PROLOGO
Carmela aferró con nerviosismo la bolsa de arpillera que contenía el otro vestido, un poco de agua y el pequeño paquete de comida que había logrado guardar para el viaje hacia el norte, al otro lado de la frontera. Orlando le había dicho que no podrían detenerse a comer, a beber ni a hacer ninguna otra cosa, hasta que llegasen a Los Ángeles. Estaba encerrada en la parte trasera de un camión viejo que no dejaba de balancearse y botar y que la lanzaba de un lado para otro cuando no conseguía afianzarse en un rincón y apuntalarse con los brazos y las piernas dentro de aquel pequeño espacio. Además, el constante traqueteo hacía que le fuera imposible dormir porque en cuanto se relajaba acababa arrojándola contra el áspero suelo de madera del vehículo...
Carmela estaba aterrorizada, pero decidida. Enrique había cruzado dos años antes, y le había dicho que mandaría a buscarla. Pero, en vez de eso, se casó con una norteamericana para que no lo deportaran, v ella se quedó con sus sueños y el orgullo destrozados. En México ya no le quedaba nada, y si Enrique había podido casarse con una estadounidense, ella también podía hacerlo. Y además, con uno que fuera rico. Era muy guapa, todo el mundo lo decía. Cuando se casara con su rico norteamericano, buscaría a Enrique y le daría en las narices, y él lamentaría haberle mentido y traicionado.
Tenía grandes aspiraciones, pero allí metida, rebotando en la parte trasera de aquel camión que rodaba a toda prisa por un firme desigual, se.sentía muy pequeña. Oía chirriar el metal cuando Orando cambiaba de marcha, y una leve exclamación de dolor cuando una de las otras chicas se golpeaba contra un lado del camión. Había otras tres, todas jóvenes como ella, todas deseosas de encontrar algo mejor de lo que habían dejado en México. No se habían dicho sus nombres, no habían hablado gran cosa; estaban demasiado preocupadas por el peligro que suponía lo que estaban haciendo, emocionadas y tristes a un tiempo: tristes por lo que dejaban atrás, emocionadas ante la perspectiva de mejorar de vida. Cualquier cosa sería mejor que nada, y nada era lo que ahora tenía.
Pensó en su madre, que llevaba siete meses muerta, agotada tras una vida entera de trabajo duro y de criar hijos. «Jamás dejes que Enrique te toque entre las piernas», la había aleccionado una y otra vez. «Hasta que seas su esposa. Si se lo permites, no se casará contigo y tú te quedarás con un bebé mientras él se busca otra muchacha bonita.» Pues bien, ella no había permitido a Enrique que la tocara entre las piernas, y de todas formas él se había buscado otra muchacha, aunque, al menos, no la había dejado con un bebé.
Sin embargo, entendía lo que su madre le había querido decir: No seas como yo. Su madre quería que tuviera más de lo que había tenido ella. No quería que se hiciera vieja antes de tiempo, cargada para siempre con un hijo en brazos y otro en el vientre, muerta antes de cumplir los cuarenta.
Ahora ella tenía diecisiete años. A esa edad, su madre ya tenía dos hijos pequeños. Enrique nunca había comprendido la insistencia de Carmela en permanecer virgen; había alternado entre la furia y el gesto mohíno por su persistente negativa a permitirle que le hiciera el amor. Tal vez la mujer con la que se había casado le había dejado hacerlo. Si eso era lo único que quería, entonces es que nunca la amó, reflexionó Carmela. ¡De buena se había librado! ¡De ningún modo iba a malgastar su vida llorando por un... un imbécil!
Intentó mantener alto el ánimo diciéndose a sí misma que en Estados Unidos todo sería mejor; todo el mundo decía que en los Ángeles había más puestos de trabajo que personas, que todo el mundo tenía coche y televisión. A lo mejor se dedicaba al cine y se hacía famosa. Todos decían que era guapa, así que existía alguna posibilidad. Sin embargo, lo cierto en que tenía diecisiete años, que se encontraba sola, y que tenía mucho miedo.
Una de las otras chicas dijo algo pero su voz se vio ahogada por el ruido del motor, aunque percibió la tensión en el tono. En aquel. momento, Carmela comprendió que las otras tres estaban tan asustadas como ella. Así que, después de todo, no estaba sola; eran igual que ella, muy poca cosa, aunque inmediatamente se infundió coraje.
Agarrándose para protegerse del traqueteo del camión que saltaba bache tras bache, logró moverse sobre el piso de madera hasta situarse lo bastante cerca para poder oír lo que había dicho la chica. Ya era de día, y por las grietas se filtraba suficiente luz para distinguir los rostros de las otras.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
La chica se retorció las manos en la gastada tela de su falda. Tengo que aliviarme — contestó en un tono cargado de vergüenza.
