CAPÍTULO 8
¿Has dado ya con Mitchell? —preguntó Temple Nolan.
—Aún no. —A Sykes incluso le molestó que el alcalde se lo hubiera preguntado. Si hubiera dado con él, se lo habría dicho, ¿no?—. Supongo que permanecerá escondido una semana o así; pero luego, creerá que no hay problema en que la chica haya muerto, o bien se pondrá nervioso y se imaginará que lo más seguro para él es buscar algo de acción sin acudir a los lugares de costumbre. Lo tengo cubierto. Cuando aparezca, me enteraré a los cinco minutos.
—El señor Phillips no está muy contento. Era un importante comprador para la chica. Ahora se ha buscado otra fuente, y nosotros nos hemos quedado sin el dinero. El señor Phillips quiere a Mitchell muerto.
—Y lo tendrá. Ten paciencia. Pero si me pongo a buscarlo como un loco, él se enterará y saldrá huyendo con un conejo.
—El señor Phillips no está de humor para tener paciencia. Se trataba de mucho dinero.
Sykes se encogió de hombros. Por las vírgenes siempre se exigía un alto precio, pero a veces surgía una demanda especial de alguien dispuesto a pagar mucho dinero. Sykes no comprendía por qué alguien podía pagar tanto por tener relaciones sexuales con una virgen, así que tal vez existiera otro motivo. No creía que tuviera nada que ver con sacrificios rituales, pero había vivido y visto lo suficiente para no descartar nada en el caso de algunas personas. De todos modos, lo que les ocurriera a las chicas una vez entregadas no era de su incumbencia. Eran mercancía, y nada más.
—Como te he dicho, ya aparecerá, y yo lo estaré esperando. —Sykes tuvo que hacer un esfuerzo para que no se le notara la impaciencia en la voz. ¿Cuántas veces tendría que decir aquello? Mitchell estaba casi dominado. Mientras tanto, el negocio continuaba—. Tenemos otro envío programado para el próximo martes por la noche, cinco chicas. Preferiría no llevarlas al lugar de siempre, por si acaso Mitchell ha hablado ya con quien no debe. Ése es otro motivo por el que no quiero presionar demasiado para encontrarlo; si se asusta, es posible que acuda al fiscal del distrito y trate de llegar a un acuerdo, nuestros nombres a cambio de protección. ¿Se te ocurre algún otro sitio donde llevarlas, que se encuentre en la parte segura?
El alcalde se rascó la nuca con el ceño fruncido. El problema era que tenían que buscar un sitio que estuviera lo bastante aislado para que hubiera intimidad, pero no tan aislado como para no esperar algo de tráfico. La gente del campo era muy entrometida. Si veían unos faros de coche donde no debería haberlos, se ponían a investigar... por lo general empuñando como mínimo un rifle del calibre 22. Los vecinos vigilaban a los vecinos. Eso estaba bien sí uno era un vecino, pero era un auténtico grano en el culo cuando intentabas pasar inadvertido. El lugar de retención habitual era una vieja autocaravana situada en un sitio bien apartado al que se llegaba por una carretera sin asfaltar. Cuando no llovía, la carretera en sí constituía un sistema de alarma, ya que cualquier vehículo que se aproximase levantaba nubes de polvo que se veían mucho antes de llegar a entrar en el campo visual.
—Ya buscaré algo —dijo—. Si no hay más remedio, alquilaré un camión grande.
Ya habían hecho aquello anteriormente, en una redada. Resultaba asombrosa la poca atención que se prestaba a los camiones alquilados. Las chicas no podían ducharse —y Dios sabía que siempre lo necesitaban— igual que en la autocaravana, pero si el cliente tenía que recibir una mercancía que no olía precisamente bien, bueno, aquello no era exactamente un servicio de citas. Pero también era un grano en el culo usar un camión alquilado, porque si lo aparcabas, tarde o temprano aparecía por allí un agente a investigarlo. Así que había que dar unas vueltas por la zona hasta que llegara el momento de que los clientes recogieran a las chicas, y después reunirse con ellos en alguna parte y realizar un intercambio rápido. Un alquiler no era la mejor solución.
Empezó a sonar el mensáfono del alcalde. Lo silenció y observó el número.
—Tengo que irme, pero volveré a llamarte para informarte del lugar elegido. ¡Tú encuentra a Mitchell, por el amor de Dios!
