CAPÍTULO 7
Glenn Sykes era un profesional: cuidadoso, prestaba atención a los detalles y no se permitía implicarse emocionalmente. Nunca había pasado ni un solo día en la cárcel; de hecho, como conductor poseía un expediente totalmente limpio, sin una sola multa por exceso de velocidad. Y no es que en su vida no le hubieran puesto una multa, sino que el permiso de conducir que enseñaba iba a nombre de otro, una identidad alternativa que prudentemente se había fabricado hacía ya unos quince años.
Una de las razones por las que tenía éxito era que no llamaba la atención sobre su persona. No hablaba alto, rara vez bebía —y menos cuando estaba trabajando, sólo cuando estaba a solas—, y siempre iba limpio y arreglado, pues tenía la teoría de que las personas cumplidoras de la ley era más probable que vigilaran con ojo de halcón a todo el que fuera por ahí con aspecto sucio y desaliñado, como si de algún modo la suciedad se tradujera en sospecha. Cualquiera que lo viera a él lo clasificaría automáticamente como el típico ciudadano medio con esposa y un par de hijos, y una casa de tres dormitorios en una parcela antigua. No llevaba ningún pendiente, ni cadena ni tatuaje; todas aquellas cosas, por pequeñas que fueran, eran detalles en los que se fijaba la gente. Siempre llevaba su cabello de color arena bastante corto, usaba un reloj de pulsera corriente, de los de mil duros, aun cuando podía permitirse otro mucho mejor, y cuidaba mucho lo que decía. Sabía ir y de hecho iba a todas partes sin atraer indebidamente la atención.
Por eso estaba tan disgustado con Mitchell. La chica muerta no era nadie importante, pero su cadáver, cuando lo encontraran, llamaría la atención. La investigación posterior posiblemente no sería gran cosa, y él había tenido mucho cuidado en cerciorarse de que la policía no tuviera nada por lo que empezar, pero a veces se cometían errores y hasta los policías tenían suerte. Mitchell estaba poniendo en peligro toda la operación, y él no tenía ninguna duda de que si le detuvieran en relación con las muertes de aquellas muchachas, revelaría todos los nombres de que tenía conocimiento en su esfuerzo por llegar a un trato con el fiscal del distrito. La estupidez de Mitchell podía valerles a todos una condena de cárcel.
Lo malo del asunto era que si Mitchell no era capaz de se que le levantase con una mujer consciente, había otras maneras de conseguirlo. El GHB era una mierda; se podía tomar una vez sin que a uno le pasara nada, sólo una laguna en la memoria. Pero a la siguiente, podía destrozarte el cerebro. Había otras drogas que podían servir también; diablos, incluso el alcohol. Pero no, Mitchell tenía que drogarías con GHB, de ese modo él podía irse de rositas y nadie se daría cuenta cuando las chicas no se despertaran.
Así que había que hacerle desaparecer. Aunque el alcalde Nolan no había dicho nada, Sykes ya había decidido que era hora de empezar a moverse, antes de que Mitchell los arrastrase a todos a la cárcel. Pero el alcalde, a pesar de todos aquellos jodidos modales de caballero sureño, era el tipo más frío y despiadado que él había conocido; no fingía ser incapaz de ensuciarse las manos con un asesinato... si bien él no consideraba exactamente asesinato matar a Mitchell. Era más bien un acto de exterminio, como pisar una cucaracha.
Ahora bien, lo primero que debía hacer era encontrar a aquel cabrón. Con su talento de cucaracha para la supervivencia, seguro que se había escondido bajo tierra y no había aparecido en ninguno de sus antros de costumbre.
Y como sabía que ya estaba asustado, decidió poner en marcha su plan para pasar inadvertido. Aunque habría sido una satisfacción ir simplemente hasta la caravana de aquel hijo de puta y haberle disparado un tiro entre los ojos en cuanto abriera la puerta, una vez más aquel tipo de cosas tendían a llamar la atención. Mitchell tenía vecinos, y la experiencia le decía que los vecinos siempre están mirando por la ventana justo cuando no deben. Además, podía deshacerse de él de formas mucho menos llamativas. Con suerte, hasta podría conseguir que pareciera un accidente.
