CAPÍTULO 9
N o todo el mundo podía salir una noche a divertirse en un tugurio, bailar hasta estar a punto de derrumbarse en el suelo, iniciar una pelea y estar de vuelta en casa a las nueve de la noche, se dijo Daisy a la mañana siguiente. Así que la noche no había sido un éxito indiscutible; la primera parte sí, es más, se había divertido y pensaba repetirlo. Aunque no la parte de la pelea —al menos, tenía la esperanza de que no se repitiera—, pero sí lo de bailar y atraer a los hombres.
Después del servicio religioso, donde soportó la descarada curiosidad de todos los presentes —gente que debería tener algo mejor que hacer que quedarse mirando a otra persona—, tomó un almuerzo rápido y se puso uno de sus nuevos vaqueros con la intención de ir hasta Lassiter Avenue a ver qué progresos había hecho Buck Latham en la tarea de pintar la casa. Ahora que estaba verdaderamente lanzada a emprender una trayectoria nueva, se sentía deseosa de salir sola. Pero en el momento que bajaba del porche con el bolso y las llaves en la mano, vio que un Crown Victoria de color blanco frenaba junto al bordillo, delante de la casa.
Se le cayó el alma a los pies cuando vio al jefe de policía Russo desplegar su gran corpachón al salir del asiento del conductor. Le había ocultado a su madre el episodio de la noche anterior, ya que le pareció mejor no contarle que le había aplastado los testículos a un hombre, y sospechó que Russo había ido allí para levantar la liebre y leerle la car tilla, como si tuviera derecho a decirle algo, después de que él no se encontraba en el Buffalo Club de manera oficial. Había salido a ligar, igual que ella, pero al menos sus intenciones habían sido honorables.
Russo también llevaba puestos unos vaqueros, además de una camiseta negra que se le adhería a sus hombros anchos y oblicuos. Parecía más que nunca un levantador de pesas, pensó Daisy con un gesto de desdén, y al recordar con cuanta facilidad, y que con la ayuda de un solo brazo, la había sacado del Buffalo Club la noche anterior, supo que lo había definido con exactitud.
—¿Va a alguna parte? —inquirió Russo, de pie en la pequeña acera adornada con flores y alzando la vista hacia ella, que permanecía dentro del porche en la sombra.
—Pues sí —respondió ella secamente. La buena educación exigía que dijera algo así como: «Oh, precisamente iba a echar una carrerita al supermercado un momento, pero eso puede esperar. ¿Por qué no pasa a tomar un café?» Pero limitó su respuesta a aquella escueta frase. Aquel hombre tenía algo que la hacía olvidar su buena educación.
—¿No va a invitarme a entrar? —preguntó él. Sus ojos brillaban de una forma que decía que se sentía más divertido que molesto.
—No.
Señaló el coche con la cabeza.
—Entonces venga a dar un paseo conmigo. No creo que quiera que hablemos aquí fuera, para que se enteren todos los vecinos. A Daisy le dio un vuelco el corazón.
—Dios mío, ¿va a llevarme al centro? —Se apresuró a bajar los escalones al tiempo que se le ocurría una idea horrible—. Ese hombre de anoche, no se habrá muerto, ¿verdad? ¡Fue un accidente! Y aunque se haya muerto, no sería un homicidio ¿no?
Russo se pasó una mano por la cara, y Daisy lo observó con aire suspicaz. Parecía estar ocultando una sonrisa. ¡Por el amor de Dios, aquello no era para reírse!
—Que yo sepa, su novio se encuentra bien; probablemente estará dolorido y caminará un poco raro, pero sigue vivo.
Daisy dejó escapar un profundo suspiro.
—Bueno, qué alivio. Entonces, ¿para qué va a llevarme al centro?
El policía repitió el mismo gesto de antes. Aquella vez no le cupo la menor duda: se estaba riendo de ella. ¡Vaya!