—Estamos todas igual — replicó Carmela, comprensiva. Ella misma tenia la vejiga tan llena que le dolía. La había ignorado todo lo que le había sido posible, pues no quería hacer algo que sabía que con el tiempo se vería obligada a hacer. Las lágrimas rodaron por las mejillas de la chica.
No puedo más.
Carmela miró a su alrededor, pero las otras dos parecían tan desvalidas como aquella joven.
—Entonces tendremos que hacer lo que hay que hacer — dijo, pues parecía ser la única capaz de tomar una decisión —. Designaremos un rincón... ése de ahí. — Señaló el rincón trasero derecho —. Hay una grieta, de modo que servirá de desagüe. Ahí nos aliviaremos todas.
La chica se secó la cara.
—¿Y lo otro?
—Espero que nos detengamos antes.
Ahora que el sol estaba alto, el calor en el interior del camión empezaría a aumentar poco a poco. Era verano; si Orlando no se detenía y les permitía salir, hasta podrían morirse de calor. Le había dicho que no pararía hasta llegar a su destino, así que seguramente llegarían pronto a Los Ángeles. Y como sólo le había pagado la mitad de la tarifa, si se moría, él no podría cobrar la otra mitad. Normalmente todo el mundo tenía que pagar el total antes de que el «coyote» los llevase al otro lado de la frontera, pero como era tan guapa, dijo Orlando, con ella haría una excepción.
Entonces advirtió que las otras chicas también eran guapas, así que a lo mejor Orlando también había hecho una excepción con ellas. Aliviarse supuso un esfuerzo en grupo a causa del traqueteo del camión, pero Carmela lo organizó todo. Por turnos, ella la última, cada una se agachó en cuclillas en el rincón mientras las demás se apiñaban a su alrededor para sostenerla. Por fin, exhaustas pero sintiéndose mucho mejor, se dejaron caer en el suelo del camión y descansaron.
Bruscamente, con un último bote, el vehículo comenzó a rodar suavemente, ella comprendió que se encontraban en una autopista. ¡Una autopista! Seguro que ya estaban muy cerca de Los Ángeles.
Pero las horas de la mañana iban pasando lentamente y el calor en el interior del camión se fue volviendo asfixiante. Carmela procuraba respirar normalmente, pero las otras chicas estaban jadeando, como si el hecho de inhalar más aire las ayudara a refrescarse. Pero como el aire estaba caliente, no parecía, lógico. Por lo menos, a juzgar por cómo sudaban, no tendrían que aliviarse de nuevo demasiado pronto.
Se aguantó todo lo que pudo, porque no tenía ni idea de cuánto camino les quedaba por recorrer, pero al final la sed se le hizo insoportable, y sacó la pequeña botella de agua que llevaba en la bolsa.
—Tengo agua —dijo—. No es mucha, así que tendremos que repartirla. —-Miró fijamente a cada una de ellas—. Si bebéis más de un sorbo antes de pasar la botella, os daré una bofetada. Y además tiene que ser un sorbo pequeño.
Ante aquella mirada siniestra, cada chica bebió obedientemente un pequeño sorbo y pasó la botella. Por alguna razón, al organizarías en la operación de aliviarse, Carmela había adquirido el estatus de líder, y aunque no era muy alta, poseía una fuerza de voluntad que todas reconocieron. Cuando la botella le llegó a ella, bebió su correspondiente sorbo y volvió a pasarla. Entonces, una vez que todas hubieron bebido dos sorbos, Carmela puso el tapón y volvió a guardar la botella en su bolsa.
—Ya sé que no es gran cosa —dijo—, pero no tengo mucha agua, y hemos de hacerla durar.
Sólo había agua suficiente para que cada una de ellas bebiera otros dos sorbos. Eso no era mucho, sobre todo cuando a cada hora que pasaba perdían más de eso sudando, pero tal vez bastara para mantenerlas con vida. «¿Por qué no habrían pensado las otras chicas en traerse comida y agua?», pensó irritada, pero se obligó a no irritarse. Tal vez fuera porque no tenían nada que traer consigo. Por pobre que fuera ella, siempre había personas que tenían aún menos. Debía ser amable, tanto de hechos como de pensamientos.
El camión empezó a aminorar la velocidad, como se notó por el cambio en el ruido del motor. Se miraron unas a otras con los ojos brillantes de esperanza.
Entonces salió de la autopista y se detuvo. El motor no se apagó, pero oyeron la portezuela cerrarse de un golpe cuando se apeó Orlando. Carmela se apresuró a agarrar su bolso y se puso de pie; como él había dicho que no se detendrían para nada hasta llegar a Los Ángeles, seguramente habían llegado. Sin embargo, excepto el ronroneo del motor del camión, no oyó nada más.
