CAPÍTULO 4
Daisy estaba de pie bajo la lluvia, mirando fijamente la pequeña y destartalada casa de Lassiter Avenue que constituía su última esperanza. La pintura blanca se estaba desconchando, los pocos y esqueléticos arbustos que había necesitaban urgentemente una poda, el patio cubierto de hierbajos tenía aspecto de no haber sido segado en todo el verano, y el tejado que caía sobre el porche de entrada se veía hundido. La rejilla de la puerta estaba medio arrancada del marco en un lado, y había una ventana que lucía una gigantesca grieta. En su favor había que decir que el pequeño patio trasero estaba vallado. Daisy se esforzó por encontrar más cosas buenas en aquella casa, pero no halló ninguna. Lo único, es que estaba libre.
—Permítame que busque la llave, y entraremos —dijo la dueña, la señora Pipos, al tiempo que revolvía en su voluminoso bolso. La señora Phipps no alcanzaba el metro y medio de estatura, era casi igual de ancha que de alta, y llevaba el pelo peinado... o quizás es que le crecía así... en enormes bucles blancos que parecían tenues nubes. Subió resoplando a la acera rota y salvó un tramo que había desaparecido del todo.
—No es nada lujosa —advirtió, aunque Daisy se preguntó por qué creía necesario advertirla de nada—. Sólo tiene una salita, una cocina, dos dormitorios y un cuarto de baño, pero E.B. y yo criamos aquí a dos hijos sin ningún problema. Al fallecer E.B., mis hijos me compraron una autocaravana y la pusimos en la parte de atrás de la casa de mi hijo mayor, así tengo alguien cerca por si me pongo enferma o algo. Pero no he querido desprenderme de esta vieja casa. Fue mi hogar durante mucho tiempo. Además, el dinero de la renta ayuda.
El hundido porche de madera pareció ceder un poco más bajo el peso de la señora Phipps; Daisy permaneció detrás de ella, por si necesitaba su ayuda en caso de que se cayera. Pero la señora Phipps alcanzó la puerta sin incidentes y se puso a forcejear con la recalcitrante cerradura. Por fin giró la llave, y dejó escapar un gruñido de satisfacción.
—Ya está. Lo limpié todo después de que se marcharan los últimos inquilinos que estuvieron aquí, así que no tiene que preocuparse por la suciedad ni nada parecido.
La casa, en efecto, estaba limpia, tal como observó Daisy con alivio al entrar. Olía a rancio, claro, pero era porque estaba vacía, no de suciedad.
Las habitaciones eran pequeñas, la cocina apenas lo bastante grande para que cupiera en ella una mesa pequeña y dos sillas, y no logró imaginarse lo abarrotada que habría estado con una familia de cuatro miembros. Los suelos eran todos de linóleo agrietado, pero se podrían tapar con alfombras. El baño también era pequeño, pero en algún momento habían sustituido la bañera por un conjunto de bañera y ducha de fibra de vidrio azul que no hacía juego con el lavabo y el inodoro blancos. Un calentador pequeño sobresalía de la pared.
Daisy paseó en silencio de nuevo por las habitaciones, intentando imaginarlas con lámparas, cortinas y muebles acogedores. Si se quedaba con la casa, tendría que comprar aparatos de aire acondicionado para las ventanas, alfombras para los suelos, electrodomésticos para la cocina y muebles para el salón. Para el dormitorio ya tenía sus muebles, gracias a Dios, pero a no ser que comprase lo más barato que encontrara, iba a gastarse unos seis mil dólares en volver aquel lugar habitable. Menos mal que no vivía en una parte del país en la que la vida estuviera cara, de lo contrario se estaría enfrentando a un gasto de por lo menos del doble de aquella cantidad. El dinero lo tenía, aquél no era el problema, pero jamás se había gastado una suma tan grande en toda su vida. Sólo de pensar en ello, se le encogió el estómago de pánico.
Podía gastarse aquel dinero, o podía quedarse en casa de su madre y vivir allí hasta que se hiciera vieja y se muriera. Sola.