Russo alargó una mano y la tomó del brazo. Su mano era cálida y demasiado firme, como si estuviera acostumbrado a manejar a maleantes que no querían ir con él.
—No me ponga esa cara, señorita Daisy —dijo, reprimiendo un resoplido audible—. Sólo es... El centro no tiene precisamente las mismas connotaciones en Hillsboro que en Nueva York.
Bueno, aquello era verdad, teniendo en cuenta que ya estaban prácticamente en el centro, unas pocas manzanas los separaban del departamento de policía y del sector financiero. Aun así, Russo podía haberlo dicho de forma más agradable.
Cuando estaba abriendo la puerta del pasajero de su coche y haciendo entrar a Daisy, se abrió de nuevo la puerta principal de la casa y apareció Evelyn.
—¡Jefe Russo! ¿Adónde se lleva a Daisy?
—Sólo a dar un paseo, señora. Estaremos de vuelta dentro de una hora, se lo prometo.
Evelyn titubeó, pero enseguida sonrió.
—Se lo pasarán muy bien.
—Sí, señora —respondió el policía en tono grave.
—Oh, genial —murmuró Daisy al entrar en el coche—. Ahora mi madre se creerá que nos estamos viendo.
—Podemos regresar y despejar la duda, contarle lo que está pasando en realidad —ofreció Russo mientras se separaba del bordillo sin esperar siquiera a que Daisy contestara. Aquello resultaba irritante de verdad; naturalmente que no deseaba hacer tal cosa, pero él ya lo sabía incluso antes de hacerle la oferta. Simplemente se estaba haciendo el listillo.
—Yo tenía tanto derecho como usted a estar en ese local —dijo Daisy, cruzándose de brazos y poniendo cara de ofendida.
—Conforme.
Daisy depuso su actitud para mirarlo con sorpresa.
—Entonces, ¿por qué va a interrogarme? Yo no he hecho nada malo. La pelea no fue culpa mía, y desde luego que no tenía la menor intención de aplastarle los testículos a ese hombre.
—Ya lo sé.
Estaba sonriendo otra vez, maldito. Pero ¿qué le hacía tanta gracia?
—Entonces, ¿qué pasa?
—No pasa nada. Y no voy a «interrogarla». La he invitado a dar un paseo; eso es bastante distinto de llevarla a una sala de interrogatorios y machacarla durante horas.
Daisy, aliviada, lanzó un profundo resoplido y se relajó contra el asiento, pero al instante se incorporó de nuevo.
—No me ha invitado, me lo ha dicho sin más, de modo que ¿qué otra cosa podía pensar yo? «Vamos a dar un paseo.» Eso es lo que dicen siempre los policías en la televisión, y siempre significa que van a llevarte a la comisaría a abrirte un expediente.
—Pues los guionistas deberían aprenderse algún diálogo más. En aquel momento se le ocurrió otra idea, una abrumadora. Cielo santo, aquel policía no la estaría cortejando, ¿verdad? Los encuentros entre ambos habían sido siempre accidentados, pero la noche anterior le había demostrado cómo había influido su cambio de imagen en la manera en que la trataban los hombres. Se le hizo un nudo en el estómago; no tenía práctica en decirle a un hombre que se largara, que no sentía interés por él. Pero Russo no podía sentir interés por ella, ¿no? A lo mejor su imagen no había mejorado tanto como creía.
Bajó rápidamente la visera para mirarse en el espejito, y a continuación volvió a levantarla con la misma rapidez. Oh, Dios mío.
—¿A qué ha venido eso? —preguntó él con curiosidad—. No se ha mirado el tiempo suficiente para comprobar siquiera la pintura de labios.
A Daisy se le había olvidado por completo la pintura de labios. De todas formas, le bastó un rápido vistazo para ver que no, que no se había equivocado en lo del cambio de imagen.
—Quería saber si los coches de los policías también tenían espejo —dijo en un impulso—. Parece un poco... marica.