Luego le llegó el sonido de una cadena al golpetear, y en aquel momento se levantó el portón trasero del camión dejando entrar la luz cegadora del sol y una bocanada de aire caliente y fresco a la vez. Orlando apareció tan sólo como una forma negra silueteada contra la luz blanca. Protegiéndose los ojos, las chicas se apelotonaron en la parte trasera del vehículo y empezaron a bajar con dificultad.
A medida que sus ojos se fueron acostumbrando al brillo del sol, Carmela miró alrededor, esperando... No sabía exactamente lo que había esperado, pero sí al menos una ciudad grande. Sin embargo, allí no había nada más que cielo, sol y arbustos, y algunos parches de terreno arenoso y gris. Con los ojos muy abiertos, le dirigió a Orlando una mirada interrogadora.
—Fin del trayecto —anunció—. En el camión hace demasiado calor, os moriríais. Mi amigo os llevará durante el resto del camino. Su camión tiene aire acondicionado.
¡Aire acondicionado! En la aldea de Carmela había algunas personas que tenían coche, pero ninguna de ellas tenía aire acondicionado. El viejo Vásquez había señalado con orgullo los mandos del salpicadero de su automóvil que en otro tiempo habían hecho salir aire frío por las rejillas de ventilación, pero que ya no funcionaban, y ella nunca había disfrutado de ello. Pero sí sabía lo que era. ¡Iba a viajar en un camión con aire acondicionado! El viejo Vásquez se pondría de lo más celoso si se enterara.
De detrás del camión surgió un hombre alto y delgado vestido con vaqueros y una camisa de cuadros. Llevaba cuatro botellas de agua, que entregó a las chicas para que bebieran. El agua estaba fría, y las botellas húmedas por la condensación. Ellas, sedientas, se tragaron el agua a borbotones mientras el hombre conversaba con Orlando en inglés, lengua que no hablaba ninguna de ellas.
—Éste es Mitchell —dijo Orlando por fin—. Debéis hacer lo que él os diga. Habla un poco vuestro idioma, lo suficiente para que entendáis lo que os diga. Si le desobedecéis, los policías americanos os encontrarán y os meterán en la cárcel, y no saldréis jamás. ¿Entendido?
Todas asintieron solemnemente. A continuación las apremiaron para que subieran a la gran autocaravana blanca de Mitchell. Allí había dos sacos de dormir tirados en el suelo y una banqueta pequeña que tenía un agujero en la parte superior y que al examinarla resultó ser un retrete. No había espacio para estar de pie; tenían que permanecer sentadas o tumbadas, pero después de pasar una noche sin dormir, eso no les importó. El aire frío y la música, dos cosas que resultaban increíblemente relajantes, se esparcieron por el remolque a través de la ventanilla trasera de la cabina. Tras extender los dos sacos de dormir para poder tumbarse todas, las cuatro muchachas no tardaron en dormirse.
No se había imaginado que Los Ángeles estuviera tan lejos, pensó Carmela dos días más tarde. Estaba cansada de ir en aquella autocaravana, de no poder ponerse de pie ni moverse con libertad. Los estiramientos mantenían sus músculos lo más flexibles posible, pero lo que deseaba realmente era caminar. Siempre había sido una joven activa, y aquella limitación, aunque necesaria, la enloquecía.
Les daban de comer con regularidad, y también agua para beber. Sin embargo, no habían podido lavarse, y todas olían realmente mal. En ocasiones, Mitchell se detenía en una zona desierta y levantaba la puerta trasera de la caravana para dejar salir el aire, pero la ventilación nunca era completa y en cualquier caso no duraba lo suficiente. Mirando por la ventanilla trasera de la cabina, Carmela había observado cómo el desierto vacío iba dando paso a llanas praderas. Luego, paulatinamente, aparecieron áreas de bosque y por fin, el último día, vio montañas; montañas verdes, exuberantes, interminables. Había zonas de pastos salpicadas de ganado, bonitos valles, ríos de color verde oscuro. El aire se notaba denso y húmedo, perfumado con el aroma de miles de variedades distintas de árboles y flores. ¡Y coches! Había más coches de los que había visto en toda su vida. Habían pasado por una ciudad que le había parecido enorme, pero cuando le preguntó a Mitchell si aquello era Los Ángeles, él contestó que no, que se llamaba Memphis. Todavía faltaba mucho para que llegaran a su destino.
«¡Estados Unidos debe ser enorme si llevamos ya varios días viajando y todavía falta tanto para Los Ángeles!», pensó Carmela.
