CAPÍTULO 13

¡Hijo de puta! Cuando empezó a salir gente por la puerta del club como si fueran hormigas, Sykes se habría liado a golpes con el volante de pura frustración si el hecho de hacerlo no hubiera atraído la atención hacia sí, cosa que no deseaba en absoluto. Pero ¿qué le pasaba a aquella gente? ¿Es que no podían ir a un maldito baile sin pelearse? No le gustaba salir del coche, pero lo hizo de todas formas, y se puso a escrutar la muchedumbre en busca de una cabeza rubia y un vestido rojo. La masa de gente en movimiento le impedía ver la parte del aparcamiento en que ella había dejado el coche, de modo que intentó avanzar en aquella dirección estirando el cuello para intentar divisarla. En la oscuridad, con gente que se movía en todas direcciones y faros de coches que surcaban brevemente la escena, el efecto era casi como el de una lámpara que lanzase destellos de luz.

Entonces la vio; caminaba con calma sobre la grava como si acabara de salir de una boda en lugar de una pelea. Se apartó hacia un lado para esquivar un automóvil que pasó a escasos centímetros de sus pies, pero sin quitar los ojos de encima a su presa. Entonces se detuvo en seco, jurando para sí. Había entrado sola, pero salía acompañada. La compañía era un tipo que tenía el aspecto de comer rocas para desayunar. Sykes estaba lo bastante cerca para oírlo decir: «La voy a seguir hasta su casa», e inmediatamente torció para alejarse de allí. Permaneció sólo lo suficiente para fijarse en qué coche era el suyo, para así poder compararlo con uno de los números de matrícula y modelos que había anotado antes. Muy bien, aquella noche no iba a poder seguirla: tres automóviles formarían un maldito desfile. Pero ahora tenía el número de su matrícula, de modo que esencialmente la tenía a ella. Se dio prisa en regresar a su coche, echó una ojeada a la lista e inmediatamente vio la descripción que buscaba: un sedán marca Ford de ocho años, beige —un coche muy poca cosa para una mujer tan sexy y con tanta clase— con el prefijo 39 en la matrícula, lo cual quería decir que estaba registrado en Jackson. Aquello facilitaba las cosas. Le daría el número a Temple Nolan, y éste haría que lo comprobase algún empleado de su departamento de policía. En cuanto hablara con el alcalde, en cuestión de minutos podría tener el nombre y la dirección de aquella mujer. Por otra parte, era más inteligente actuar con serenidad. Si el alcalde llamaba a su departamento de policía aquella noche, la persona con quien hablara recordaría que aquella matrícula era tan importante que el alcalde quiso comprobarla a última hora de un sábado por la noche. Siempre era mejor no llamar la atención sobre uno mismo, ni siquiera con el detalle más ínfimo. Ya habría tiempo de sobras el lunes por la mañana.

Todo era tranquilo; no había nada que tuviera que hacerse aquella noche. Esperar sería incluso mejor, le daría tiempo para cerciorarse de no cometer errores. Aquello iba a ser fácil; ya contaba con todos los elementos. La chica había acudido al bar, y él tenía a mano una provisión de GHB. Sería un caso más de sobredosis, y como él no tenía intención de mantener relaciones sexuales con ella, la policía la descartaría calificándola como una consumidora que había jugado demasiadas veces con su suerte.

Daisy frunció los labios al mirar el espejo retrovisor. Los faros que la seguían estaban demasiado cerca: Jack le pisaba los talones. Debería habérselo imaginado. Aquel hombre invadía constantemente su espacio personal, y no sabía si lo hacía sólo para fastidiarla o porque era así como trabajaba, desequilibrando a la gente. Lo que sí sabía era que no le gustaba.

Redujo la velocidad buscando un lugar seguro donde salirse de la carretera, y puso el intermitente. Para cuando consiguió detener el coche, tenía el de Jack justo pegado detrás, tan cerca que ni siquiera veía los faros, y él estaba ya abriendo la puerta antes de que ella encontrase el interruptor de las luces de emergencia.

—¿Qué pasa? —quiso saber.

—Voy a decirle lo que pasa —comenzó Daisy, pero entonces exclamó—Dios santo. —Jack sostenía una pistola en la mano, una grande, a un costado de su pierna. Era una automática, probablemente una nueve milímetros. Daisy se inclinó hacia delante y la contempló. La mirilla nocturna del cañón brillaba a pesar de la luz que emitían los faros de su coche—. Dios santo —repitió—. Sí que brillan esos chismes, ¿eh?

Jack miró hacia abajo.

—¿Qué chismes? —Estaba escrutando el suelo como si esperase encontrar hormigas fosforescentes.