—¿Marica?
Daba la impresión de estar mordiéndose el labio por dentro.
—No es que cuestione su masculinidad —se apresuró a decir Daisy. Lo último que deseaba era que él sintiera la necesidad de demostrarle su masculinidad. Había leído que los hombres tendían a tomarse aquellos comentarios como algo personal. Su ego iba siempre unido a su virilidad, o algo así.
Russo suspiró.
—No se ofenda, señorita Daisy, pero seguirle a usted el pensamiento es como intentar atrapar un conejo a la carrera.
Daisy no se ofendió, porque se sentía demasiado agradecida de que él no hubiera podido seguirle aquel pensamiento en particular. En lugar de eso, dijo;
—Me gustaría que no me llamase señorita Daisy. Suena a... —iba a decir «solterona», pero aquella descripción ponía el dedo en la llaga—...a antigualla.
Russo pareció morderse otra vez el labio.
—Si la redecilla para el pelo le queda bien...
—¡Yo no uso redecilla para el pelo! —gritó Daisy, y a continuación se dejó caer contra el respaldo, sorprendida. Ella nunca gritaba. Nunca perdía los nervios. No siempre había sido precisamente cortés con Russo, pero tampoco le había gritado. Comenzó a preocuparse;
¿habría alguna ley que prohibiera gritar a un representante de la ley? Gritarle a él no era lo mismo que gritar a un policía que la paraba a una por exceso de velocidad —si es que alguna vez la hubiera parado alguno, claro—, pero al fin y al cabo Russo era el jefe de policía y podría haber sido incluso peor...
—Ha vuelto a perderse en el éter —masculló Russo.
—Me estaba preguntando si no habrá una ley que prohíba gritarle a un jefe de policía —reconoció Daisy.
—¿Creía que iban a meterla en la cárcel por gritar?
—Ha sido una falta de respeto. Le pido disculpas. No suelo gritar, pero tampoco estoy acostumbrada a que me acusen de usar redecilla para el pelo.
—Ya entiendo la provocación.
—Si sigue mordiéndose el labio por dentro —observó ella—, le tendrán que dar unos puntos.
—Procuraré no hacerlo más. Y para su información, la llamo señorita Daisy como muestra de respeto.
—¿Respeto?
No sabía si aquello era bueno o malo. Por otra parte, naturalmente que quería que Russo la respetara; pero por otra, no era precisamente la reacción que deseaba ver en un hombre que, después de todo, era varios años mayor que ella. A lo mejor lo de la noche anterior en el club había sido un golpe de suerte y no era tan atractiva como había creído. Quizás, en los clubes, los hombres bailaban con cualquiera.
—Usted me recuerda a mi tía Bessie —dijo el policía.
Daisy estuvo a punto de gemir en voz alta. Cielos, era peor de lo que había imaginado. ¡Su tía! Ahora sí que estaba segura de que lo de la noche anterior había sido un golpe de suerte. Conmocionada, volvió a bajar la visera para ver si era posible que hubiera cometido un error tan grande.
—Ni siquiera se lo voy a preguntar —murmuró—. ¿Me parezco a su tía? —Lo dijo casi gimiendo.
Russo se echó a reír. Se estaba riendo efectivamente de ella. Mortificada, Daisy levantó la visera y se cruzó de brazos otra vez.
—En realidad, era mi tía abuela. Y no he dicho que se parezca a ella, sino que me la recuerda. Ella tampoco era muy mundana.
Ingenua. Se refería a que era ingenua. Por desgracia, no se equivocaba. Aquello era lo que sucedía cuando una se pasaba la vida entera con la nariz enterrada en un libro. Puede que terminara sabiendo un montón de datos interesantes, pero en lo que se refería a experiencia del mundo real, era bastante ignorante.
Russo giró para tomar la autopista en dirección a Fort Payne.