Daisy se detuvo un momento frente a las puertas dobles cerradas del Buffalo Club. Después de pensárselo mucho, había decidido que aquél era el lugar y el momento adecuados para estrenar su nueva imagen e intentar su nuevo plan de caza. Estaba cansada del largo día de compras y de la tortura del maquillaje, pero también era cierto que todavía le duraba la euforia. Cuando llegó a casa después de las compras, no saludó con un grito como tenía por costumbre, sino que entró directamente en la cocina, donde su madre y tía Jo estaban enfrascadas en la tarea de fabricar conservas de melocotón para el invierno. Su madre volvió la cabeza y a continuación se giró del todo, alarmada y exclamando:
—¿Quién es usted? Daisy se echó a reír. Las otras dos lanzaron chillidos de alegría y se arrojaron sobre ella deshaciéndose en elogios sobre el cabello rubio y el elegante corte. Las conservas de melocotón no podían esperar, de modo que mientras continuaban con la tarea ella fue a buscar todas las bolsas que había dejado en el coche y les enseñó lo que se había comprado, que era realmente una cantidad asombrosa.
Cuando se llevó todo a su habitación y empezó a colgar las prendas en el armario, no pudo resistirse a probarse las prendas de nuevo. Y aunque estaba cansada, cuando se puso una de aquellas faldas estrechas y la camisa blanca sin mangas, acompañado el conjunto de los zapatos de salón de ante, sintió que la emoción le recorría el cuerpo de arriba abajo. Aquella mujer guapa y con estilo era ella. No era impresionante, no lo sería nunca, pero aquel peinado sencillo destacaba al máximo sus facciones más bien corrientes y le daba un aspecto... reservado, quizá, en vez de simplemente insulso. Y Todd estaba en lo cierto; la pulserita que brillaba en su tobillo derecho resultaba indiscutiblemente sexy.
1 Era una pena desperdiciar aquella imagen. Quizá no supiera peinarse otra vez exactamente de aquel modo. Y como ya estaba maquillada...
Teniendo aquello presente, respiró hondo y tomó una decisión: Ahora o nunca.
De modo que allí estaba, frente al Buffalo Club, un enorme local nocturno de música country situado justo al otro lado de la demarcación de Madison County. Tenía música en vivo, una pista de — baile grande y cierta fama. Se sabía que de vez en cuando había alguna que otra pelea con navajas, pero el ambiente no estaba tan deteriorado como para que las mujeres no se sintieran cómodas al acudir allí. Otra ventaja era que el precio de la entrada: sólo dos dólares; después del dinero que se había gastado aquel día, parecía prudente ahorrar algo.
Si se diera tiempo para pensárselo dos veces, sabía que se acobardaría, de manera que se lanzó adelante sin más, y sacó los dos pavos del esbelto bolso cartera que llevaba colgado al hombro con una estrecha correa. Su bolso de diario era lo bastante grande para que cupieran en él los víveres de todo un mes, pero Todd había insistido en que llevase algo más elegante.
—No lleves muchas cosas cuando salgas —la instruyó—. Sólo el dinero que necesites, un pañuelo de papel y una barra de labios, y guárdate una tarjeta de crédito en el sujetador.
Aquello estaba bien, porque era todo lo que podía meter en aquel delgado bolsito.
Un tipo grande que vestía vaqueros, botas y una camiseta negra le cogió los dos dólares en la entrada; después la dejó pasar, y Daisy se internó en una confusión de luces de colores, música muy alta y conversaciones todavía más altas. Las voces competían con la banda de música y entre sí intentando ser oídas. El local estaba abarrotado de gente. Le propinaron un golpe por detrás, que la empujó contra un alta pelirroja de voluminoso peinado que le dirigió una mirada de irritación.
Daisy quiso disculparse en voz baja, pero entonces se acordó de que ya no hablaba en voz baja. Además, en aquel lugar era imposible que se oyera un murmullo.
—Perdone —dijo con claridad y alzando la cabeza al tiempo que se apartaba. Su cabello era más bonito que el de la pelirroja, pensó con cierta emoción. No recordaba haber pensado nunca que su cabello fuera más bonito que el de nadie.
