CAPÍTULO 6

Jack Russo estaba de buen humor cuando salió de la biblioteca. Aquella refriega con la señorita Daisy había sido divertida; ella puso cara de poker, se sonrojó, pero no retrocedió ni un milímetro. Le recordaba mucho a su tía abuela Bessie, con la que había pasado muchos veranos allí mismo, en Hillsboro. La tía Bessie era más estirada y encorsetada que nadie, pero notoriamente tolerante para tener consigo a un chico lleno de energía al menos durante dos meses todos los veranos.

Aunque al principio se le había hecho insoportable eso de estar atascado en provincias —como consideraba antes a Hillsboro—, había llegado a sentir tanto cariño por su tía como por el tiempo que pasaba allí. Sus padres pensaban que sería bueno para él que saliera de Chicago y descubriera que existía otro mundo, y habían acertado.

Al principio lloró de puro aburrimiento; tenía diez años y se encontraba lejos de sus padres y de todos sus amigos, todas sus cosas. La tía Bessie había conseguido tener en total cuatro —¡cuatro!— canales de televisión en su casa, y hacía cosas como tejer punto de cruz todas las tardes, sentada delante del televisor mientras veía sus «series». Los domingos iba dos veces a la iglesia, los lunes lavaba las sábanas, los martes pasaba la mopa, los jueves hacía la compra porque era el día de los cupones dobles. No necesitaba reloj para saber qué hora era; lo único que tenía que hacer era mirar a ver qué estaba haciendo tía Bessie.

Y había pasado mucho calor. Dios, qué calor. La tía Bessie no tenía aire acondicionado; no creía en tonterías semejantes. Tenía un ventilador en la ventana de cada habitación y otro portátil que se llevaba por toda la casa allí donde lo necesitara, y con eso le bastaba. Sus ventanas, cubiertas por rejillas, estaban abiertas para dejar que fluyera el aire por toda la casa.

Pero una vez que superó las lágrimas y el malhumor, fue descubriendo poco a poco lo divertido que era tenderse en la olorosa hierba al ponerse el sol y contemplar las luciérnagas, o mosquitos luminosos, como las llamaba tía Bessie. La ayudaba en el pequeño huerto que atendía cada verano, y allí aprendió a apreciar el sabor de las verduras frescas y el trabajo que costaba llevarlas hasta la mesa. Poco a poco fue conociendo a los chicos del vecindario y pasaba muchas tardes largas y calurosas jugando al béisbol o al fútbol; aprendió a cazar y a pescar, actividades que le enseñó el padre de uno de sus nuevos amigos. Aquellos seis veranos, que comenzaron cuando él tenía diez años y finalizaron cuando tema quince, se convirtieron en la mejor época de su vida.

En cierto modo, nunca lo absorbió la cultura de Hillsboro; como iba sólo en verano, nunca entraba en contacto con otros chicos que no fueran los del barrio. Desde que había regresado al pueblo, conoció sólo a un hombre que se acordaba de él, pero es que habían pasado veinte años desde que dejó de ir a ver a la tía Bessie excepto para una visita relámpago durante las vacaciones, cuando la gente estaba ocupada con su propia familia y él no tenía tiempo de ir a buscar a sus antiguos amigos.

La tía Bessie vivió hasta los noventa y un años, y cuando murió, hacía tres, él se sintió a la vez sorprendido y conmovido de que en su testamento le hubiera dejado a él su vieja casa. Casi inmediatamente tomó la decisión de mudarse de Nueva York a Hillsboro; acababa de divorciarse, y aunque no había dejado de ascender por el escalafón de la policía de aquel estado, se estaba cansando del estrés y el ajetreo de su trabajo. El equipo de Operaciones Especiales era divertido, pero el peligro que llevaba asociado había sido una de las razones de su divorcio. No el motivo principal, pero sí uno de ellos, y en aquel sentido suponía que su ex mujer tenía al menos la mitad de razón. Ser la esposa de un policía era muy duro; ser la esposa de alguien que iba a trabajar sólo cuando la situación era la más peligrosa de todas, requería nervios de acero. Además, tenía treinta y seis años; había empezado a la edad de veintiuno, en Chicago, y después se había trasladado a Nueva York. Ya era hora de marcharse de allí y buscar algo menos agitado.