—¿Por qué vamos a Fort Payne? —quiso saber Daisy, mirando las arboledas de cedros y las montañas verdes. El paseo en coche estaba resultando agradable, pero no se le ocurría ningún motivo para ir allí.
—No vamos. Simplemente conduzco sin más.
—¿Quiere decir que no vamos a ningún sitio en particular?
—Ya le dije que íbamos a dar un paseo. Eso significa dar un paseo.
De nuevo volvió a albergar la terrible sospecha de que tal vez Russo la estuviera cortejando, aunque de ser así, lo estaba haciendo de un modo muy extraño, diciéndole que le recordaba a su tía abuela y riéndose de ella. Por otra parte, era un yanqui; quizá fuera aquélla la manera de cortejar en el norte.
—Pues preferiría pasear en la otra dirección —dijo nerviosa—. De vuelta a casa.
—Cojonudo.
Bueno, aquello sí que no era cortés precisamente, de modo que no podía estar cortejándola. Sumamente aliviada, le sonrió de oreja a oreja.
—¿Qué? —exigió él, mirándola con desconfianza.
—Oh, nada.
—Me está sonriendo. Eso da miedo.
—¿Mi sonrisa da miedo? Su rostro se ensombreció.
—No, lo que da miedo es el hecho de que me esté sonriendo. Eso indica que sus pensamientos han vuelto a descarrilar.
—Nada de eso. Sé perfectamente por dónde van. Pero me alegro mucho de que usted no lo sepa.
Maldición, ojalá no hubiera dicho aquello. Tenía que recordar que era un policía, y los policías eran notoriamente entrometidos.
—¿Oh?
Tal como temía, aquello despertó su interés.
—Es un tema privado —lo informó. Un caballero dejaría la cosa tal cual.
Pero debería haber recordado que él no era un caballero.
—¿Qué tema privado? —quiso saber—. ¿Algo sexy?
—¡No! —exclamó Daisy, horrorizada. Y como dejarlo pensar que tal vez ella quisiera hacer aquello, era peor que lo que estaba pensando en realidad, dijo—: Estaba temiendo que estuviera usted cortejándome, y al decir «cojonudo» he sentido un gran alivio, porque no habría dicho tal cosa si lo estuviera haciendo. Cortejarme, quiero decir.
—¿Cortejarla?
Los hombros empezaron a temblarle ligeramente.
—Sí, bueno, como se diga actualmente. «Salir» suena demasiado a instituto, y además, esto no es salir. Es más bien como un secuestro.
—No la he secuestrado. Simplemente quería hablar con usted, en privado, sobre lo de anoche.
—¿Qué pasó anoche? Yo no infringí ninguna ley...
—¿Quiere dejar de hablar sin parar de eso? Tengo unas cuantas cosas que decirle sobre lo de acudir a locales nocturnos.
—Sepa que soy una persona adulta y que puedo ir a cualquier local nocturno que me apetezca. Y es más, pienso ir, así que ya puede...
—¡Quiere cerrar el pico un minuto! —chilló Russo—. ¡No le estoy diciendo que no vaya; sólo intento advertirla de unas cuantas cosas! Daisy guardó silencio durante unos instantes.
—Perdone —dijo por fin—. Es usted quien hace que me ponga a la defensiva. Tal vez se deba a que es el jefe de policía.
—Mire, cállese ya y escúcheme. Con eso que se ha hecho en el pelo y tal como viste ahora, se le van a acercar los hombres.
—Sí —repuso ella con satisfacción—. Eso es lo que han hecho.
Russo suspiró.
—¿Conocía a alguno de aquellos tipos?
—No, claro que no.
—Entonces no se fíe de ellos.
—Bueno, no pensaba irme a casa con ninguno ni nada por el estilo; además tenía mi coche, así que no podían llevarme... Russo la interrumpió.
—¿Ha oído hablar de las drogas de los violadores? Aquello la dejó muda. Daisy lo miró impresionada.
—¿Quiere decir... que esos hombres...?
