CAPÍTULO 17

Temple Nolan estaba más que sorprendido al descubrir que el número de matrícula pertenecía a Daisy Minor. No podía creerlo. Sykes había dicho claramente que se trataba de una mujer rubia, y Daisy tenía el pelo castaño. Además, dudaba que ella hubiera visto alguna vez el interior de un local nocturno; era el perfecto estereotipo de la vieja solterona de pueblo que se pasaba la vida entera en casa, que adoraban los niños del barrio porque les daba los mejores dulces en Halloween y que acudía a la iglesia tres veces por semana.

Pero entonces lo asaltó un vago recuerdo, un retazo de una conversación entre dos funcionarios municipales que había captado al pasar por delante de ellos en el vestíbulo, acerca de que Daisy estaba pasando una nueva hoja o que estaba cambiando los pétalos, algo referido a la horticultura. A lo mejor Daisy había intentado salir un poco. Pero aun así parecía, tan impropio de ella que Temple no terminaba de creérselo, aunque merecía la pena comprobarlo.

Podía haber preguntado a Nadine, su secretaria, si había oído algún chismorreo acerca de Daisy, pero aquella gélida sensación de miedo lo había vuelto más cauteloso. Si Daisy era en verdad la mujer que había visto Sykes, Temple no quería que Nadine recordara que él le había hecho preguntas al respecto justo antes de que apareciera muerta o desapareciera, fuera lo que fuera lo que organizara Sykes. Así que le dijo a Nadine que pensaba ausentarse unos minutos y se acercó a la biblioteca. Ni siquiera tuvo que entrar; miró por el cristal de la puerta y allí la vio, sentada detrás del mostrador de recepción, con la cabeza inclinada sobre unos papeles... una cabeza rubia. Daisy se había aclarado el pelo.

Sintió un profundo malestar en el estómago. Regresó andando a su oficina, con la cabeza gacha. Al entrar, Nadine le dijo alarmada:

—Alcalde, ¿se encuentra bien? Está pálido.

—Me duele el estómago —contestó él, diciendo la verdad—. Creí que me vendría bien tomar un poco de aire fresco.

—Tal vez debiera irse a casa —dijo su secretaria con gesto de preocupación. Nadine era la típica mujer maternal, siempre cuidando de sus nietos, y tendía a dar más consejos médicos que los doctores que había en el pueblo.

Tenía previsto almorzar con el alcalde de Scottsboro, así que negó con la cabeza.

—No es más que un poco de indigestión. Esta mañana me he tomado un zumo de naranja.

—Ahí está la razón —dijo Nadine al tiempo que abría un cajón del escritorio y sacaba un frasco—. Tenga, tómese un Maalox.

Él aceptó mansamente dos tabletas y las masticó obediente.

—Gracias —dijo, y volvió a su despacho. Uno de aquellos días Nadine le diagnosticaría una indigestión a alguien que estuviera sufriendo realmente un ataque al corazón, pero por lo menos en su caso sabía exactamente por qué tenía el estómago revuelto.

Se cercioró de que su puerta estuviera bien cerrada y a continuación fue hasta su teléfono particular y llamó a Sykes. Había que hacer... lo que había que hacer.

Jack tomó prestada una camioneta de uno de sus agentes, se quitó la corbata, se puso unas gafas de sol y una gorra con visera y siguió al alcalde a su almuerzo con el alcalde de Scottsboro. No vio nada sospechoso, pero eso no le sirvió para relajarse. No podía relajarse en lo que concernía a Daisy. Todos sus instintos, agudizados como púas tras varios años desempeñando un trabajo peligroso, estaban alerta y rastreando en busca de un objetivo.

Daisy, por supuesto, era ajena a la tormenta que él percibía a su alrededor. Una de las cosas que más le gustaban de ella era la absoluta visión positiva que tenía de las cosas; no era ceguera ante la maldad, sino simplemente una aceptación de que aunque no todo era maravilloso la mayoría de las cosas sí lo eran. No había más que fijarse en su actitud hacia Barbara Clud, aquella chismosa, su aceptación de su manera de ser, de modo que si ibas a su farmacia, tenías que contar con que ella le explicase a todo el mundo lo que habías comprado. Sin embargo, en aquel momento Jack se habría sentido mejor si Daisy hubiera sido más suspicaz; tal vez eso la habría vuelto un poco más precavida. Por lo menos iba a comprarse un perro que la protegiera. Aunque él no pudiera estar allí por las noches, al menos contaría con un sistema de alarma de dientes bien afilados.