—Me la quedo —dijo en voz alta, una frase que le sonó extraña y lejana, como si la hubiera pronunciado otra persona.
El regordete rostro rosado de la señora Phipps se iluminó.
—¿De verdad? No pensaba... Es decir, no parecía usted ser de las que... Esta calle era antes decente y agradable, pero el vecindario ha decaído y... —Se quedó sin fuerzas, incapaz de expresar su sorpresa.
Daisy lo comprendió. Tan sólo una semana antes —¡cielo santo, incluso ayer mismo!— ella tampoco se habría imaginado a sí misma viviendo allí.
Tal vez estuviera desesperada, pero no era patética. Se cruzó de brazos y puso su mejor cara de bibliotecaria.
—El porche de la entrada necesita urgentemente una reparación.
Me encargaré yo por usted, sí quiere, siempre que descuente el coste de la reparación de la cuota del alquiler.
La señora Phipps también se cruzó de brazos.
—¿Y por qué iba yo a hacer eso?
—Dejará de cobrar esa parte de la renta en efectivo, cierto, pero a la larga su propiedad tendrá más valor y podrá cobrar un alquiler más alto la próxima vez.
Daisy esperaba que la señora Phipps fuera de las que ven las ventajas a largo plazo, en vez de pensar sólo en el dinero de la renta. No tenía ni idea de cuánto iban a costar las reparaciones, pero el alquiler costaba sólo ciento veinte dólares al mes, de modo que la señora Phipps quizá se pasaría varios meses sin ingresar renta alguna.
—No creo que pueda pasarme sin ese dinero extra durante tanto tiempo —dijo la señora Phipps, titubeante.
Daisy pensó a toda prisa.
—¿Y qué le parece cada dos meses? ¿Le vendría bien así? Yo pago las reparaciones ahora; luego pago renta un mes sí y otro no hasta que recupere mi dinero. O usted paga las reparaciones y aumenta la renta un poco.
La señora Phipps cambió el peso de una pierna a otra.
—No tengo tanto dinero para andar tirándolo. De acuerdo, lo haremos a su manera. Pero lo quiero por escrito. Y también quiero la renta del primer mes; después empezaremos con lo de los meses alternos. Tampoco está incluido ninguno de los gastos de agua y luz.
Por ciento veinte dólares al mes, Daisy no contaba con que estuvieran incluidos. Sonrió abiertamente y le tendió la mano.
—Trato hecho —dijo, y ambas se estrecharon la mano.
—Es más bien pequeña —comentó tía Jo a la mañana siguiente cuando ella y la madre de Daisy inspeccionaron la nueva guarida de la joven.
—Quedará perfecta —replicó Evelyn, tenaz—. Una mano de pintura y unas cortinas bonitas obrarán maravillas. De cualquier modo, no vivirá aquí mucho tiempo, dentro de nada conocerá a alguien especial. Daisy, cariño, si hay algo en el desván que quieras llevarte, no tienes más que cogerlo. —Echó otro vistazo a la casita—. ¿Qué tipo de decoración tienes en mente? —preguntó dubitativa, como si no se le ocurriera nada que mejorase de verdad el aspecto de la casa.
—Cómoda y acogedora —contestó Daisy—. Esto es demasiado pequeño para intentar otra cosa. Ya sabes, sillones sobrecargados con perros afganos tumbados en ellos, esa clase de cosas.
—Hum —dijo tía Jo—. El único perro afgano que he visto no era capaz de quedarse quieto en un sitio a no ser que lo amarrases. Es el perro más tonto del mundo.
Todas rompieron a reír suavemente. El sentido del humor de tía Jo tendía al absurdo, y tanto Daisy como su madre disfrutaban enormemente con aquellas fantasías.
—Sí que vas a necesitar un perro —dijo Evelyn de pronto, mirando alrededor—. O barrotes en las ventanas, y un sistema de alarma.
Los barrotes y el sistema de alarma sumarían otros mil dólares a la montaña de gastos. Daisy dijo:
—Buscaré un perro.