—No lo sé, y usted tampoco. A eso me refiero. Cuando vaya de marcha, no permita que nadie le traiga una copa excepto la camarera. O mejor aún, vaya usted misma a la barra y pídala. No deje la bebida en la mesa mientras esté bailando ni cuando vaya al cuarto de baño, ni por ninguna otra razón. Y si lo hace, no vuelva a beber de ella. Pida otra.
—¿Y... y a qué sabría? Si alguien me echara algo en la bebida, quiero decir.
—No le sabría a nada, si está mezclado con la bebida.
—Santo cielo. —Daisy apoyó las manos en el regazo, trastornada al pensar que uno de aquellos tipos tan agradables con los que había bailado podría haberla drogado deliberadamente para llevarla a algún sitio y violarla mientras ella estaba inconsciente—. Entonces... ¿cómo voy a distinguirlo?
—No podrá, y para cuando empiece a notar los efectos, habrá dejado de pensar con claridad. Siempre es mejor ir a un club con una amiga, para que la una cuide de la otra. Si una de las dos empieza a mostrar síntomas de sueño o mareo, lo mejor es acudir a urgencias. Y por el amor de Dios, no permita que ninguno de los hombres que conozca en esos sitios la lleve en coche a ninguna parte.
Abatida, Daisy trató de pensar en una amiga que quisiera ir con ella a locales nocturnos. Pero no le vino ninguna a la cabeza. No es que no tuviera amigas, pero todas estaban casadas y con hijos, y salir de noche sin sus maridos para que ella pudiera conocer a hombres no era precisamente una cosa que le gustase hacer a ninguna de ellas. Su madre y su tía Jo no tenían pareja, pero... no, con ellas no podía contar.
—Existen varias drogas de violadores —prosiguió Russo—. Es probable que haya oído hablar de Rohypnol, pero la que de verdad nos tiene preocupados a los policías es el GHB.
—¿Qué es eso? —Daisy no lo había oído en su vida. Él le dirigió una ancha sonrisa.
—Limpiasuelos mezclado con limpiarretretes.
—¡Dios santo! —Daisy lo miró horrorizada—. ¡Eso puede matar a una persona!
—Si se ingiere una gran cantidad, sí. Y a veces no hace falta tanto, porque nunca se sabe el efecto que va a hacerle a cada uno.
—Pero... ¿no te quemaría la garganta al tragarlo? Russo negó con la cabeza.
—No. Con una sobredosis, lo que ocurre es que uno se duerme y simplemente no vuelve a despertarse. Si se mezcla con alcohol, el efecto aumenta y se vuelve aún más impredecible. Cuando un tipo droga a una mujer con GHB, es porque no le importa que se muera o no, siempre que él pueda foll... tener relaciones sexuales con ella mientras todavía está caliente.
Daisy, con los ojos como platos, tenía la mirada fija en el hermoso paisaje. ¡Y pensar que en el mundo sucedían cosas así! Aquello la hacía ver con ojos muy distintos los locales nocturnos, y ya no volvería a pensar de ellos lo que pensaba antes. Pero si no salía y se mezclaba con la gente, ¿cómo iba a conocer a hombres solteros? Se mordió el labio inferior mientras sopesaba la situación, pero al final la conclusión fue que la mejor forma de lograr su objetivo sería salir a bailar a los clubes, pero eso sí, teniendo mucho más cuidado y seguir todas las instrucciones que le había dado Russo.
—Tendré cuidado —dijo fervientemente—. Gracias por advertirme. —Había sido muy amable por su parte tomarse tantas molestias para advertirla de los peligros a los que podría enfrentarse, más amable de lo que hubiera esperado de él. Quizás había sido demasiado dura en su crítica, sólo porque era un hombre un poquito brusco y demasiado franco en su forma de hablar.
Russo aminoró la velocidad al acercarse a una iglesia y acto seguido dio la vuelta en el aparcamiento y enfiló de regreso a Hillsboro.