Consiguió escurrirse hasta un sitio relativamente a cubierto desde donde podría observar el local. El bar, en forma de un cuadrado grande, estaba lleno de taburetes, y alrededor se apiñaba la gente en filas de a tres. Había parejas bailando en la pista rodeadas de luces parpadeantes de colores, mientras la vocalista de la banda cantaba una canción de amor. La banda estaba situada en un pequeño escenario, detrás de una red de alambre a modo de protección.
Aquel alambre la preocupó. Tal vez el Buffalo Club fuera un poco más violento de lo que había oído comentar.
Había una multitud de mesas dispuestas de cualquier manera alrededor de la pista, pero todas estaban ocupadas. El suelo se veía salpicado de cascaras de cacahuetes y montones de serrín, y unas camareras vestidas con vaqueros se abrían paso entre la muchedumbre sosteniendo las bandejas con notable habilidad.
Iba demasiado vestida, pensó Daisy. Allí la marca de fábrica parecía ser los pantalones vaqueros, tanto para hombres como para mujeres, aunque aquí y allá acertaba a ver alguna falda corta conjuntada con un top minúsculo y unas botas de vaquero. Todd habría hecho un gesto de desagrado y tachado aquel aspecto de «vulgar».
Ella se había dejado puestos los zapatos de tacón y la falda caqui, y también la camisa blanca sin mangas con los dos primeros botones desabrochados. La pulserita de oro del tobillo atraía la atención hacia sus piernas esbeltas y sin medias. Daba una imagen segura y clásica, nada que ver con lo que se veía en el Buffalo Club.
—¡Hola!
Un duro brazo masculino la tomó por la cintura y la obligó a darse la vuelta. Daisy se vio cara a cara con un hombre sonriente y de pelo oscuro que llevaba una botella de cerveza en la mano.
—Hola —respondió ella. Casi tuvo que gritar para hacerse oír.
—¿Has venido con alguien? —le preguntó él.
Vaya, aquel tipo estaba coqueteando. Cuando lo comprendió, sintió que la recorría un escalofrío. ¡Aquello era un ligue! ¡Un hombre estaba tratando de ligar con ella de verdad!
—Con amigos —mintió, porque le pareció prudente hacerlo. Al fin y al cabo, no conocía de nada a aquel hombre.
—¿Les importaría a esos amigos tuyos que bailaras conmigo? —preguntó él.
Como sonreía y la mirada de sus ojos parecía amistosa, Daisy contestó:
—En absoluto.
Y con una ancha sonrisa él dejó la cerveza, la cogió de la mano y la llevó hasta la pista de baile.
«Cielo santo, qué fácil!», pensó Daisy encantada al tiempo que se deslizaba en los brazos de aquel hombre. Él la estrechó contra sí, pero no tanto como para que se sintiera violenta. Por un instante le entró miedo de haber olvidado cómo se bailaba; después de todo, no se podía decir que hubiera practicado mucho, pero aquel tipo era bastante suave y ella descubrió que, si no pensaba en ello, sus pies parecían saber lo que había que saber.
—Me llamo Jeff —dijo él, volviendo a acercarle la boca al oído para que lo oyera.
—Daisy —contestó ella.
—¿Has venido aquí alguna otra vez? No creo haberte visto, y créeme, me habría fijado.
Ella negó con la cabeza, sólo para notar cómo su cabello se balanceaba y luego volvía a su sitio.
—Es la primera.
—Que no sea la última...
Se interrumpió al girar la cabeza para mirar con fastidio a un hombre que le había dado unos golpecitos en el hombro.
—¿Puedo?
—No —respondió Jeff en mal tono—. ¿Qué diablos te crees que es esto, el baile del instituto? Lárgate. Yo la he visto primero.
El otro hombre, alto y rubio, también vestido con los vaqueros y la camiseta de rigor, sonrió de oreja a oreja.
—Venga, Jeff, no seas egoísta.
Desenganchó hábilmente a Daisy de los brazos de Jeff y la separó de él.
Ella volvió la cabeza y miró a Jeff con ojos de sorpresa, preguntándose qué habría pasado. Jeff sonrió y se encogió de hombros, y acto seguido se dirigió a la mesa que ocupaba.
—¿Sois amigos? —preguntó Daisy al hombre rubio.
—Sí, trabajamos juntos. Por cierto, yo me llamo Denny.
—Daisy —repitió ella.
La canción de amor terminó, y la banda inició inmediatamente un tema country para bailar en grupo. La gente formó filas, y Denny situó a Daisy en posición.