Después de almorzar, el alcalde regresó a Hillsboro. Jack entró un momento en su oficina para preguntarle a Eva Fay si había algo y acto seguido fue en coche hasta Huntsville y localizó la tienda de antigüedades de Todd Lawrence, que se llamaba sencillamente Lawren-ce's, nada presumido. Una vez allí, entró sin quitarse la gorra, y, a juzgar por la mirada de frialdad que le dirigió el dependiente, seguro que lo etiquetó de elefante entrando en una cacharrería.

Éste era de mediana edad y estatura media, y le resultó inquietantemente familiar. Jack rara vez olvidaba una cara; era el resultado de años de estudiar a todo el que lo rodeaba. Aquel hombre había estado en el Buffalo Club; de hecho, si no se equivocaba, había bailado con Daisy aquella primera noche. Sus sospechas iban aumentando por momentos.

—¿Está el señor Lawrence?

—Lo siento, en este momento está ocupado —dijo el vendedor en tono almibarado—. ¿En qué puedo servirle?

—En nada. —Jack extrajo su placa identificativa y la abrió—. El señor Lawrence. Ahora mismo. Y usted también tendrá que participar.

El dependiente tomó la placa identificativa y la estudió, después se la devolvió con frialdad.

—Jefe del Departamento de Policía de Hillsboro —dijo en tono sarcástico—. Impresionante.

—No tan impresionante como un brazo roto, pero qué diablos, haré lo que sea necesario.

Una sonrisa nada colaboradora se dibujó en la boca del dependiente.

—Y duro, además. —Cambió el peso de una pierna a la otra, cosa que hizo que Jack agudizase la mirada.

—Éste, de dependiente, nada —musitó—. Esto tiene que ver con Daisy Minor.

Hubo otro cambio de expresión, una especie de triste resignación. El dependiente suspiró y dijo:

—Mierda. Todd está en su despacho.

Todd levantó la vista cuando Jack y el dependiente entraron en el pequeño despacho privado. Alzó las cejas al reconocer a Jack, y dirigió al otro hombre una breve mirada interrogante antes de adoptar la actitud de afable hombre de negocios levantándose de la silla y extendiendo la mano.

—El jefe Russo, ¿verdad? Por un segundo me ha despistado la gorra. —Observó con gesto burlón la gorra verde que llevaba el logo de John Deere en amarillo—. Qué... retro.

Jack le estrechó la mano y dijo en tono amigable: —Qué montón de mierda. ¿Por qué no nos sentamos todos, y usted y este dependiente experto en artes marciales que tiene me dicen si estoy equivocado al suponer que usted no está enviando a Daisy a determinados bares y locales nocturnos, y que Bruce Lee no la está siguiendo para... ¿para qué? ¿Para pillarla haciendo algo ilegal? No me parece probable.

—Me llamo Howard —replicó el dependiente con una amplia sonrisa—. No Bruce.

Todd juntó las yemas de los dedos y se tocó con ellos los labios mientras contemplaba a Jack.

—Mire, no sé de qué me está hablando.

—Muy bien. —Jack no tenía tiempo para andarse con rodeos—. Entonces hablemos de qué motivos puede tener un hombre heterosexual para intentar convencer a todo el mundo de que es marica, y de lo que ocurriría si yo descubriera el pastel.

Todd soltó una leve carcajada.

—Ahora sí que se está pasando de rosca, jefe Russo.

—¿Usted cree? Verá, cuando me trasladé a vivir aquí me paseé por todas partes, para aprenderme las carreteras y el entorno, de modo que estuve en muchos sitios en los que normalmente uno no espera encontrarse con el jefe de policía de Hillsboro. También me fijé mucho en los habitantes de Hillsboro, preguntando quiénes eran y quedándome con sus caras, así que lo conocía a usted de vista.