Hizo un par de viajes a Hillsboro para echar un vistazo a la vieja casa de estilo Victoriano y ver qué reparaciones necesitaba, y al mismo tiempo para tantear un poco la cuestión del trabajo. Y antes de poderse hacer siquiera la idea, ya se estaba entrevistando para el puesto de jefe de policía, y cerrando el trato. Presentó su dimisión —entre risitas, por ir a convertirse en el jefe de una aldea—, hizo el equipaje y se trasladó al sur. Tenía una plantilla de treinta personas a su cargo, lo cual era una nadería en comparación con el tamaño del equipo de policía del que procedía, pero a él le dio la sensación de haber encontrado su sitio.

De acuerdo, nunca pasaba gran cosa, pero le gustaba proteger a su pueblo adoptivo. Demonios, hasta le gustaban las reuniones del ayuntamiento; en la última había disfrutado enormemente, cuando la mitad de los habitantes de aquella población se habían levantado en pie de guerra porque el ayuntamiento había votado instalar semáforos alrededor de la plaza. Era ridículo que un pueblo de nueve mil habitantes tuviera un solo semáforo, pero oyendo hablar a aquella gente, uno podía llegar a pensar que se estaban violando las diez enmiendas de la Declaración de Derechos. Si Jack se hubiera salido con la suya, se habrían instalado semáforos por todo el centro del pueblo y en todos los colegios. A Hillsboro se le había parado el reloj —no hablaba en broma cuando lo llamó Pitufilandia—, pero el tráfico empeoraba cada vez más a medida que la gente se dirigía hacia el bonito centro del pueblo, y él no quería que hiciera falta ver a un niño aplastado por un coche para que los ciudadanos despertaran y decidieran que a lo mejor sí que necesitaban más semáforos.

Eva Fay Storie, su secretaria, estaba al teléfono cuando entró en su despacho, pero alzó un dedo para detenerlo y acto seguido le entregó una taza de café y un montoncito de mensajes de color rosa.

—Gracias —dijo él mientras continuaba hacia su despacho sorbiendo el café. No sabía cómo lo hacía Eva Fay, pero llegara cuando llegara a la oficina, ella le tenía preparada una taza de café recién hecho aguardándolo. A lo mejor tenía un micrófono instalado en su plaza de aparcamiento y una alarma que se disparaba debajo de la mesa de ella cada vez que su jefe aparcaba el coche. Uno de esos días aparcaría en la calle sólo para ver si era capaz de zafarse de ella. La había heredado de su predecesor, y ambos estaban satisfechos con el statu quo.

Una de las llamadas era de un detective de Marshall County con el que había trabado amistad desde que se mudó a Hillsboro. Jack dejó a un lado los demás mensajes y marcó de inmediato el número apuntado en el papel.

—Petersen.

—¿Qué sucede?

Jack sabía que no tenía necesidad de identificarse. Aun cuando Petersen no tuviera un identificador de llamadas, su acento bastaba para delatarlo.

—Hola, Jack. Escucha, tenemos un cadáver sin identificar en nuestras manos, una mujer joven, probablemente mexicana. La encontraron unos niños anoche.

Jack se reclinó en su sillón. De Hillsboro no faltaba ninguna persona que encajara con aquella descripción; en realidad no tenían mucha población hispana, pero en los últimos meses no se había dado parte en absoluto de ninguna persona desaparecida.

—¿Y?

—Bueno, no tenemos una mierda por donde empezar. La lluvia ha borrado todas las huellas y no existe ninguna causa obvia de la muerte. Ni heridas, ni marcas de estrangulamiento, ni golpes en la cabeza, nada.

—Sobredosis.

—Sí, eso es lo que he pensado yo. Pero lo que me tiene preocupado son los casos de GHB que han aparecido últimamente en Huntsvie, en Birmingham, por todas partes, y cada vez más numerosos.