Mitchell conocía su coche, así que tomó prestado el de un amigo y viajó hasta el barrio donde vivía, si es que se podía llamar barrio a dos caravanas destartaladas y una casa de madera cochambrosa, rodeadas de basura. Los lugares como aquél eran los típicos habitados por mujeres de pelo rizado que vestían camisetas ajustadas y llenas de manchas que dejaban ver los tirantes sucios del sujetador, y por hombres de pelo largo y revuelto, dientes amarillentos y la firme convicción de que la vida los había tratado mal y que les debía algo. Él no miró abiertamente ninguno de aquellos lugares mientras conducía; haciendo uso de su visión periférica buscó la furgoneta azul de Mitchell, pero no estaba. Volvería a dar otra pasada por la noche, para ver si había alguna luz encendida, pero en realidad no esperaba que la cucaracha reapareciese tan pronto.
El hecho de ver cómo vivía Mitchell siempre le recordaba lo cerca que había estado él mismo de acabar así. Si no hubiera sido más listo, si no hubiera tomado decisiones más sensatas, él mismo podría ser Mitchell. En fin, pensarlo daba miedo. Pero él procedía de la misma chusma; sabía exactamente cómo pensaba aquel bastardo, cómo operaba. En su trabajo aquello era una ventaja, pero él no quería volver a vivir de aquel modo. Deseaba más. Diablos, probablemente Mitchell también deseaba más, pero no iba a conseguirlo nunca, porque no dejaba de tomar decisiones estúpidas.
Con un ojo puesto en el futuro, Sykes ahorraba hasta el último dólar que le era posible. Vivía con sencillez, pero con limpieza. No tenía costumbres ni vicios caros. Hasta jugaba un poco en la Bolsa, con valores conservadores que no experimentaban movimientos espectaculares pero que siempre le procuraban alguna ganancia. Un día, cuando tuviera suficiente —aunque no estaba seguro exactamente de cuánto era suficiente—, lo abandonaría todo y se iría a vivir donde no lo conociera nadie, abriría un pequeño negocio y se asentaría como un miembro respetado de la comunidad. Hasta puede que se casara y tuviera un par de chiquillos. Su imaginación no. acababa de dar forma del todo a aquella idea, pero de todas maneras era posible.
Por lo tanto, Mitchell no sólo estaba poniendo en peligro su futuro inmediato, sino también todos sus planes. Y aquellos planes eran los que lo habían sacado del cubo de la basura de la casa en que se había criado, los que le habían proporcionado una meta cuando habría sido mucho más fácil simplemente dejarse llevar por la corriente de aquel mar de desechos. Siempre era más fácil no hacer nada, no preocuparse de limpiar la casa ni de cortar el césped, sino sólo de beberse otro paquete de seis cervezas y fumarse otro porro. Poco importa que no haya comida para los niños en casa; cuando llegue el cheque mensual, antes de nada, lo primero que tienes que hacer es comprar el alcohol y las drogas para ti, antes de que se acabe el dinero. Era fácil. Siempre era más fácil fundirse el dinero que gastarlo en cosas como comida y electricidad. Los tipos duros, los inteligentes como él, sabían que el camino difícil era el que conducía a la libertad. Y fuera como fuese, él no pensaba abandonarlo jamás.
Una vez que acometía un proyecto, Todd Lawrence se convertía en una fuerza imparable. Y Daisy, entre arreglar la casa para trasladarse a vivir a ella y Todd organizando cada minuto que tenía libre, se sentía atrapada en un tornado que se negaba a soltarla. Lo único que le impedía derrumbarse era el cambio visible que observaba en sí misma.
No tenía valor para probar con la imagen de provocativa y sexy, y no tenía ni idea de lo que conllevaba el estilo «clásico y adinerado», de modo que optó por la naturalidad. Eso sí que podría hacerlo, supuso. Sin embargo, Todd tenía otras ideas.
—Creo que debemos intentar el estilo clásico —dijo perezosamente cuando Daisy se presentó el sábado en su casa para salir los dos de compras y hacer una visita a un salón de belleza de Huntsville. Con las manos apoyadas en las caderas, la miró de arriba abajo—. A tu cara le irá mejor ese estilo de peinado.
—¿Las mujeres clásicas tienen un estilo de peinado? —preguntó ella con incredulidad.
—Por supuesto. Sencillo, sobrio, muy bien cortado. Nunca demasiado largo, sólo hasta los hombros, creo. Tengo en mente algo que te va a gustar. Ah, a propósito, hoy también vamos a hacerte agujeros en las orejas.
Daisy se tapó las orejas en un gesto de protección.
—¿Por qué? No creo yo que un cambio total deba implicar derramamiento de sangre.
—Porque los pendientes de pinza son horriblemente incómodos, querida. No te preocupes, no te dolerá.