—¿Adónde quiere ir a parar?

—A que, si está fingiendo ser marica, cuando vaya a un motel con una mujer no debería entrar en la habitación al mismo tiempo que ella, y desde luego no debería comérsela a bocados mientras todavía está intentando introducir la llave en la cerradura. Eso destrozaría su imagen. ¿Quiere que le describa a su amiguita?

—Sí —respondió Howard fascinado.

—No importa —dijo Todd con el semblante súbitamente impasible—. Está usted saliéndose del tema, jefe Russo.

—¿Verdad que sí? —convino Jack—. Volvamos a mi pregunta del principio: ¿Qué diablos está haciendo con Daisy?

—Puedo decirle lo que estoy haciendo yo —terció Howard—. Intento cerciorarme de que nadie le haga daño. Los locales nocturnos pueden resultar peligrosos para las mujeres.

—Entonces, ¿por qué la envían a ellos? Es como meter a una gatita en la jaula de un oso.

—Habla usted como si ella fuera una criatura desvalida. Es una mujer inteligente y observadora que sólo desea bailar y conocer hombres.

—Teniendo en cuenta lo que hay en los bares hoy en día, hasta las mujeres inteligentes terminan siendo violadas, quizá por un solo hombre, quizá por todos su amigotes también, y eso si tiene suerte y no acaba muerta. ¿Ya le ha dicho a Daisy que no se deje invitar a una copa por nadie? ¿O la ha advertido del peligro de dejar la bebida sobre la mesa mientras está bailando? Howard lanzó un suspiro.

—Ahí es donde intervengo yo. La vigilo, me fijo en si alguien le echa algo en el vaso.

—Y nunca le quita el ojo de encima, ¿no? Usted nunca va al baño ni la pierde de vista entre la gente.

. —Hago lo que puedo.

—Eso no es suficiente, sobre todo cuando la está utilizando como cebo para tiburones. —Dirigió una mirada penetrante a Todd—. Así que vamos a empezar a hablar de ciertos detalles, y más vale que resulten interesantes, o de lo contrario esta usted acabado. Todd se frotó la mandíbula.

—Esa amenaza suele funcionar al revés.

Jack se limitó a esperar. Ya había dejado claras sus intenciones, y en lo que a Daisy concernía, no pensaba retroceder ni negociar. Su seguridad era demasiado importante.

Todd estudió la expresión del policía y comprendió su determinación.

—Es personal, la razón por la que he estado... trabajando con Daisy.

Jack dijo con suavidad:

—Yo me estoy tomando todo esto de manera personal.

—Así que se ha encaprichado de ella, ¿eh? —Todd sonrió—. Ya sabía yo que, con sólo un poco que se arreglase, iba a hacer volver la cabeza a muchos. Lo único que necesitaba era un poco de impulso a su autoestima. Es verdaderamente encantadora, con esa chispa que tiene en los ojos, igual que un niño en una montaña rusa. Estaba seguro de que lo único que necesitaba para atraer a los hombres era ponerse ropa que la favoreciera.

—Atengámonos a los hechos —masculló Jack.

—Muy bien, he aquí el resumen: Una amiga mía fue al Buffalo Club con otro par de amigas. Estaba deprimida, no tenía ganas de bailar. Mientras sus amigas bailaban, se le acercó un tipo y le ofreció invitarla a una copa. Como estaba deprimida, aceptó. Lo último que recordó fue que tenía mucho sueño. A la mañana siguiente se despertó en su propia cama, desnuda, sola, y era obvio que había sucedido algo. La habían violado y sodomizado. Hizo lo más inteligente: no se duchó, llamó a la policía y acudió al hospital.

»A juzgar por las pruebas que hallaron, la habían violado como mínimo seis hombres distintos. Ella tenía sólo un vago recuerdo del tipo que la invitó a la copa. Los policías no tenían nada por donde empezar excepto unas cuantas huellas borrosas que encontraron en el apartamento, ninguna de las cuales figuraba en sus archivos, de modo que carecían de pistas. Un callejón sin salida. Un delito imposible de resolver, a menos que atrapen a uno de esos cabrones por violar a otra mujer y su ADN coincida con el encontrado en las muestras de semen.