Además, un perro hacía compañía. Nunca había vivido sola, de modo que un perro le ayudaría a suavizar la transición. Sería agradable tener un animal doméstico; habían pasado ocho años —¡Dios santo, cuánto tiempo!— desde que murió de viejo el último animal de compañía de la familia.
—¿Cuándo piensas trasladarte? —inquirió tía Jo.
—No sé. —Dubitativa, Daisy miró a su alrededor—. Hay que dar de alta la luz y el agua, pero eso no llevará mucho tiempo. Tendré que comprar electrodomésticos para la cocina y esperar a que me los traigan, buscar muebles y alfombras, poner cortinas. Y pintar. Está claro que la casa necesita una mano de pintura.
Evelyn respiró hondo.
—Una buena casera habría pintado después de que se fueran los últimos inquilinos.
—La renta es de ciento veinte dólares al mes. Pintar la casa no entraba dentro del trato.
—He oído decir que Buck Latham está aceptando encargos para pintar los fines de semana para ganarse un dinero —dijo tía Jo—. Esta noche lo llamaré para ver si puede venir.
Daisy presintió otro sablazo en su cuenta bancaria.
—De la pintura puedo encargarme yo misma.
—No, no puedes —dijo tía Jo con firmeza—. Estarás bastante ocupada.
—Bueno, sí, pero aun así tendré tiempo...
—No, no lo tendrás. Vas a estar ocupada.
—Lo que Jo quiere decir, querida, es que hemos estado pensando y opinamos que necesitas acudir a un asesor de imagen.
Daisy las miró boquiabierta y seguidamente reprimió una carcajada.
—¿Y dónde se supone que voy a encontrar uno? —No creía que Wal-Mart contara con un asesor de imagen en plantilla—. ¿Y para qué necesito que alguien me diga la imagen que quiero tener? Ya he pensado en eso. Quiero que Wilma me corte el pelo, y que tal vez me dé unos reflejos, y luego me compraré cosméticos...
Tanto Evelyn como Joella movieron la cabeza en un gesto negativo.
—No bastará con eso —dijo tía Jo.
—¿No bastará para qué? Evelyn asumió el mando.
—Querida, si vas a hacer esto, hazlo bien. Sí, puedes cambiar de corte de pelo y maquillarte un poco, pero lo que necesitas es estilo. Necesitas tener presencia, algo que haga que la gente vuelva la cabeza para mirarte. Lo importante es la presentación, y no encontrarás eso en la sección de belleza del supermercado.
—Pero es que tengo que gastarme tanto dinero...
—No mires los centavos y te equivoques en los billetes grandes. ¿Crees que el general Eisenhower habría podido establecer una cabeza de playa en Normandía si hubiera dicho: «Esperad, estamos gastando demasiado dinero, vamos a enviar solamente la mitad de las lanchas»? Durante todos estos años has ahorrado dinero, pero ¿de qué sirve el dinero si uno nunca se lo gasta? Además, no te gastarás todo lo que has ahorrado.
A Daisy se la podía convencer, pero no apisonar. Concedió un instante de reflexión a la propuesta que le hacían.
—Antes quiero probar a mi manera. Luego, si no quedo satisfecha, consultaré a un asesor de imagen.
Como la conocían de toda la vida, tanto su madre como su tía sabían cuándo había tomado una decisión.
—Está bien. Pero no permitas que Wilma te arregle el pelo todavía —la advirtió tía Jo—. El daño podría ser irreparable.
—¡Pero si también te peina a ti! —exclamó Daisy, indignada.
—Cariño, yo no le permito que se me acerque jamás con productos químicos. Las cosas que he visto en esa peluquería harían que se te congelase la sangre en las venas.
Daisy tuvo una visión súbita del aspecto que tendría con una permanente de color verde y decidió que aguardaría antes de pedirle hora a Wilma. A lo mejor debía, efectivamente, ir a una de las otras ciudades cercanas a que le arreglaran el cabello, aunque eso signifícase hacerse un viajecito todos los meses para conservar el corte, y más dinero aún. Tal vez Wilma fuera mala, pero era barata.
Ahora bien, quizá Wilma fuera barata, pero era mala.