Daisy miró los lóbulos de las orejas de Todd, con la esperanza de que no estuvieran agujereados y así pudiera negarse con la excusa de que él no sabía de lo que estaba hablando. Pero no hubo suerte; ambos lóbulos lucían unos pequeños orificios. Él sonrió y le acarició una mano.
—Sé valiente —le dijo en tono alegre—. La belleza siempre tiene un precio.
Daisy no creía ser tan valiente como totalmente incapaz de detener aquel tren que había puesto en marcha. Todavía estaba intentando encontrar una razón poderosa para no necesitar que le perforasen ninguna parte del cuerpo cuando Todd la empujó al interior de su coche y partieron en dirección a Huntsville.
La primera parada fue el salón de belleza. Daisy sólo había estado en la peluquería de Wilma, y había una clara diferencia entre una peluquería y un salón. Nada más llegar, le preguntaron qué deseaba tomar. Todo lo contrario de Wilma, que lo único que le había preguntado en toda su vida era si tenía prisa. Iba a pedir un café, pero Todd, con un guiño en los ojos, dijo:
—Vino. Necesita relajarse.
La recepcionista, una imponente mujer de cabello corto de color platino y sonrisa agradable, rió y fue a buscar el vino. Éste le fue servido a Daisy en una copa de vino auténtica, en vez de un vaso de plástico desechable como esperaba. Sin embargo, después de pensarlo un poco mejor, supuso que Todd no llevaría a sus clientes a un salón donde fueran tan torpes como para servir vino en vasos de plástico.
La recepcionista consultó su agenda.
—Enseguida estará Amie con usted. Es nuestra mejor estilista, de modo que puede relajarse y ponerse en sus manos. Cuando haya terminado, tendrá usted un aspecto de un millón de dólares.
—Quisiera hablar con ella un momento antes de irme —dijo Todd, y desapareció por una puerta.
Daisy se atragantó con el vino. ¿Irse? ¿Todd iba a dejarla allí sola? Se le cayó el estómago a los pies. Dios, no iba a ser capaz de hacer aquello sola.
Pero tenía que hacerlo.
Tres horas después, mientras tomaba la tercera copa de vino, se sentía como si la hubieran torturado. Le habían untado en el pelo unos productos químicos que olían fatal, productos que la dejaron de un rubio blanco brillante y le daban el aspecto de una rockera punk aterrorizada por un predicador de televisión. Después de lavar aquel líquido, le aplicaron más productos químicos con lo que parecía una brocha, un mechón cada vez, y cada mechón era envuelto para que no tocase los otros. Se transformó de rockera punk en algo procedente del espacio exterior, lleno de cables para recibir transmisiones vía satélite.
Mientras sucedía todo aquello, le pusieron cera en las cejas —-ay— y la mantuvieron muy ocupada haciéndole tanto la manicura como la pedicura. Ahora tenía todas las uñas de la misma longitud, pintadas de un color rosa transparente con las puntas blancas. Sin embargo, las de los pies lucían un malévolo tono rojo. Daisy intentó recordar si alguna vez se había pintado las uñas de los pies; le parecía que no, y aunque lo hubiera hecho, habría escogido aquel tono rosa claro que casi no se notaba. En jamás de los jamases hubiera elegido ella aquel rojo tan llamativo. El efecto resultaba sorprendente... y maravillosamente sexy. Siguió con los pies descalzos en alto, contemplándose las uñas pintadas de rojo, pensando que ahora aquellos pies ya ni siquiera parecían suyos. Lástima que no tuviera sandalias para lucirlos. Tenía unas chancletas, pero no podía llevarlas al trabajo.
Por fin terminó la parte de la tortura. Le quitaron los envoltorios del pelo, se lo lavaron y la depositaron una vez más en el sillón de la estilista. Después de tres copas de vino, ni siquiera hizo una mueca cuando Amie se puso a trabajar con las tijeras, cortando afanosamente aquí y allá. Largos mechones de pelo iban cayendo al suelo. Ella se terminó lo que quedaba del vino y tendió la copa para que le sirvieran mas.
—Oh, creo que ya puedes seguir sin necesidad de refuerzos.
—dijo Todd en un tono de ligera diversión—. ¿Cuánto vino has bebido ya?
—Ésa era sólo la tercera copa —contestó ella con aire ofendido.
—Querida, espero que hayas desayunado esta mañana.
—Naturalmente. Además, Amie me ha traído un croissant. Tres copas en tres horas no es mucho, ¿no? —Su tono ofendido se trocó en ansiedad—. No estoy achispada, ¿verdad?