—¡Espera! —protestó ella, frenética—. ¡No sé cómo se baila esto!
—Es muy fácil —gritó Denny a su vez—. No tienes más que seguirme a mí.
Aquel baile incluía dar ciertos pasos y giros, y Daisy se las arregló para no hacerlo demasiado rezagada del resto. Hubo un momento en que Denny y ella chocaron el uno con el otro, y rompió a reír. Estaba completamente fuera de lugar, con aquella ropa tan clásica, rodeada de vaqueros y tops ajustados, pero resultaba divertido. No llevaba ni diez minutos allí, y ya se le habían acercado dos hombres. Era mucha más atención de la que había recibido en... unos treinta y cuatro años.
Una vez terminado el baile en grupo, la banda continuó con otro tema lento, a modo de descanso. Denny apenas había vuelto a rodearle la cintura con el brazo cuando se entrometió otro tipo, y entonces Denny tuvo que renunciar a Daisy a favor de otro. Éste era más mayor, probablemente cincuentón, tenía una barba recortada de color castaño y gris, y no era mucho más alto que ella. Sonrió y dijo:
—Me llamo Howard —y le hizo hacer una hábil pirueta. Daisy rió, mareada por la emoción y el regocijo, ambos juntaron las manos y Howard la atrajo de nuevo a sus brazos con otra pirueta.
A él no le importaba exhibir su pericia, así que ella sacó brillo a su oxidado talento lo más rápidamente que pudo y la cosa le salió bastante creíble, pensó. No era tan buena como él ni muchísimo menos, pero al menos no dio ningún traspié ni le propinó ningún pisotón.
Después de Howard vino Steven, y después de Steven un tipo llamado Mitchell que tenía unos grandes ojos castaños y una sonrisa tímida. A esas alturas, Daisy estaba ya sin resuello y bastante sofocada.
—Necesito sentarme un poco —dijo jadeando, mientras se abanicaba con la mano.
Mitchell le deslizó una mano bajo el codo.
—Voy a traerte algo de beber —le dijo—. ¿Cerveza? ¿Vino?
—Sólo agua, de momento —contestó Daisy al tiempo que salía de la pista de baile y miraba a su alrededor buscando un sitio donde sentarse. La mesas estaban igual de atestadas que cinco canciones atrás.
—Oh, vamos, toma un poco de vino —intentó convencerla Mitchell.
—Quizá más tarde. Ahora lo que tengo es mucha sed, y para la sed no hay nada mejor que el agua.
Además, tenía que conducir para regresar a casa.
—Entonces, una coca cola.
Sus grandes ojos castaños decían que deseaba invitarla a una copa, y ella lo estaba frustrando al insistir con lo del agua. Así que por fin cedió.
—De acuerdo, una Coca-Cola.
La sonrisa tímida de él se iluminó.
—No te muevas de aquí —le dijo, y se perdió entre la multitud. Era más fácil de decir que de hacer. El hormigueante gentío la obligaba constantemente a moverse de un lado a otro, y al cabo de cinco minutos se encontraba bastante alejada de donde la había dejado Mitchell. Miró en dirección a la barra, en un intento de localizarlo entre la masa de cuerpos, pero no lo conocía lo suficiente para distinguirlo en medio de toda aquella gente y, además, tal vez tardara un buen rato en conseguir las bebidas. Los zapatos nuevos le quedaban muy bien, pero aún eran nuevos, había bailado cinco canciones, y le dolían los pies. Tenía ganas de sentarse. Se alzó de puntillas tratando de encontrar un asiento vacío.
—¿Estás buscando dónde sentarte? —le chilló un tipo corpulento, que le echó un enorme brazo alrededor de la cintura antes de que ella pudiera reaccionar y la sentó de un tirón sobre sus rodillas.
Alarmada, Daisy intentó inmediatamente levantarse de un salto. El tipo rió y la apretó con más fuerza tirando de ella hacia atrás, y ella bajó instintivamente una mano para apoyarse. Por desgracia, fue a apoyarse en la entrepierna del otro, presionando con todo su peso.
El tipo lanzó un agudo grito que se elevó por encima del estruendo de la música y las voces. Daisy se dio cuenta de repente de dónde tenía apoyada la mano y de lo que estaba tocando. Chilló y trató otra vez de levantarse, y al empujar nuevamente hacia abajo hizo gritar todavía más al hombre. De hecho, sus gritos se iban pareciendo más a alaridos, lo que hacía que la gente volviera la cabeza.