—Las mirillas nocturnas. —Señaló el arma—. ¿Qué modelo es? ¿Una H & K? ¿Una Sig? —En la oscuridad, y con la mano tan grande que tenía Russo, no podía distinguirlo.

—Es una Sig, ¿y qué diablos sabe usted de pistolas? Desde luego, era un cascarrabias.

—Ayudé al jefe Beason a investigar pistolas cuando quiso modernizar las armas que llevan los miembros del departamento. Fue antes de que llegara usted —añadió, sólo porque sabía que aquello lo iba a molestar. El jefe Beason era su predecesor.

Y en efecto, vio cómo apretaba la mandíbula. Casi oyó rechinar los dientes.

—Ya sé quién es el jefe Beason —rugió Jack.

—Era muy concienzudo. Pasamos meses mirando todos los modelos. Pero al final, el ayuntamiento no votó los fondos necesarios para comprar las armas.

—Ya lo sé. —Decididamente, le rechinaban los dientes—. Yo tuve que ocuparme de eso cuando llegué, ¿no se acuerda? —Aquélla había sido su primera medida, poner patas arriba el ayuntamiento porque habían permitido que el departamento de policía se quedara lamentablemente sin armas. Y además obtuvo las pistolas que quería.

—Para ser justos —dijo Daisy—, en aquella época el pueblo estaba gastando mucho dinero en el sistema de alcantarillado...

—¡Me importa un carajo el sistema de alcantarillado! —Se pasó la mano por el pelo... o lo habría hecho, de haberlo tenido lo bastante largo. Daisy opinaba que ciertamente debería dejárselo crecer un poco. Jack respiró hondo, como si luchara por controlarse—. ¿Qué pasa? ¿Por qué se ha detenido?

—Me estaba pisando los talones.

Él se quedó petrificado frente a la puerta abierta del coche de Daisy. Pasó otro vehículo cuyos neumáticos chirriaron sobre el pavimento; luego las luces rojas desaparecieron tras una curva y volvieron a quedarse solos en la carretera.

—¿Cómo dice? —preguntó por fin Russo. Sonó como si se estuviera estrangulando.

—Me estaba pisando los talones. Es peligroso. Hubo otra larga pausa en silencio, y entonces Jack dio un paso atrás.

—Salga del coche.

—No pienso hacerlo. —Mientras el coche estuviera en marcha y ella tuviera las manos sobre el volante, seguiría teniendo el control—. Se ha equivocado y lo sabe...

La frase terminó en un chillido cuando Russo se inclinó hacia el interior del coche, desabrochó velozmente el cinturón de seguridad y sacó a Daisy en volandas al exterior. Avergonzada por haber gritado, pues creía que ya era demasiado mayor para gritar así, estaba demasiado aturdida para alarmarse cuando Jack cerró de un portazo y la empujó contra el coche aprisionándola con su corpachón contra el frío metal. Era como verse atrapada entre un incendio por un lado y un bloque de hielo por el otro, y el fuego era más fuerte porque de inmediato experimentó de nuevo aquella peculiar sensación de estar derritiéndose por dentro.

—Tengo dos alternativas —dijo él en tono de conversación—:

Puedo estrangularla o besarla. ¿Cuál prefiere de las dos?

Alarmada ante la perspectiva de que pudiera besarla, Daisy contestó:

—Esas son sus alternativas, no las mías.

—Entonces, no haberse puesto ese vestido rojo.

—¿Qué pasa con mi vestido... mmmmffff... El resto de aquella frase indignada quedó ahogado por la boca de Jack sobre la suya. Daisy se quedó inmóvil, todo su sistema entró en una especie de animación suspendida, al tiempo que su mente luchaba por encajar la expectativa con la realidad. No, no era la expectativa, porque jamás había esperado que Jack Russo la besara; algo así no figuraba en su lista mental de «Acontecimientos Posibles». Pero la estaba besando, y era lo más asombroso que había sentido nunca. Sus labios eran blandos al tacto y firmes actuando. Percibió el sabor de la cerveza que había bebido, y también de algo más..., algo dulce. Miel. Sabía a miel. Un puño enorme se enredó en su cabello y le inclinó la cabeza hacia atrás, mientras él la besaba más profundamente de lo que la habían besado nunca, con la lengua dentro de su boca y aquel sabor a miel que le disolvía los huesos y convertía sus órganos internos en papilla. Se fue quedando sin fuerzas poco a poco, tan sólo la sostenía en pie la presión del cuerpo de Jack contra el suyo. Vagamente se percató de que no había sentido nada en su vida que fuera tan agradable ni tan cómodo. No debería ser cómodo, teniendo el frío metal del coche detrás, pero alzó los brazos y los enroscó alrededor del cuello de él, y su cuerpo se amoldó al suyo como si estuvieran hechos el uno para el otro. Curvas y montículos, ángulos y planos; los dos encajaban. El calor del cuerpo de Jack la abrasaba de arriba abajo, el aroma de su piel la penetraba, y su sabor a miel la incitaba a desear más, a necesitar, exigir más. Y él le dio más, estrechándola aún con más fuerza, hasta que las caderas de ella abrazaron la pelvis de él y sintió la cresta de su erección presionar contra la hendidura de la entrepierna. Pasó otro coche más, tocando el claxon. Jack levantó la cabeza el tiempo suficiente para murmurar.