—¿Crees que la violaron?

—No hay modo de saberlo con certeza hasta que recibamos el informe de la autopsia de Montgomery, pero yo diría que sí. Llevaba puesto un vestido, pero nada de ropa interior. De todas formas, me he acordado de un caso ocurrido en Huntsville hace un par de meses...

—Sí, ya lo recuerdo. Se parecía bastante.

Ambos guardaron silencio. Si un tipo estaba dispuesto a drogar a una mujer con GHB para poder tener relaciones sexuales con ella, era tonto pensar que no lo haría de nuevo. El problema radicaba en que el GHB era muy común y muy fácil de conseguir; pero si era un disolvente de limpieza, por Dios. Y los hombres también lo tomaban como estupefaciente, y hasta los culturistas. Las probabilidades de encontrar a un hombre no eran muchas, porque eran demasiadas las mujeres que se despertaban sin recordar dónde habían pasado la noche, ni con quién, pero cuyos cuerpos mostraban pruebas de actividad sexual. Y para dificultar todavía más la tarea de dar con aquella gentuza, estaba el hecho de que muy pocas mujeres informaban de ello a la policía.

—¿En qué crees que puedo ayudarte? —preguntó por fin, porque Petersen tenía que haberlo llamado por algún motivo, y no sólo para informarlo del caso, ya que él se habría enterado de todas maneras al leer los informes.

—Estaba pensando, ¿has tenido algún caso de GHB en Hillsboro?

—No que yo sepa, pero es que somos abstemios. El GHB se daba la mano con los bares, porque el alcohol disimulaba muy bien su sabor especial. Al no haber bares en Hillsboro, era lógico que no hubiera tenido ningún caso de violación con Ruffies o GHB... aún. Tarde o temprano, algún chico del pueblo moriría a causa de ello, o pillarían a un culturista que lo utilizara, pero hasta la fecha su pueblecito se había mantenido inmune. Eso no quería decir que en Hillsboro no hubiera nadie que lo usara, sino que habían tenido suerte de que ninguna de aquellas personas hubiera muerto.

—Sigo sin saber adonde quieres ir a parar —dijo.

—¿Tú visitas mucho las zonas de bares? Cuando estás fuera de servicio, claro está.

—Mira, estoy demasiado ocupado y soy demasiado viejo para eso.

—Nunca se es demasiado viejo para eso, amigo; no tienes más que entrar un día y fijarte en todos los que tienen canas. En fin, estaba pensando que eres bastante nuevo en la zona, y que si no te acercas hasta Scottsboro o Madison County para divertirte un poco, no es probable que te conozcan fuera de Hillsboro, ¿no es así? De modo que tal vez podrías darte una vuelta por los clubes y los bares, escuchar lo que se dice, quizá mantener los ojos abiertos por si ves a alguien echar esa mierda en las bebidas de las mujeres. Ir de incógnito, supongo.

—Y estrictamente de manera extraoficial y solo —dijo Jack en tono irónico.

—Mira, tío, es mejor así. Que no sea oficial. Tú eres un hombre soltero con una vida social activa; ¿hay algo más natural? Y si duran te una noche de diversión adviertes algo u oyes algo accidentalmente, bueno, yo creo que hay posibilidades de que tengamos una causa. ¿Qué me dices?

—Que será muy difícil.

—Conforme. Pero, maldita sea, no me gusta encontrarme con cadáveres de chicas jóvenes arrojados por ahí en mi condado. Puedo recurrir a mis fuentes habituales y practicar unas cuantas detenciones por posesión de droga, pero eso no frenará a esos hijos de puta que merodean por los bares. Necesitamos una ventaja, y estoy convencido de que tú eres la mejor baza que tenemos.

—No nos conviene indisponernos con la DEA y tal vez echar a perder una operación que ellos estén llevando a cabo.