—¿Cuándo piensa salir otra vez? —preguntó con naturalidad. Allí se acabó toda la gratitud de Daisy.
—¿Por qué? —inquirió en un tono cargado de suspicacia.
—Para poder advertir a todos los hombres de que se pongan protectores, ¿por qué si no? —Lanzó un suspiro—. No es más que una pregunta, para darle conversación.
—Oh. Bueno, naturalmente no pienso salir un domingo ni un día laborable, de modo que supongo que el próximo fin de semana. De todas formas tengo que hacer unos trabajos en mi casa, antes de poder mudarme.
—¿Va a mudarse?
—He alquilado una casa en Lassiter Avenue. Russo le dirigió una mirada rápida.
—¿Lassiter? Ese barrio no es muy bueno.
—Ya lo sé, pero mis opciones eran limitadas. Y voy a comprarme un perro.
—Que sea uno grande. Le convendría tener un pastor alemán. Son inteligentes y leales, y la protegerán hasta del mismo Godzilla.
Los pastores alemanes eran los que se utilizaban en las unidades K-9, de manera que Daisy supuso que por eso los conocía Russo. Debían de ser unos perros fíeles y dignos de confianza, de lo contrario no los usaría la policía.
Intentó hacerse una imagen de sí misma sentada en una mecedora leyendo mientras un perro enorme dormitaba a sus pies, pero no lo consiguió. Ella era persona más bien de perro pequeño, un terrier quizá, mejor que un enorme pastor alemán. Había leído que los perros pequeños eran igual de útiles para asustar a un ladrón, porque ladraban al oír el menor ruido, y en realidad lo único que quería ella era un sistema de alarma, no una contraofensiva con un despliegue total de artillería. A los terrier se les daba bien disparar la alarma. O tal vez debiera hacerse con uno de aquellos diminutos malteses que llevaban un lacito en lo alto de la cabeza.
Durante el camino de regreso a casa discutió mentalmente los méritos de diversos perros pequeños, y se sorprendió cuando Russo detuvo por fin el coche junto al bordillo, frente a la vivienda. Parpadeó un instante al ver la camioneta que estaba aparcada detrás de su coche en el camino de entrada, y enseguida la reconoció.
—Tiene compañía —observó Russo.
—Es mi hermana Beth y su familia —repuso Daisy. Iban a verla por lo menos dos veces al mes, normalmente los domingos después de ir a la iglesia. Debería haber esperado aquella visita, pero es que simplemente se le había ido de la cabeza.
En el preciso momento en que iba a agarrar el tirador de la portezuela, la tía Jo salió al porche.
—Entrad los dos —dijo—. Llegáis justo a tiempo para tomar helado hecho en casa.
El jefe Russo se apeó del coche antes de que Daisy pudiera decirle que no tenía la obligación de quedarse. Cuando le abrió la portezuela, ella se quedó sentada sin moverse, contemplándolo con unos ojos como platos.
—Vamos, dése prisa —dijo él con impaciencia—. Se va a derretir el helado.
—Esto no es una buena idea —susurró Daisy.
—¿Por qué? —susurró él a su vez, con un brillo en los ojos.
—Creen que usted está... que estamos...
—¿Cortejándonos? —terminó servicialmente la frase al tiempo que literalmente sacaba a Daisy del automóvil y la empujaba acera arriba.
—¡No bromee con esto! Ya sabe cómo son los chismorrees en los pueblos pequeños. Además, no me gusta engañar a mi familia.
—En ese caso, dígales la verdad, que yo sólo quería advertirla acerca de los hombres que drogan a las mujeres.
—¿Y provocarle a mi madre un ataque al corazón? —exclamó Daisy con vehemencia—. ¡Ni se atreva!
—Entonces dígales que sólo somos amigos.
—Como que se lo va a creer.
—¿Tan increíble es?
—Pues sí.