—Tal vez un poquito. Gracias —le dijo a Amie en un aparte.
Amie, una mujer alta y delgada que llevaba su cabello negro en un corte a lo chico, le sonrió.
—Ha sido un placer. Merecería dos croissants ver esta clase de transformación de imagen.
Todd se apoyó contra el tocador, tan pulcro como siempre con sus pantalones caqui de costumbre y una camisa azul de seda, y observó cómo Amie utilizaba un cepillo redondo para dar forma al pelo de Daisy a medida que lo secaba. Ella también observaba, aterrorizada porque la próxima vez iba a tener que hacer aquello sola. No parecía complicado, pero tampoco lo había parecido lo del rímel.
Antes, Daisy había exhalado un suspiro de alivio cuando el último lavado reveló cabello que parecía oscuro, aunque se sintió un poco indignada ante el hecho de que tres horas de tortura hubieran tenido un resultado tan nimio. Bueno, incluso el blanco limón demostró por lo menos que algo sí le habían hecho. Pero conforme Amie iba trabajando con el secador, Daisy vio que su cabello se iba tornando cada vez más claro. No era blanco limón, pero sí definitivamente rubio. Se veían brillar hebras de diferentes tonos que captaban la luz en color oro aquí, beige pálido allá.
Cuando Amie terminó, le retiró la capa de los hombros mientras Daisy miraba boquiabierta su imagen en el espejo. Su cabello soso y sin gracia era ya un recuerdo lejano. Aquel pelo era brillante, lleno de cuerpo. Se balanceaba cuando movía la cabeza y luego volvía él solo a su sitio, como si supiera exactamente adonde tenía que ir. El peinado era sencillo, tal como le había prometido Todd; el largo apenas tocaba los hombros, las puntas estaban vueltas hacia dentro, y la parte de arriba caía de forma elegante desde una breve raya a un lado.
Amie parecía sumamente satisfecha de su obra. Todd la abrazó y le plantó un beso en la mejilla.
—Lo has conseguido. Es clásico.
—Tiene un buen cabello —dijo Amie, aceptando el elogio de Todd y besándolo a su vez en la cara—. No tiene mucho cuerpo, pero es bastante fuerte y de cutícula lisa. Con los productos adecuados a la hora de peinarse, no hay motivo para que no consiga este mismo aspecto todos los días.
Menos mal que estaba Todd con ella, porque Daisy se encontraba en trance. Todd se cercioró de que se hiciera con los productos que Amie le recomendó, le recordó que firmara un cheque por los servicios prestados —estaba tan deslumbrada que era capaz de haberse marchado sin más— y, gracias a Dios, conducía él. No sabía si era por el vino o simplemente por la conmoción, pero no estaba segura de que sus pies tocaran el suelo.
Aquello fue muy conveniente, ya que la siguiente parada fue en un gran centro comercial donde le perforaron las orejas. No fue más que un minuto —lo único que sintió fue un pinchazo—, y lo siguiente que supo fue que estaba saliendo de allí con unos discretos pendientes de oro en las orejas.
Durante las cuatro horas siguientes, Todd la hizo descender de nuevo a la tierra. Se probó ropa hasta quedar exhausta, y empezó a entender a qué se refería él con lo de «clásica y adinerada». Los estilos eran sencillos, como una falda beige lisa con una blusa blanca sin mangas, pero el corte era estilizado, la falda le llegaba sólo hasta la rodilla, y el estrecho cinturón atraía la atención hacia su cintura.
—El estilo clásico nunca es «fru-frú» —dijo Todd—. Es estilizado, tradicional y moderado.
Se compró calzado, unas elegantes sandalias que dejaban ver el rojo sexy de las uñas de los pies, y unos zapatos clásicos con un tacón de cinco centímetros, de ante negro.
—Nunca ha de ser blanco, querida —dijo Todd con firmeza—. El blanco es para el calzado informal, no para unos zapatos de salón.
—Pero...
—Nada de peros. Confía en mí.
Como hasta el momento el gusto de Todd había sido infalible, al final Daisy no pudo hacer otra cosa. Y tal vez sus propios gustos tuvieran algo que ver en ello, porque invariablemente sus preferencias eran también las de Todd. Lo que pasaba, sencillamente, era que ella nunca había tenido el valor, o el incentivo, suficiente para hacer nada por su imagen. Se había quedado en lo que le resultaba conocido, lo cómodo, lo fácil. Tener buen aspecto requería mucho trabajo, además de que ella jamás se había considerado guapa ni una mujer con estilo. La guapa siempre había sido Beth, mientras que ella había aceptado su papel de inteligente y estudiosa. Tal vez no pudiera ser guapa sin esfuerzo, como le ocurría a Beth, pero estaba claro que sí era guapa, y ella era la única culpable de que no lo hubiera descubierto hasta ahora.