—Cabrón.

Y luego besó a Daisy de nuevo, más de aquellos besos profundos y hambrientos que no hacían sino exacerbar el propio apetito de ella. Notaba cómo le retumbaba el corazón contra el pecho. Una parte de su mente —una parte diminuta, distante— estaba atónita de que aquello le estuviera ocurriendo a ella, de que estuviera realmente junto a una carretera, en medio de la oscuridad, permitiendo que un hombre la besara como si pretendiera desnudarla completamente y tomarla allí mismo, de pie, en público. Y no sólo le estaba permitiendo besarla, sino que además le estaba devolviendo los besos, con una mano aferrada a su cabeza y la otra por dentro del cuello de la camisa para tocarle la nuca. El leve contacto de su piel desnuda casi le producía mareos de puro placer.

Por fin Jack apartó la boca, buscando aire. Daisy se aferró a él, casi inconsciente, necesitando aún más besos como aquéllos. Jack apoyó la frente húmeda sobre la de ella.

—Señorita Daisy —murmuró—, de verdad que tengo muchas ganas de desnudarme con usted.

Quince minutos antes, o tal vez fueran veinte, le habría dicho tajantemente que sus atenciones no eran bien recibidas. Pero es que quince minutos antes no sabía que era adicta a la miel.

—Oh, eso es una lástima —dijo aturdida. Aquel hombre era un auténtico narcótico, y jamás lo había sospechado. No le extrañaba que hubiera tantas mujeres en el pueblo locas por él. Ellas también lo habían probado. De pronto, aquella idea no le gustó en absoluto.

—Yo pensaba que esto era genial.

—Es totalmente ridículo.

Pero genial.

—Usted no es para nada mi tipo.

—Menos mal. De lo contrario, no lograría sobrevivir. Regresó en busca de un beso más, un beso que hizo a Daisy alzarse de puntillas y presionarlo para acercarse más. La mano derecha de Jack se había cerrado firmemente sobre un pecho, lo sopesaba, lo masajeaba, encontró sin dudar el pezón y empezó a frotarlo hasta endurecerlo un poco. Fue una sensación que se extendió en abanico por todo su cuerpo y la hizo gemir. De nuevo la sorprendió el sonido de su propia voz, privándola de todo raciocinio; se abandonó al placer que le proporcionaba aquella mano durante otros pocos segundos más, o quizá veinte; luego retiró los brazos del cuello de Jack y los apoyó contra su pecho. Oh, Cielos, hasta el tacto de su pecho resultaba incitante, tan caliente, con aquellos músculos tan duros, con el corazón latiendo con fuerza bajo su palma. El hecho de saber que él estaba tan excitado como ella resultaba tan embriagador como su propia excitación. ¡Ella, Daisy Ann Minor, le había hecho aquello a un hombre! Y no a un hombre cualquiera, sino a Jack Russo, ni más ni menos.

Jack apartó la boca en cuanto Daisy apoyó las palmas contra su pecho. Aunque su mano fue más lenta a la hora de retirarse de su seno, ella no se quejó. Como si cada centímetro le supusiera un dolor insoportable, fue separando la mano poco a poco, dejando un pequeño espacio entre ambos. Privada de pronto de su calor, ella tuvo la sensación de que la noche se había vuelto gélida. Era una agradable noche de verano, pero en comparación con Jack, el aire resultaba casi invernal.

—Está desbaratando todos mis planes.

—¿Qué planes son ésos? —Jack inclinó la cabeza y comenzó a mordisquearle el cuello con pequeños besos, como si sintiera la necesidad de saborearla otra vez más. No la tocó de ninguna otra forma; no lo necesitaba. Inmediatamente ella empezó a inclinarse hacia él, y se enderezó a toda prisa.

Estaba lo bastante aturdida para decir:

—Estoy buscando un hombre.