—Que se jodan —repuso Petersen alegremente. Jack tuvo que reírse, porque todo aquello era en verdad un bonito montaje. Si en efecto daba con la pista de alguien, sería algo puramente accidental. Qué diablos, no le haría ningún daño pasar un rato en unos cuantos locales. Él era un experto en Operaciones Especiales, no en narcóticos, pero había visto lo suficiente para saber qué buscar.

—¿Quién más estará enterado de esto?

—¿De qué? —preguntó Petersen aquejado de un súbito ataque de amnesia.

—Supongo que tú no podrás indicarme algún que otro local interesante que haya por la zona, ¿verdad?

—No hablo por experiencia personal, como podrás comprender, pero he oído decir que el Hot Wíng de Scottsboro tiene marcha. Podrías echar un vistazo en el Buffalo Club de Madison County, y también en el Sawdust Palace de Huntsville. Si te interesa, puedo hacerme con algunos nombres más.

—Consígueme una lista —dijo Jack, y colgó.

Se recostó en su sillón y entrecerró los ojos mientras estudiaba el plan en su mente una vez más. No existían normas, porque estaba solo. Diablos, en realidad no existía ningún plan, sólo una misión de las de «mira a ver qué encuentras». Si se topaba con algo, iba a tener que actuar siguiendo su intuición, pero su entrenamiento le había enseñado a actuar con iniciativa en caso de duda.

Sintió el viejo golpe de adrenalina recorrerle las venas, la tensión de la emoción por lo que se avecinaba. Tal vez echara de menos la acción más de lo que había imaginado. Aquello no era lo mismo que una situación con rehenes o un compás de espera armado, pero sin duda alguna igual de importante. Estaban violando y en ocasiones matando a mujeres con ayuda de GHB; si él pudiera pillar a un hijo de puta echando algo en la bebida de alguien, con gusto le pondría de cojones contra la pared.

Aquella noche Daisy llamó insegura a la puerta, adornada con una complicada vidriera, de la casa de Todd Lawrence. La puerta en sí misma era una obra de arte, pintada en un tono azul que hacía juego con las persianas, y con los detalles perfilados en un verde oscuro que recordaba a un bosque; dado el número de plantas en macetas que llenaban el amplio porche, aquella analogía no resultaba muy descabellada. La vidriera relucía como si acabaran de limpiarla aquel mismo día con vinagre. La puerta estaba flanqueada por dos lámparas antiguas de bronce que arrojaban una luz suave que daba a la entrada un aspecto acogedor e invitaba a pasar.

A través del cristal vio que se acercaba una figura borrosa; acto seguido se abrió la puerta y apareció Todd Lawrence en persona, sonriente.

—Hola, Daisy, ¿cómo estás? Vamos, pasa. —Dio un paso atrás e hizo un gesto con la mano—. Tengo la sensación de que hace siglos que no te veía. No paso por la biblioteca tanto como debería. Desde que he abierto la tienda en Huntsville, parece que no me queda tiempo libre.

Todd siempre había tenido algo que lo hacía sentirse a uno como si fuera su mejor amigo. El contacto que había tenido Daisy con él era limitado, pero su actitud amable disipó parte del nerviosismo. Era un hombre delgado y pulcro, ataviado con unos pantalones informales de color tostado y una camisa de batista con los puños remangados. Medía aproximadamente uno setenta y ocho, tenía el cabello y los ojos castaños y una sonrisa fácil que hacía que uno sintiera automáticamente deseos de sonreír también.

—Los negocios prósperos tienen esa costumbre —dijo Daisy, siguiéndolo a la salita y tomando asiento en el abultado sofá floral que él le indicó.

—Así es. —Sonrió tristemente—. Paso una gran parte de mi tiempo libre yendo a subastas. Muchas veces no hay más que basura y reproducciones, pero de vez en cuando aparece una joya. auténtica. La otra noche compré un biombo oriental pintado a mano por menos de cien dólares, y lo vendí al día siguiente por tres mil. Me vino un cliente que estaba buscando justamente una cosa así.

—Hace falta tener buen ojo para saber distinguir entre antigüedades verdaderas y reproducciones —comentó Daisy—. Y años de estudio, supongo.

Todd se encogió de hombros.