Sin embargo, la noche del segundo día, por fin se detuvieron. Cuando Mitchell abrió la puerta de la caravana y las dejó salir, las muchachas apenas podían andar, después de haber pasado tanto tiempo enjauladas. Aparcó delante de una gran autocaravana; Carmela miró a su alrededor buscando algo que indicara una ciudad, pero aún parecían estar lejos de algo así. Las estrellas brillaban en lo alto, y la noche bullía de vida con el gorjeo de los insectos y el ulular de las aves. Mitchell abrió la puerta de la autocaravana e introdujo en ella a las chicas, que suspiraron al ver aquel lujo. El interior estaba amueblado, había una cocina de lo más asombroso con electrodomésticos que no tenían ni idea de cómo funcionaban, y un cuarto de baño que ni siquiera en sus sueños habían visto. Les dijo que se bañaran y le entregó a cada una un vestido ligero y suelto que se ponía por la cabeza. Los vestidos eran para ellas.
Estaban asombradas por tanta amabilidad, y emocionadas con sus vestidos nuevos. Carmela acarició la tela con la mano, suave y ligera. Su vestido era blanco con un estampado de florecillas rojas, y le pareció precioso.
Se bañaron con el agua que salía de un grifo de la pared, y usaron un jabón que olía a perfume. Había un jabón especial para el pelo, un jabón líquido que hacía montones de espuma. ¡Y también cepillos de dientes! Para cuando Carmela salió del baño, después de haber esperado la última porque las demás parecían estar al límite de sus fuerzas, estaba más limpia de lo que había estado jamás en su vida. Se sentía tan extasiada por el placer del jabón que se bañó y se lavó el pelo dos veces. A esas alturas, del grifo dejó de salir agua caliente, sólo salía fría, pero no le importó. Era maravilloso sentirse limpia de nuevo.
Estaba descalza, y no tenía ropa interior que ponerse porque estaba toda muy sucia, pero se puso su vestido nuevo y limpio y se retorció el pelo húmedo en un moño en la nuca. Al mirarse en el espejo, vio una muchacha bonita de piel morena y lisa, luminosos ojos castaños y una boca plena y roja, muy diferente de la desastrada criatura que se había reflejado antes en él.
Las otras chicas ya estaban durmiendo en el dormitorio, acurrucadas bajo las mantas, con la piel de gallina en los brazos de tan frío que era el aire. Fue al cuarto de estar a despedirse de Mitchell para darle las gracias por todo lo que había hecho por ellas. La televisión estaba encendida, y él miraba un partido de béisbol. Levantó la vista y le sonrió, indicándole dos vasos llenos de hielo y de un líquido oscuro, sobre la mesa que estaba junto a él.
—Te he preparado algo de beber —dijo, o eso fue lo que Carmela creyó que dijo, porque su español no era muy bueno. Él tomó su vaso y bebió un sorbo—. Coca-Cola.
¡ Ah, eso sí lo entendió! Cogió el vaso que él le señalaba y bebió la cola fría, dulce y picante. Le encantó sentir cómo le bajaba por la garganta. Mitchell le indicó que se sentara, y así lo hizo, pero en el otro extremo del sofá como le había enseñado su madre. Estaba muy cansada, pero se sentaría unos minutos por cortesía, y a decir verdad se sentía muy agradecida con él. Era un hombre agradable, pensó, y tenía unos ojos de color castaño tiernos y ligeramente tristes.
Él le dio unos cuantos frutos secos salados, y de pronto a ella le vinieron mucho de gusto, como si su cuerpo necesitase reponer la sal que había perdido durante la primera parte del viaje. Luego necesitó más Coca-Cola, y Mitchell se levantó y le preparó otra. Resultaba extraño que un hombre le trajera cosas a ella, pero a lo mejor era así como funcionaba todo en Estados Unidos. A lo mejor eran los hombres los que atendían a las mujeres. En tal caso, ¡lo único que lamentaba era no haber venido antes!
El cansancio aumentaba por momentos. Bostezó, y se excusó por haberlo hecho, pero Mitchell se limitó a reír y a decir que no pasaba nada. No podía mantener abiertos los ojos ni la cabeza erguida. En varias ocasiones se le cayó hacia delante y ella la levantó otra vez de golpe, sin embargo los músculos de su cuello ya no querían funcionar, y en lugar de alzar la cabeza sintió que se iba deslizando hacia un lado. Entonces vio a Mitchell que la ayudaba a tumbarse, le apoyaba la cabeza en el cojín y le extendía las piernas. Todavía le estaba tocando las piernas, pensó Carmela vagamente, e intentó decirle que se detuviera, pero su lengua no era capaz de articular palabra. Y Mitchell la estaba tocando entre las piernas, donde jamás había dejado que la tocara nadie.
No, pensó.
Entonces le sobrevino la oscuridad, y ya no pensó nada más.