Ni siquiera intentó llevar la cuenta del dinero que llevaba gastado. Todo aquello era por una buena causa: ella misma. No compró sólo ropa, aunque la mayor parte del dinero se le había ido en eso, sino también perfume y un par de elegantes bolsos, así como unos pendientes que le gustaron. Todd la convenció para que se comprase una pulserita para el tobillo, diciéndole con una expresión malévola en los ojos:
—No hay nada que resulte más sexy, querida.
Por fin emprendieron el regreso a casa. Daisy se sentó en silencio, aún aturdida por toda aquella experiencia. Si existía algo parecido a una guerra cosmética, hoy la había librado. A partir de hoy, su vida cambiaría, y no sólo por el modo en que iban a mirarla otras personas, sino por el modo en que ella misma se miraría. Siempre se había sentido contenta con ser del montón, pues creía que eso era lo que se merecía. Pero ya no. A partir de ahora, con independencia de lo que sucediera en su particular caza del hombre, iba a sacarse el máximo partido por simple amor propio, y nada más.
—Si no te importa que te lo pregunte —dijo Todd al cabo de unos quince kilómetros de silencio mientras Daisy asimilaba los acontecimientos de la jornada—, ¿a qué obedece todo este cambio?
Daisy suspiró y reclinó la cabeza en el asiento. Dejó que se le cerrasen los ojos.
—A mi treinta y cuatro cumpleaños.
—¿De verdad? Yo te hubiera calculado unos veintimuchos. A pesar del cansancio, aquello suscitó una sonrisa en ella.
—¿En serio?
—Te lo juro. Puede que sea por tu piel; no has tomado mucho el sol, ¿a que no?
—No mucho. Me pongo morena, pero también me quemo con facilidad.
Además, siempre había estado a cubierto, con la nariz pegada a un libro.
—Eso está bien. Y tienes un encantador aire de inocencia que te hace parecer más joven.
Daisy abrió los ojos y notó que se le calentaban las mejillas.
—No salgo mucho —confesó—. Ése es otro motivo por el que quería cambiar. Quiero casarme, y, afrontémoslo, con el aspecto que tenía antes nadie se fijaba en mí.
—Pero ahora eso va a cambiar —dijo Todd, y sonrió—. Te lo garantizo.
—Calló durante unos instantes y luego prosiguió—: ¿Hay algún hombre en particular que te interese?
Daisy negó con la cabeza y sintió el maravilloso balanceo de su cabello. ¡Santo cielo, era asombroso!
—No. Precisamente voy a salir a mirar. Nunca he ido a un local nocturno, pero supongo que será un buen sido por donde empezar, ¿Conoces tú alguno que esté bien?
Sólo después de haber dicho aquello, cayó en la cuenta de que seguramente los locales que conocía un homosexual no eran los que podían ofrecerle a ella más probabilidades de éxito.
—He oído decir que el Buffalo Club está bien —dijo Todd con naturalidad—. ¿Tú bailas?
—Sé cómo se hace, pero no he practicado gran cosa desde que tomé clases. Bailar es una buena manera de romper el hielo, ¿verdad?
—Muy buena. —Su tono se volvió grave—. ¿Crees que a lo mejor podrías ir esta noche?
——No lo sé. —Había que ser valiente para ir sola a un local nocturno, pensó, y después de aquel día era posible que hubiera agotado todas sus reservas.
Todd la miró y luego volvió a centrar su atención en la carretera.
—A veces, una vez que se empieza, resulta más fácil continuar que pararse y arrancar de nuevo.
Lo cual quería decir que debía salir aquella noche, después de haber hecho el enorme esfuerzo a lo largo de todo el día de cambiar su imagen externa.
—Lo pensaré —dijo. Entonces se le ocurrió una idea—. No sé cómo hay que actuar al modo «clásico y adinerado». ¿Hay algo especial que...
—No —la interrumpió Todd—. No es más que un estilo. No confundas imagen con personalidad. Simplemente sé tú misma, y así no tendrás que preocuparte.
—Ser yo misma no me ha servido para que se fijen en mí—replicó Daisy en tono melancólico. Todd rió.
—Pero ahora sí, cariño. Ahora sí.