—Yo he aprendido aquí y allá. Me gustan los muebles antiguos, de modo que es lógico que preste atención. —Apoyó las manos en las caderas y estudió a Daisy de la cabeza a los pies. Normalmente, un examen así la habría hecho sentirse incómoda, pero Todd tenía un brillo en los ojos que decía: «¿Qué, verdad que es divertido?»—. Así que quieres un cambio, ¿no es así?

—Un cambio total —respondió Daisy con sinceridad—. Estoy que da pena verme, y no sé cómo corregirlo. He comprado cosméticos y he probado a pintarme, pero tiene que haber un truco o algo así, porque el resultado ha sido horroroso.

Él rompió a reír.

—En realidad, la cosa tiene varios trucos.

—Lo sabía •—murmuró Daisy indignada. ¿Qué les habría costado a los fabricantes indicar en el envase del producto la manera correcta de aplicarlo?

—En su mayor parte, es cuestión de práctica y de aprender a no usar demasiado. —Hizo un gesto con la mano como para desechar la idea—. Maquillarse es fácil; yo puedo enseñarte en menos de una hora. ¿Qué más tienes pensado hacer?

Daisy sintió que le ardía la cara por tener que enumerar sus defectos. Por amor de Dios, ¿acaso no eran evidentes?

—Bueno, el pelo. Estaba pensando en que Wilma me diera unos reflejos...

—¡Dios santo, no! —exclamó Todd horrorizado. Daisy lanzó un suspiro.

—Exactamente la misma reacción que ha tenido mi familia.

—Escúchalas —aconsejó Todd—. Ellas saben de qué están hablando. Wilma no se ha puesto al día de las tendencias ni de los últimos avances en productos químicos. Dudo que haya asistido a un desfile de peinados desde que se sacó la licencia hace cuarenta años.

Hay algunos estilistas buenos en Huntsville y en Chattanooga que no te quemarán el pelo hasta la raíz.

Daisy se estremeció al imaginarse calva. Todd tomó un mechón de cabello en la mano y lo palpó con los dedos.

—El pelo lo tienes sano —dijo—. No se aprecia ningún estilo en particular, pero está sano.

—No tiene cuerpo.

Ya que había empezado, estaba decidida a no dejar pasar ni el menor defecto.

—Eso no es problema. Le vendrá bien un corte, y hoy día hay productos maravillosos que dan más cuerpo al cabello y lo vuelven más manejable. Además, aligerarlo un poco de peso también contribuirá. —La estudió de nuevo—. Olvídate de los reflejos. Yo creo que debes teñirte de rubia.

—¿R-rubia? —articuló Daisy. Ni siquiera se imaginaba a sí misma de rubia. Apenas podía concebir el aspecto que tendría con unos cuantos reflejos en el pelo.

—Nada estridente —dijo Todd—. Diremos al estilista que emplee varios tonos, para que parezca natural.

Para una persona que ni siquiera se había aplicado nunca un tinte de los que desaparecen con el lavado, teñirse el pelo de varios tonos de rubio parecía por lo menos igual de difícil que enviar a un hombre a la luna.

—¿C-cuánto tiempo se tardaría en hacer eso?

—Varias horas, diría yo. Habrá que hacerte un tratamiento doble.

—¿Qué es eso?

—Hay que borrar tu pigmento natural y luego aplicar mechas rubias para sustituirlo.

Bueno, por lo menos aquello tenía sentido. No sabía si alguna vez tendría el valor necesario para hacer algo tan drástico, pero era una opción que debía tomar en cuenta.

—Lo pensaré —dijo dubitativa.

—Piénsalo bien —repuso él—. ¿Qué más? Daisy suspiró.

—La ropa. No tengo el más mínimo estilo para vestir. Todd observó la falda y la blusa que llevaba puestas. Se había quitado el pantalón” nada más llegar a casa porque no podía soportar un minuto más preocupándose por si la gente le miraba o no el trasero.

—En realidad, sí lo tienes —dijo despacio—. Pero, por desgracia, está totalmente equivocado.

