
—Mierda. —Jack lanzó un suspiro y agarró a Daisy por la muñeca para obligarla a levantarse de un tirón—. Ya empezamos otra vez. Vamos, saldremos por detrás.
Se unieron a la masa de gente que estaba haciendo exactamente lo mismo, pero una vez más Jack se valió de su corpulencia y de su fuerza para abrirse paso sin miramientos, y en sólo un momento se encontraron en medio del aire húmedo de la noche, escuchando los gritos y el ruido de cristales rotos que provenían del interior del local.
—Es un catalizador —le dijo a Daisy, sacudiendo la cabeza en un gesto negativo.
—Esto no ha sido culpa mía —replicó ella indignada—. Ni siquiera estaba cerca de esa gente. Estaba sentada con usted.
—Ya, pero tiene algo que ver el hecho de que esté usted aquí, es como si el universo se saliera de sus goznes. Lo crea o no, la mayoría de las noches no pasa nada en absoluto. ¿Dónde ha dejado el coche?
Daisy lo condujo al otro lado del edificio. Por la puerta salía un chorro de gente. Era como una repetición de lo sucedido la semana anterior.
Dejó escapar un suspiro. Esta semana había bailado sólo tres canciones. AI ritmo que iban las cosas, la próxima vez tendría suerte si conseguía echar un baile antes de que estallase una pelea.
Cuando sacó la llave del coche del bolso, Jack se la arrebató, la giró en la cerradura y le abrió la portezuela antes de devolvérsela. Luego contempló, con expresión inescrutable, cómo ella se abrochaba el cinturón de seguridad y alargaba la mano en busca del tirador para cerrar la puerta. Él se interpuso en su camino, ahora con el ceño un poco fruncido.
—La voy a seguir hasta su casa.
—¿Por qué? —Su sorpresa era evidente. Él se alzó de hombros.
—Porque de pronto siento un hormigueo entre las paletillas. Me he enterado de que se ha mudado de casa, y no me gusta esa calle. Sólo por eso.
—Gracias, pero no es necesario. Dejé encendida la luz del porche. Jack descubrió los dientes en una sonrisa que no era una sonrisa.
—Deme el capricho —le dijo, y no era una sugerencia.