Para entonces ya habían llegado a la puerta principal. Russo la abrió para ella y la invitó a entrar. Había un pequeño vestíbulo, pero inmediatamente se abría a la izquierda el cuarto de estar. La maraña de voces disminuyó hasta desaparecer cuando entraron ellos, y varios cuencos de helado se depositaron con leves ruiditos. Daisy se sintió como si la estuvieran observando un centenar de personas, aunque por supuesto se trataba sólo de su madre y tía Jo, Beth y Nathan y sus dos sobrinos, William y Wyatt. Era tan infrecuente que fuera ella el centro de todas las miradas que incluso un poquito de atención le pareció mucho.
—Er... Os presento al jefe Russo.
—Jack —dijo él, y se adelantó para estrecharle la mano primero a la madre, luego a tía Jo, conforme Daisy las iba presentando. Nathan se puso en pie cuando le llegó el turno, con la mano extendida, pero sus ojos se entornaron con esa expresión que utilizan los hombres cuando sienten la necesidad de proteger a sus familias. Daisy no tenía ni idea de por qué sentía el deber de protegerla a ella. No obstante, el jefe Russo debía de estar ya acostumbrado a las exhibiciones de testosterona, porque aceptó aquélla sin mover siquiera una pestaña.
—Voy a ponerle un poco de helado —dijo Evelyn—. Es de vainilla nada más, pero puedo añadirle unas cuantas nueces y un poco de caramelo, si quiere.
—El de vainilla es mi favorito —dijo Russo con tanta sinceridad que Daisy se lo habría creído aunque supiera que no era así. No tenía aspecto de ser una persona a la que le gustara la vainilla, pero no pensaba ponerse a discutir. Cuanto antes se tomara el helado y se fuera, mejor para ella.
Beth no le prestaba ninguna atención al policía; estaba mirándola fijamente a ella con los ojos muy abiertos y un tanto desconcertada.
—Estás rubia —dijo con voz débil—. Mamá me había dicho que te habías aclarado el pelo, pero... pero estás rubia.
—Estás muy guapa —dijo Wyatt, su sobrino de diez años, casi en tono de acusación. Se encontraba en la edad en que no le gustaban las chicas, y resultaba muy irritante que su tía favorita se hubiera convertido en una de ellas.
—Lo siento —se excusó Daisy—. Procuraré mejorar.
—A mí me gusta —dijo William, de once años, ofreciéndole una sonrisa tímida que dentro de pocos años iba a destrozar muchos corazones femeninos.
—¡Y te has puesto vaqueros! —exclamó Beth casi como un quejido. Ella llevaba unos elegantes pantalones cortos y un top a juego, pero la Daisy que conocía rara vez llevaba pantalones y jamás en su vida había tenido unos vaqueros.
—He ido de compras —contestó ella incómoda mientras todos, incluido Russo, la miraban de arriba abajo—. Y también me he hecho agujeros en las orejas. —Señaló los pequeños aros con la esperanza de atraer la atención de todos hacia arriba.
—A mí me parece que estás estupenda —dijo Nathan sonriéndole. Adoraba a su cuñado, pero deseó que fuera un poco más sensible hacia el estado de ánimo de Beth en aquel preciso momento, porque ésta estaba más que ligeramente conmocionada por la transformación de su hermana.
Sin embargo, Beth no era una persona envidiosa, así que rápidamente esbozó una sonrisa, y acto seguido se levantó y le dio un abrazo.
—Estás estupenda —le dijo justo cuando Evelyn regresaba al salón con dos cuencos rebosantes de cremoso helado de color blanco.
—Sí, así es —dijo Evelyn sonriendo a sus dos hijas y entregando los cuencos a Daisy y al policía.
—¿Y bien? —dijo tía Jo radiante—, ¿cuánto tiempo lleváis viéndoos?
—No estamos... —comenzó Daisy, sólo para verse apabullada por otra voz mucho más grave.