Las mejillas de Daisy se pusieron rojas como un tomate, y Todd rompió a reír.

—No te preocupes —le dijo amablemente tendiéndole una mano para ayudarla a ponerse en pie—. Lo que pasa es que nunca has aprendido a sacarte el máximo partido. Tienes un potencial enorme.

—¿De verdad?

—De verdad. —Hizo un movimiento circular con el dedo—. Date la vuelta. Despacio.

Daisy obedeció, tímidamente.

—Tienes buena figura —dijo Todd—. Deberías enseñarla, en vez de ocultarla debajo de esa ropa de señora mayor. Tienes un cutis excelente, dientes bonitos, y también me gustan esos ojos tan raros. Seguro que te has pasado la vida avergonzándote de ellos, ¿a que sí?

Daisy estuvo a punto de encogerse de vergüenza, porque de niña lo había pasado horriblemente mal por tener los ojos de diferente dolor y siempre procuraba mezclarse entre la gente para que nadie se fijara en ellos.

—Por el amor de Dios —dijo Todd—, exhíbelos. Son distintos, especiales. No es como si tuvieras el uno castaño y el otro azul, lo cual te daría un aspecto extraño de verdad, y no sé si será posible genéticamente. Nunca vas a ser una belleza deslumbrante, pero desde luego que puedes resultar pero que muy agradable a todo el que te mire.

—Eso es lo único que quiero en realidad —repuso Daisy—. No creo que pudiera soportar ser deslumbrante.

—Tengo entendido que resulta una carga —dijo él, sonriéndole—. En el baño es donde hay mejor luz, así que ven a mi tocador, si es que te atreves, y comencemos con esa transformación.

Daisy extrajo una bolsita de su bolso.

—He traído los cosméticos.

—A ver qué tenemos aquí. —Todd cogió la bolsita y la abrió. No hizo ningún ruidito de desdén, pero a Daisy le dio la impresión de que se estaba conteniendo—. Valdrá para empezar —dijo él con amable paciencia.

Pasó delante de ella para conducirla al cuarto de baño de su dormitorio, y si Daisy había albergado alguna duda sobre la inclinación sexual de Todd, aquel dormitorio la despejó del todo. Estaba exquisitamente amueblado en estilo Chippendale, con una enorme cama de cuatro pilares envuelta en elegantes colgaduras, y adornado de hermosas plantas artísticamente distribuidas por la habitación. Daisy deseó que su dormitorio fuera la mitad de bonito que aquél.

Dios santo, hasta el cuarto de baño estaba decorado. Todd lo había pintado de verde y blanco, con unos toques de melocotón y azules jaspeados. Cayó en la cuenta de que nunca había estado en el cuarto de baño de un hombre. Se sintió levemente decepcionada al ver un inodoro común, aunque, naturalmente, no había razón para que tuviera un retrete colgando de la pared. Además, no habría hecho juego con la decoración.

—No tengo ninguna —silla, lo siento —dijo Todd sonriendo de nuevo—. Los hombres no se sientan para afeitarse.

Jamás se le había ocurrido pensar en ello, pero Todd tenía razón; afeitarse era una cosa que los hombres no hacían sentados.

—Muy bien, en primer lugar retírate el pelo de la cara. ¿Tienes una diadema o algo?

Daisy negó con la cabeza.

—Entonces peínatelo por detrás de las orejas y retíratelo de la frente.

Daisy hizo lo que él le indicaba. De nuevo experimentó aquella horrible sensación de timidez; notaba los dedos torpes, incapaces de llevar a cabo el sencillo acto de meterse el pelo detrás de las orejas sin dar manotazos. Sospechaba que si tuviera que ir a alguna parte en aquel momento, tropezaría con sus propios pies.

Todd abrió un cajón del mueble del lavabo y sacó una caja que medía unos veinticinco centímetros de largo y doce de ancho. Accionó el cierre, levantó la tapa y al instante se desplegaron varias bandejitas llenas de toda clase de pinceles, barras de labios, y series de colores para los ojos y las mejillas dispuestos en pequeños envases.