—Acuérdate, Normandía —murmuró.
—Exacto —dijo su madre en tono de satisfacción. Daisy era lo bastante cabezota para detenerse en el supermercado de camino a casa y gastarse una cantidad sorprendente en una pequeña bolsita de maquillaje. El rímel, la sombra de ojos, el colorete, el perfilador de labios y la barra de labios pesaban lo suficiente como para notarlos en el bolso, pero su bolsillo se había aligerado en veinticinco dólares y ni siquiera se había comprado cosméticos de los buenos. Aquel proyecto suyo se estaba convirtiendo en un pozo sin fondo.
También perdió un rato mirando las revistas de belleza, y encontró una que parecía enseñar mejor cómo maquillarse. Cualquiera que supiera leer podía aprender a hacer aquello, pensó con satisfacción, y se fue a casa con su bolsita de chucherías y su manual de instrucciones.
—¿Qué te has comprado? —quiso saber tía Jo en cuanto Daisy entró en casa.
—Sólo lo más básico. —Daisy enumeró el contenido de la bolsa—. No quiero probar con nada complicado, como el perfilador de ojos, antes de cogerle el tranquillo a lo demás. Voy a pintarme con todo esto después de cenar, a ver qué tal me queda.
Como era su cumpleaños, la cena fue una de sus favoritas: rollo de carne picada, puré de patatas y judías verdes. Pero estaba demasiado nerviosa para hacerle justicia al menú; aquel día habían ocurrido muchas cosas y sus nervios no parecían calmarse. Una vez limpia la cocina, su madre y tía Jo se acomodaron ante el televisor para ver La, Ruleta de la Fortuna—, y Daisy subió al piso de arriba a transformar su imagen.
Primero estudió la revista de belleza fijándose en la forma correcta de aplicar la sombra de ojos: un tono más suave bajo la ceja, medio en el párpado y más intenso en el ángulo externo. Parecía bastante sencillo. Había diagramas que empleaban los ojos de gacela de Audrey Hepburn a modo de ejemplo. Daisy abrió el pequeño envase y se quedó contemplando las cuatro sombras, de diferentes tonos de marrón. El marrón era muy aburrido; tal vez debería haber elegido el azul o el verde, incluso el morado. Pero si hubiera elegido el azul no habría hecho juego con su ojo verde, y si hubiera elegido el verde no habría hecho juego con su ojo azul. El morado no se lo imaginaba siquiera, así que se conformó con el marrón.
Era como si a lo largo de toda su vida se hubiera conformado con el marrón muchas veces.
Se llevó su pequeño tesoro al cuarto de baño y colocó todos los artículos sobre el lavabo. El aplicador de la sombra de ojos era una minúscula varilla con una esponjita en la punta; lo sacó del envase, lo pasó por la sombra de tono más claro y a continuación se lo extendió por debajo de las cejas como se indicaba en la revista. Observó el resultado en el espejo; bueno, casi no se apreciaba. Experimentó una mezcla de alivio y decepción.
De acuerdo, el paso siguiente consistía en probar con el tono medio. Había dos tonos medios, pero no creía que importase elegir uno u otro. Se aplicó uno de ellos sobre un párpado y el otro sobre el otro párpado, para poder comparar los dos. Al cabo de unos instantes de examen crítico, decidió que no era capaz de distinguir la diferencia entre ambos. Sin embargo, sus ojos tenían más expresión, como un color humo. Ya un poco más emocionada, se aplicó el tono más oscuro en el pliegue del párpado, pero se equivocó en la cantidad y la franja oscura que resultó parecía una especie de marca tribal. Había que difuminar. La revista decía que había que difuminar.
Daisy difuminó con toda su alma, intentando extender aquel polvo oscuro.
Bien, ahora se parecía más a Cleopatra que a Audrey Hepburn. Aun así, la cosa había resultado bastante fácil. Sólo tenía que tomárselo con más calma con el tono oscuro la próxima vez.