Era una historia de sobras conocida. Los casos de violaciones eran difíciles de perseguir incluso cuando la víctima conocía a su atacante, y si la violación la había cometido una persona de la que la víctima no se acordaba debido a los efectos de la droga, pillar a aquellos hijos de puta resultaba casi imposible.

Los dientes le rechinaban de rabia.

—Así que decidieron atraparlos ustedes mismos, utilizando a Daisy como cebo. ¿Y no creen que una mujer policía entrenada para situaciones como ésa lo habría hecho mejor?

—Claro, excepto que no se estaban encargando. Presupuesto limitado, caso de escasa prioridad. Ya sabe usted cómo funciona. Hay demasiados delitos y poco dinero, pocos agentes, pocos calabozos. Cada departamento de policía debe sentar sus prioridades.

—Me están entrando ganas de pegarle un puñetazo —dijo Jack controlando con esfuerzo el tono de voz—. Y podría hacerlo, a pesar de que esté aquí Howard. ¿Qué pensaban hacer si algún capullo drogaba a Daisy? ¿Vigilarle y pegarle un tiro en el aparcamiento?

—No está mal la idea.

—¿Y qué posibilidades tenían de que se tratara siquiera del mismo tipo? Ahí fuera hay un montón de mierda igual que él.

—Ya sé que sería difícil acertar. Pero por algo hay que empezar. Una persona con la que habla, que deja caer unos cuantos nombres, esos nombres dejan caer otros nombres. —Todd estiró las manos sobre la mesa y miró fijamente a los dos hombres con el semblante severo—. Y aún hay más. Mi amiga era la misma mujer con la que usted me vio ese día. Estaba en el Buffalo Club porque nos habíamos peleado. Quería casarse, y yo le dije que no podía por... otros motivos.

—Como la misión en la que está trabajando.

Todd levantó la vista rápidamente hacia Jack.

—Exacto —dijo inexpresivo—. Como la misión en la que estoy. Además, el matrimonio es un paso muy importante. Me alegré de tener la misión como excusa. Estaba loco por ella, pero... diablos, se me quedaron los pies fríos. Por eso estaba ella en el club.

Jack asintió, pensando que ya tenía la situación clara. Las relaciones normales ya eran bastante difíciles; después de que aquella mujer fuera violada, era comprensible que le costara volver a fiarse de los hombres o disfrutar del sexo.

—¿Acudió a terapia?

—Durante un tiempo. Pero no le sirvió de nada. Se suicidó.

Aquellas duras palabras cayeron como un plomo. El rostro y los ojos de Todd quedaron desprovistos de toda expresión.

Howard soltó un juramento.

—Dios santo... Sólo me contaste que habían violado a una amiga tuya. Dios, lo siento de veras.

—Sí, yo también lo siento —dijo Jack—. Está dolorido, se siente culpable, y por eso le ha preparado a Daisy exactamente lo mismo que le ocurrió a la mujer que usted amaba. Jodido cabrón, cuánto me gustaría matarlo.

Sus puños cerrados temblaban, deseosos de hacerlo.

—No se exceda en simpatía, Russo —dijo Howard en tono sarcástico.

Todd consiguió esbozar una débil sonrisa, aunque carente de todo humor.

—Ha sido bien rápido. Se ha enamorado de ella, por eso se muestra tan vehemente.

—Daisy no se merece que la utilicen de ese modo. Jack no hizo caso del comentario de que estaba enamorado. Lo estuviera o no, era algo que tendría que dilucidar él; lo que estaba claro era que se preocupaba por ella y que estaba dispuesto a hacer lo que fuera preciso para protegerla. Y eso quería decir emplear los medios que fueran necesarios, con las armas de que dispusiera. Allí estaba pasando algo más, algo en lo que no estaban implicados aquellos dos. Estando solo, se vería muy apurado para cubrir todas las bases, pero comprendió que ahora contaba con ayuda.