Se sonrojó intensamente y empezó a debatirse con todas sus fuerzas, pero no lograba guardar el equilibrio ni agarrarse a nada, y allí donde ponía la mano parecía ser siempre mal sitio. Notó algo blando que se movía debajo de sus nudillos, y el rostro del tipo corpulento se puso amoratado.
Santo cielo, resultaba asombroso lo fácilmente que degeneraban las cosas. Distraído por el ruido que emitía el tipo corpulento, y que parecía un pitido de vapor, un hombre tropezó accidentalmente con una mujer y la hizo derramar la bebida encima del vestido. La mujer lanzó un chillido y su novio le propinó un puñetazo al causante del estropicio. Se volcó una silla, se empujó una mesa, y se oyó un ruido de cristales rotos. La gente comenzó a dispersarse en todas direcciones. Bueno, se dispersaron algunos; otros parecían dar saltos, en su afán por unirse a la refriega.
La melée fue como una ola que se le viniera encima, y ella sin poder ponerse de pie para eludirla.
En aquel momento, una barra de hierro se cerró alrededor de su cintura y la levantó en volandas de las rodillas del pobre tipo, que se desmoronó en el suelo jadeando y agarrándose sus partes con ambas manos. Daisy chilló y aferró la garra que la sujetaba, y se sorprendió al descubrir que era simplemente carne humana, pero no había manera de zafarse de ella. Sus pies ni siquiera tocaron el suelo mientras la sacaban a toda prisa de aquella maraña de cuerpos y puños voladores. Entonces entraron en escena los gorilas de seguridad del local, rompiendo cabezas a diestro y siniestro y restaurando el orden a duras penas, pero Daisy no llegó a ver lo que ocurría porque el gorila que la transportaba a ella se abría paso entre la multitud como si cortara mantequilla, apartando a la gente de su camino con el brazo libre, y antes de que se percatara fue sacada por la puerta y depositada de pie en el suelo de un porrazo.
Qué humillante. La primera vez que iba a un local nocturno, y la echaban a la calle.
Con el rostro ardiendo, se volvió para pedir disculpas, y entonces se encontró mirando cara a cara al jefe de policía Russo. La frase se le quedó congelada en la lengua.
Dentro se oyeron más estruendos de cristales rotos, y por la puerta emergió de pronto un torrente de gente, pues los más prudentes habían decidido poner pies en polvorosa mientras fuera posible. El policía aferró a Daisy de la muñeca y la arrastró hacia un lado para quitarla del medio. El letrero de neón amarillo que mostraba el nombre del local los iluminaba de lleno a los dos, y no le permitió siquiera buscar refugio en la oscuridad. Tal vez no la reconociera, pensó invadida por el pánico. Su propia madre no la había reconocido cuando...
—Vaya, pero si es la señorita Daisy —dijo Russo arrastrando las palabras, en una excelente imitación del acento sureño, con lo que sus esperanzas de no ser reconocida quedaron destrozadas al instante—. ¿Viene por aquí a menudo?
—No, es la primera vez. Hay una explicación —exclamó Daisy impulsivamente, sintiendo cómo la cara se le ponía colorada. Él la observó con los ojos entornados.
—Me muero de ganas de oírla. En el espacio de treinta segundos ha castrado a un tipo y ha provocado una pelea. No está mal para ser la primera vez que viene a este local. Dígame cuándo piensa volver, y esa noche no saldré de casa.
Ah, de ningún modo iba a conseguir echarle a ella la culpa del fiasco que se había organizado dentro del local, pensó Daisy indignada.
—No ha sido culpa mía. Ese hombre me agarró, y cuando apoyé una mano para sujetarme, yo...
Se quedó sin habla intentando buscar una forma delicada de describir lo sucedido.
—Usted le agarró las pelotas y se las dejó planchadas contra el asiento —terminó Russo por ella—. Estaba a punto de intervenir, pero cuando el tipo ese se puso a chillar de aquel modo, pensé que usted tenía la situación en buenas manos, por así decirlo.
—¡No era mi intención! Fue un accidente. Russo sonrió de pronto.