Acto seguido le tocó el turno al rímel. El más caro, según la revista, proporcionaba impacto a los ojos. Entusiasmada, hizo girar el cepillito una y otra vez dentro del tubo, y luego empezó a pintarse las pestañas.
El resultado final fue como si un grupo de orugas se le hubiera subido a las pestañas y hubiera muerto allí.
—¡Oh, no! —gimió, mirando fijamente el espejo. ¿En qué se había equivocado? ¡Aquello no guardaba ningún parecido con las modelos de la revista! Sus pestañas salían disparadas hacia fuera en forma de gruesos mazacotes, y cada vez que parpadeaba, las de arriba intentaban pegarse a las de abajo. Después de separarlas por segunda vez, hizo todo lo posible por no parpadear.
Sería de cobardes dejarlo ahora, ¿no? Tenía que llegar hasta el final. El colorete no podía ser tan horrible como la máscara de pestañas.
Pasó el pequeño pincel por el color y seguidamente se lo aplicó con todo cuidado sobre las mejillas.
—Santo cielo —susurró, observando el pequeño envase. ¿ Cómo demonios podía parecer mucho más oscuro en la cara que en la caja? Parecía que el sol le hubiera quemado las mejillas, aunque el sol nunca dejaba aquel tono exacto de rosa intenso sobre la piel.
Inexorable, se aplicó los cosméticos restantes, el perfilador de labios y la barra de labios, pero no sabría decir si el hecho de hacerlo mejoraba o empeoraba la situación. Lo único que sabía era que el resultado final fue espantoso; parecía un cruce de payaso de rodeo americano con algo sacado de una película de miedo.
Decididamente, necesitaba ayuda.
Con gesto serio, fue al piso de abajo, donde todavía continuaba La Ruleta de la Fortuna. Evelyn y Jo se la quedaron mirando con los ojos como platos y la boca abierta, silenciosas y estupefactas.
—Dios bendito —exclamó tía Jo por fin.
A Daisy le ardían las mejillas debajo del colorete, lo cual prestaba mayor intensidad al color.
—Tiene que haber algún truco para hacerlo bien.
—No te molestes —rogó su madre, al tiempo que se levantaba y la rodeaba con el brazo para consolarla—. La mayoría de las chicas jóvenes aprenden a base de ensayo y error en la adolescencia. Tú no te tomaste esa molestia, eso es todo.
—No tengo tiempo para aprender a base de ensayo y error. Necesito dominar esto a la perfección, ya.
—Por eso te hemos sugerido lo del asesor de imagen. Piénsalo, cariño; será el método más rápido.
—Beth podría enseñarme —dijo Daisy, inspirada. Su hermana pequeña no iba precisamente pintadísima, pero sí sabía sacar el máximo partido a su imagen. Además, Beth no le cobraría nada.
—Me parece que no —contestó Evelyn con suavidad.
Daisy parpadeó. Grave error. Y mientras luchaba por separar sus pestañas, preguntó:
—¿Y por qué no?
Evelyn titubeó, y después dejó escapar un suspiro.
—Cariño, tú siempre has sido la lista, de modo que Beth acaparó lo de ser guapa como territorio propio. No creo que ella se tome muy bien que tú le pidas que te ayude a ser guapa además de lista. No es que tú no seas guapa —se apresuró a añadir Evelyn, por si acaso hería los sentimientos de su hija—. Lo eres. Lo que pasa es que nunca has aprendido a sacarle partido a tu físico.
La idea de que Beth pudiera sentir el menor atisbo de celos hacia ella le resultó tan extraña que no logró asimilarla.
—Pero si Beth siempre sacaba buenas notas en el colegio. No es tonta. Es lista y guapa, ¿por qué no iba a querer ayudarme?
—Beth no se siente tan inteligente como tú. Acabó el instituto, pero tú tienes un título universitario.
—Ella no fue a la universidad porque se casó con su novio del instituto a los dieciocho años y echó raíces para formar una preciosa familia —señaló Daisy. De hecho, Beth tenía lo que ella misma había deseado siempre—. Ella fue la que decidió no ir.