—Hay algo más que concierne a Daisy, algo que no entiendo pero que me está poniendo muy nervioso.

Los ojos de Todd recobraron ligeramente la expresividad.

—¿El qué?

—Esa misión en la que está trabajando... ¿Es usted federal, local o privado?

Todd y Howard intercambiaron una mirada rápida.

—Federal. Tiene que ver con un fraude interestatal.

—Bien. No necesito más detalles. Sólo necesito que me ayude, y quería saber en qué nivel voy a moverme.

—No podemos comprometer este montaje...

—No será necesario que lo comprometa. Esta mañana ha ocurrido algo peculiar. Me llamó el alcalde para pedirme que consultara un número de matrícula de un coche que dijo haber visto aparcado en el carril de bomberos frente a la consulta de un médico. Me largó el típico discurso pueblerino, que no había llamado a un patrullero para que le pusiera una multa porque no deseaba molestar a una persona que estaba enferma...

—Ya, sí, Temple Nolan y su gran corazón —murmuró Todd.

—Así que consulté el número de matrícula, y era el de Daisy. Y lo más curioso es que aparte de que ella no aparcaría jamás en un carril de bomberos, tampoco había ido a la consulta del médico. Lo sé. De modo que el alcalde mintió respecto de dónde había obtenido la matrícula. Si hubiera visto el coche él mismo, sabría que era el de Daisy. Era otra persona la que quería averiguar a quién pertenecía ese coche.

—Puede que fuera alguien que estuvo en el Buffalo Club, que la vio y sintió interés, y quiso saber dónde vivía y cómo ponerse en contacto con ella.

—¿Alguien que pensó que Daisy no iba a regresar nunca al club y que aquélla era la única forma de encontrarla? ¿Alguien que por casualidad también conoce al alcalde?

—De acuerdo, era una idea muy pobre. ¿Tiene usted otra mejor?

—No, lo único que tengo es el vello de la nuca, que se me está empezando a poner de punta.

—Para mí ya es suficiente —dijo Howard—. Por su acento, veo que no es de por aquí, pero no acabo de situarlo. Usted no es sólo un jefe de policía de pueblo. ¿De dónde viene?

—De Operaciones Especiales, en Chicago y Nueva York.

—Seguro que ese vello que tiene en la nuca ha visto bastante acción.

—Mi vello nunca se equivoca.

—¿Y qué quiere que hagamos nosotros? —preguntó Todd—. No hay ninguna pista que seguir, ninguna dirección.

—De momento. Por ahora, sólo quiero asegurarme de que ella está a salvo. La buena noticia es que la dirección que figura en el registro es la de su madre. En este momento no existen datos oficiales de su domicilio auténtico, a no ser que alguien disponga de los medios necesarios para averiguarlo a través de los recibos de la luz o el agua..., como es el caso del alcalde, pero si no sabe que Daisy se ha mudado, no tendrá motivo alguno para preguntar.

—¿Puede introducirse en los archivos y extraer esa información?

—Los recibos del agua están informatizados. Yo no soy ningún experto en informática, así que no sé meterme en el sistema desde fuera, pero puede que lo consiga desde dentro. ¿Y las compañías del teléfono y de la electricidad?

—Veré qué puedo hacer para bloquear esa información —dijo Todd—. Además, es necesario que el número de Daisy no figure en la lista, para que no pueda obtenerlo ningún tipejo llamando a información.

—Ya solucionaré eso —dijo Jack—. No sé qué estoy buscando, no sé qué razones puede tener alguien para perseguir a Daisy, y hasta que lo sepa, quiero levantar un escudo a su alrededor.

—Llevamos ya un par de años trabajando en crear un escenario. Si la cosa se complica, Howard y yo estaremos ocupados y no podremos prestarle ayuda. Ya sabe cómo funciona esto. Pero hasta que surja el caso, haremos lo que podemos para ayudar. —Todd tamborileó con los dedos sobre la mesa—. De manera extraoficial, por supuesto.

—Por supuesto. Será sólo una colaboración entre amigos.