—Dios mío —exclamó Daisy—. Tienes más cosméticos que Walmart.

Él se echó a reír.

—Qué va. Pero esta caja me trae recuerdos. Pasé una temporada en Broadway, y allí uno tiene que ponerse varias capas de maquillaje para no parecer un fantasma bajo los focos.

—Suena divertido. Yo no he estado nunca en Nueva York. Nunca he hecho gran cosa.

—Sí que era divertido.

—¿Por qué volviste aquí?

—No me sentía en mi casa —contestó él con sencillez—. Además, mi madre necesitaba que alguien cuidara de ella. Así es como funcionan las cosas: ellos te cuidan a ti cuando eres joven, y luego tú los cuidas a ellos cuando son viejos.

—La familia —dijo Daisy sonriendo, porque ella tenía la suya muy cerca.

—Exacto. Bueno —dijo, adoptando un tono presuroso—, vamos a empezar.

Después de una hora, más o menos, Daisy se contempló extasiada en el espejo. Estaba boquiabierta de asombro. No es que fuera una belleza arrebatadora, pero la mujer que vio en el espejo era atractiva y parecía segura de sí misma, vital. No se confundía con el papel de la pared. Y lo más importante de todo: ¡los hombres se fijarían en ella!

El proceso no había sido doloroso. Primero, Todd insistió en que se depilase las cejas: «No querrás unas cejas como las de Joan Crawford, querida. Ella tenía una sola ceja que medía como siete centímetros de largo, y la llamaba Osear, o algo así.» Pero, gracias a Dios, Todd tampoco quería que tuviera los ojos de Bette Davis, de modo que Daisy pudo limitar el destrozo a arrancar unos cuantos pelillos sueltos.

A continuación le enseñó paso a paso cómo aplicarse un maquillaje completo y, para alivio suyo, no resultó muy complicado. Lo principal era no usar una cantidad excesiva y tener siempre a mano un pañuelo de papel y un algodón para corregir posibles errores o eliminar el sobrante. Hasta lo del rímel le resultó fácil, una vez que utilizó el pañuelo de papel para absorber los grumos del cepillito antes de pintarse las pestañas.

—Bárbaros —murmuró Daisy observando sus hermosas pestañas negras en el espejo. No se veía un solo grumo.

—¿Cómo dices?

—Los fabricantes de rímel. Son unos bárbaros. ¿Por qué no pueden explicar que hay que limpiar la mayor parte del líquido del cepillo antes de pintarse?

—Cariño, ya tienen bastante de que preocuparse advirtiendo a la gente que no se meta el cepillo en el ojo ni que se lo coma. Supongo que se imaginan que si quieres llevar rímel, ya aprenderás a usarlo.

En fin, ella quería, y aprendió.

—Lo he conseguido —dijo lentamente, contemplándose en el espejo. Su cutis tenía un aspecto liso y luminoso, sus mejillas se veían suavemente sonrojadas, los ojos eran misteriosos y más grandes, los labios carnosos y húmedos. No había sido nada difícil.

—Bueno, cariño, naturalmente que sí. No tiene ningún misterio, sólo hay que practicar y no pasarse con el color. Ahora vamos a pensar en el estilo. ¿Qué te gustaría más: mujer natural, clásica y adinerada o provocativa y sexy?

Todd se quedó de pie en la puerta de su casa y se despidió alegremente de Daisy agitando la mano. No podía dejar de sonreír. Aquélla era la primera vez que pasaba un rato con ella, aunque por supuesto ya sabía quién era, y le había gustado de verdad. Era conmovedoramente ingenua para la edad que tenía, pero tierna, inteligente y sincera, sin una sola gota de hastío en el cuerpo. No tenía ni la menor idea de cómo sacar partido de su físico, pero, gracias a Dios, lo hizo él. Cuando hubiera terminado con ella, causaría sensación.

Fue hasta el teléfono y marcó un número. En cuanto respondieron al otro extremo de la línea, dijo:

—Tengo una candidata. Daisy Minor.