—Pero uno siempre piensa en lo que dejó atrás —señaló tía Jo, subrayando lo último que estaba pensando Daisy—. Lo que quiere decir Evelyn es que no debes poner a Beth en ese apuro. Si te rechaza se sentirá mal, y si te ayuda será como vestirse de lana en verano: uno se siente a disgusto y le pica todo.
Idea descartada. Por suerte, se le ocurrió otra:
—Supongo que podría ir a unos grandes almacenes de Chattanooga o de Huntsville y dejar que me maquillaran allí.
—De hecho —dijo tía Jo—, nosotras hemos pensado en alguien de aquí, de Hillsboro.
—¿Aquí? —Desconcertada, Daisy intentó acordarse de alguien de Hillsboro que aun remotamente pudiera ser considerado un asesor de imagen—. ¿Quién? ¿Ha venido alguien nuevo a la ciudad?
—Pues... no. —La tía Jo se aclaró la garganta—. Hemos pensado que Todd Lawrence lo haría muy bien.
—¿Todd Lawrence? —Daisy las miró boquiabierta—. Tía Jo, el mero hecho de que un hombre sea homosexual no significa que reúna los requisitos para ser asesor de imagen. Además, no sé si Todd está al día de lo que se lleva. Si no es así, me fastidiaría mucho molestarlo preguntándoselo.
Todd Lawrence era varios años mayor que ella, por lo menos se encontraba al principio de la cuarentena, y era un hombre muy digno y reservado. Se había marchado de Hillsboro a los veintipocos y, según su madre viuda, que lo adoraba, le fue bastante bien en Broadway, pero como nunca tenía recortes o artículos de periódico que enseñar donde se mencionase su nombre, todo el mundo pensaba que probablemente fue su visión parcial de madre lo que la llevó a pensar que su hijo tenía tanto éxito. Todd regresó a Hillsboro unos quince años después, para cuidar de su madre durante el último año de vida de ésta, y desde su muerte vivía solo y con discreción en la antigua casa victoriana situada casi a las afueras del pueblo.
—Oh, claro que está al día —repuso Evelyn—. Por el amor de Dios, ha abierto una tienda de antigüedades y decoración en Huntsville. ¿Y cuántos hombres heterosexuales saben qué color es el malva? En Semana Santa, Todd me dijo que el malva me sentaba muy bien; ¿no te acuerdas de que este año llevaba un vestido de ese color? Y lo dijo delante de varias personas. De modo que sí está al día.
—No sé —dijo tía Jo dubitativa—. Lo del color malva no es prueba suficiente. ¿Y si uno tiene una mujer que lo tiene el día entero mirando muestras de pintura? Ése podría saber cómo es el malva. La verdadera prueba sería el color «bermellón». Pregúntale a Todd por el bermellón.
—¡No pienso preguntarle eso!
—Bueno, aparte de preguntarle directamente si está al día, no sé de qué otro modo vas a enterarte. Daisy se frotó la frente.
—Nos estamos desviando de lo importante. Aunque Todd sea homosexual...
—Lo es —dijeron ambas hermanas con gran seguridad.
—De acuerdo, lo es. ¡Pero eso no significa que entienda algo de maquillaje!
—Ha estado en Broadway, por supuesto que entiende de maquillaje. Toda la gente que trabaja en el mundo del espectáculo entiende de maquillaje, sea homosexual o no. Además, ya lo he llamado —dijo Evelyn.
Daisy soltó un gemido.
—Mira, no te pongas nerviosa —la advirtió su madre—. Ha sido de lo más amable, y me ha dicho que naturalmente que está dispuesto a ayudarte. No tienes más que llamarlo cuando ya te hayas decidido.
—No puedo —dijo Daisy sacudiendo la cabeza en un gesto negativo.
—Mírate otra vez en el espejo —le sugirió tía Jo. De mala gana, Daisy giró la cabeza para mirarse en el espejo situado encima de la chimenea. Lo que vio la hizo contraer el rostro en una mueca de desagrado, y se rindió sin más remordimientos de conciencia.
—Lo llamaré mañana por la mañana.
—Llámalo ahora —la instó Evelyn.