—Olvídelo. Ese tipo se lo pensará dos veces antes de agarrar otra vez a una mujer que no conoce. Venga, la acompaño hasta su coche. Daisy no quería que nadie la acompañara hasta el coche. No tenía ningunas ganas en absoluto de irse. Dirigió una mirada melancólica hacia la puerta.
—Supongo que ya no podré...
—No, esta noche se ha terminado el baile para usted, pies inquietos. Tiene que marcharse de aquí antes de que se presenten los agentes del sheriff.
Suspiró, porque se lo estaba pasando genial —hasta que castró accidentalmente a aquel tipo corpulento, claro—, pero supuso que Russo tenía razón. Era muy posible que los agentes detuvieran primero a todo el mundo y preguntasen después, y a ella no le costó imaginarse lo que diría la gente si la arrestaran. Russo la tomó del brazo y la obligó a girar en dirección al aparcamiento.
—¿Dónde tiene el coche? Daisy suspiró otra vez.
—Por allí.
Avanzó pisando la grava en dirección al coche, con Russo cerniéndose sobre ella y sin soltarle el brazo, como si fuera una prisionera que pudiera salir corriendo. Se alegró de que no le hubiera puesto las esposas.
En esos momentos, muchos coches abandonaban el aparcamiento en todas direcciones, y ambos tuvieron que abrirse camino zigzagueando entre el tráfico. Cuando por fin llegaron, él le soltó el brazo y Daisy sacó las llaves de su bolso para abrir la portezuela. El policía la abrió por ella, y ella se metió en el coche detrás del volante.
—¿Ha tomado alguna cosa? —le preguntó de pronto.
—No, ni siquiera una Coca-Cola —respondió, recordando con pesadumbre el hombre de ojos castaños que no había logrado regresar con ella a tiempo. Tenía mucha sed; iniciar una pelea era un ejercicio casi tan agotador como bailar.
Russo apoyó un brazo en el borde de la puerta abierta y el otro en el techo del coche y se inclinó para examinarla de cerca a la luz interior.
—Ha estado jugando a perder —dijo finalmente, entrecerrando los ojos otra vez. Parecía estudiar el cuello abierto de su camisa—. Escondida debajo de esa horrorosa ropa de abuela que suele ponerse.
Hasta el jefe de policía se había fijado en el poco estilo de la ropa que solía vestir, pensó. Qué humillante.
—Estoy dando la vuelta a una nueva página —explicó. Russo lanzó un gruñido y se enderezó antes de dar un paso atrás para que ella pudiera cerrar la puerta. Arrancó el coche, titubeó, y luego bajó la ventanilla.
—Gracias por sacarme de ahí—le dijo.
—Me pareció lo más inteligente. Tal como iba la cosa, ese pobre tipo iba a terminar mutilado. —Levantó la cabeza, escuchando con atención—. Creo que eso son sirenas. Váyase a casa antes de que lleguen los agentes.
Daisy aún titubeó.
—¿Y usted?
—Los ayudaré a poner las cosas en orden. Claro; él no tenía que preocuparse por que lo arrestaran. Iba a pedirle que no dijera nada de su presencia allí, pero comprendió que te nía tanto derecho como él a acudir a un local nocturno. Además, a lo mejor le convenía que la gente supiera que había estado en el Buffalo Club. Sin duda, eso cambiaría la imagen que tenían de ella. Quería que los hombres la consideraran accesible y disponible, y no iba a lograr eso sólo con mejorar su aspecto.
—¿Tendré que testificar? —quiso saber. Exasperado, Russo contestó:
—No, a no ser que siga dando la lata. Ahora, saque el culo de aquí mientras pueda.
¡Vale! Sin una palabra más, Daisy pisó a fondo el acelerador y salió disparada del aparcamiento levantando gravilla y haciendo chirriar los neumáticos. Aturdida, luchó con el volante por espacio de unos instantes de pánico hasta que se acordó de levantar el pie del pedal. Los neumáticos dejaron de chirriar y se agarraron a la carretera, y a partir de ahí continuó con mucho más sosiego. Jamás en toda su vida había hecho chirriar los neumáticos. Oh, santo cielo, ¿y si Russo había resultado alcanzado por la gravilla? Le entraron ganas de dar media vuelta para pedirle disculpas, pero en eso aparecieron en su retrovisor unas luces intermitentes y decidió que lo mejor sería sacar el culo de allí, tal como había dicho él.