—Yo soy un hombre —musitó él contra su garganta—. ¿Qué tengo yo de malo?

Daisy sintió que se le debilitaba el cuello, tanto que no podía sostenerle la cabeza. Era como si fuera la versión femenina de Supermán y él fuera Kriptonita, que le robaba toda la fuerza. Luchó desesperadamente por resistir.

—Me refiero a un hombre para una relación.

—Yo estoy soltero. Daisy estalló.

—¡Quiero casarme y tener hijos!

Jack se irguió como si le hubieran disparado.

—Vaya por Dios.

Ahora que no la estaba tocando, ella pudo respirar mejor.

—Sí, vaya por Dios. Ando a la caza de un marido, y usted se está interponiendo.

—Así que a la caza de un marido, ¿eh? A Daisy no le gustó aquel tono, pero se acercaba un coche; aguardó a que pasara para mirar a Jack furibunda.

—Gracias a usted y a su escenita de la farmacia, todo Hillsboro cree a estas alturas que entre los dos hay... algo, así que nadie querrá salir conmigo. Y cuando voy a los clubes a buscar un hombre, usted sigue con lo mismo, haciéndole creer a la gente que estamos juntos e impidiendo que se me acerquen otros hombres.

—He evitado que se metiera en líos.

—La semana pasada, sí, pero esta semana no me estaba metiendo en ningún lío, causando ningún alboroto ni acercándome siquiera a algo parecido. El hombre al que espantó podía haber sido el amor de mi vida, pero ya no podré saberlo nunca porque usted le dijo que yo estaba con usted.

—Llevaba una camiseta que decía «Adicto al Sexo», ¿y cree que era el amor de su vida?

—Naturalmente que no —replicó Daisy—. No me refiero a eso, y lo sabe perfectamente. Es sólo un ejemplo. Al ritmo que va, dentro de poco todos los hombres del norte de Alabama creerán que ya tengo alguien que me pretende. Tendré que irme hasta Atlanta para encontrar novio.

—¿Alguien que la pretende? —repitió Jack, en tal tono de incredulidad que a Daisy le entraron ganas de abofetearlo—. ¿No se ha enterado de en qué siglo estamos?

Daisy sabía que su forma de hablar era un poco arcaica; eso era lo que pasaba cuando una vivía con su madre y su tía, personas queridas pero claramente anticuadas. Procuraba no utilizar sus expresiones más pasadas de moda, pero aquello era lo que había oído durante toda su vida, y por eso salía de su boca más veces de las que hubiera querido. Sin embargo, no le gustaba que él se lo señalara.

—¡En el siglo veintiuno, sabelotodo! Silencio.

—Oh, cielo santo —susurró Daisy llevándose una mano a la boca—. Lo siento mucho. Yo nunca digo cosas así.

—Bueno, sí que las dice —repuso él. Su voz sonó tensa—. La he oído. Sencillamente, no las dice con mucha frecuencia.

—Lo siento —dijo otra vez—. No tengo excusa.

—¿Ni siquiera que yo la he puesto furiosa?

—Es verdad que lo ha hecho, pero yo sigo siendo la responsable de mis actos.

—Dios —exclamó Jack, levantando la vista hacia el cielo—, ¿por qué no serán todos los malos como ella?

Dios no respondió, y Jack se encogió de hombros.

—Valía la pena probar. Vamos, entre en el coche antes de que vuelva a besarla.

Por desgracia, aquello no representaba una gran amenaza. Daisy se sorprendió a sí misma titubeando, pero enseguida alargó el brazo para agarrar el tirador de la puerta, sólo para tropezarse allí con la mano de él, más rápida que la suya. Se sentó, se arregló el vestido rojo, se abrochó el cinturón de seguridad, y entonces se acordó del motivo por el que se había detenido y miró a Jack entornando los ojos.

—No vuelva a seguirme tan de cerca.

Él se inclinó hacia delante, con los párpados pesados y la boca ligeramente inflamada, lo cual le recordó lo que habían estado haciendo unos minutos antes.

—No lo haré. Por lo menos, dentro de un coche. El corazón le dio un vuelco y al instante empezó a latir al doble de velocidad. Se pasó la lengua por los labios intentando no formarse aquella imagen en su mente, pero se formó de todos modos. Sus pezones se tensaron y se irguieron.. —¡Váyase! —exclamó Jack con voz ronca. Cerró de un portazo y se apartó, y Daisy arrancó. Al cabo de un momento ella vio su coche reincorporarse a la carretera detrás del suyo. Se mantuvo a una distancia segura, durante todo el camino hasta llegar a Hillsboro.