CAPÍTULO 24

La señora Nolan temblaba intensamente, pero habló con coherencia. Para cumplir con todas las formalidades, Jack insistió en que se le hiciera la prueba de la alcoholemia; no dio nada. No sólo no estaba borracha, sino que aquel día no había tomado ni una pizca de alcohol. Uno de sus investigadores le tomó declaración; luego, varios de ellos escucharon la cinta del contestador. La voz del alcalde sonaba un poco metálica, pero era reconocible:

La atrapará cuando salga de la biblioteca para ir a almorzar, o cuando se vaya a casa por la tarde. Sencillamente desaparecerá. Cuando Sykes se encarga de algo personalmente, no hay problemas.

—¿De veras? —Aquél era el segundo individuo, el que la señora Nolan identificó como Elton Phillips, un adinerado hombre de negocios de Scottsboro—. Entonces, ¿por qué han encontrado tan rápidamente el cadáver de Mitchell?

—De eso no se encargó Sykes. Él se quedó en el club para averiguar quién los había visto en el aparcamiento. Los otros dos fueron quienes se encargaron del cadáver.

—Un error por parte del señor Sykes.

—Sí.

—Entonces, ésta es su última oportunidad. Y también para usted.

No se había nombrado a Daisy de modo específico, pero con la mención de la biblioteca y el testimonio de la señora Nolan sobre la parte de la conversación que no había grabado, no era necesario. Se había mencionado a Mitchell, y a alguien que los estaba viendo desde el aparcamiento del club. Con el testimonio de Daisy y la identificación de dos de los hombres que habían matado a Mitchell, más la voz de Temple en la cinta, el alcalde quedaba firmemente implicado en un asesinato. La señora Nolan no comprendía la referencia que había oído acerca de un envío de rusas, pero Jack comenzaba a albergar desagradables sospechas.

Con independencia de aquello, el alcalde y su amigo estaban listos. Eva Fay que era una de las personas que estaban reunidas escuchando la cinta, dijo con las manos apoyadas en las caderas: —Menuda serpiente.

Su gente estaba furiosa, observó Jack. Investigadores, patrulleros y el personal de oficina; todos estaban indignados. Él ya no era el forastero, sino uno de ellos, y su mujer había sido amenazada. Y no se trataba, de una mujer cualquiera, sino de Daisy Minor, a la que la mayoría de ellos conocían desde hacía años. Lo malo de vivir en un pueblo era que todo se convertía en una cuestión personal. Lo bueno era que todo se convertía en una cuestión personal. En los momentos de adversidad, aquel sistema de apoyos funcionaba en masa.

—Traigamos aquí al alcalde para interrogarlo —dijo Jack en voz baja, conteniendo con esfuerzo su propia rabia. Daisy se encontraba a salvo; eso era lo más importante—. Pónganse en contacto con el departamento de policía de Scottsboro y que detengan también al señor Phillips.

Le hubiera gustado tender una red para capturar al tal señor Sykes, pero no contaba con suficientes hombres para bloquear todas las calles del pueblo y empezar a pedir a todo el mundo que se identificase. Sykes lo preocupaba, pero mientras Daisy siguiera en el mismo sitio, no podría dar con ella.

—He ordenado no comunicar nada por radio —dijo Tony Marvin—. No tendrá ni idea de que pensamos atraparlo.

—Seguro que sí. ¿Se acuerda de Kendra Owens? ¿Cree que se habrá pasado el día calladita sin explicarle a nadie lo de la llamadita de la señora Nolan?

—Ni mucho menos —contestó Eva Fay—. Kendra es un encanto, pero le encanta hablar.

—En ese caso, tenemos que suponer que el alcalde sabe que la señora Nolan nos llamó. Estará en guardia, pero no conoce la existencia de la cinta, así que quizá no haya salido pitando. Vamos, pongámonos en marcha.

A aquella maldita señorita Minor no se la encontraba por ninguna parte del pueblo, lo cual estaba poniendo a Sykes muy nervioso. No había ido a trabajar; tampoco estaba en casa. Sencillamente se había esfumado. Y cuando la gente se desvía tanto de sus actividades normales, algo pasa.

Incluso había llamado a la biblioteca y tuvo cuidado de hacerlo por un teléfono público por si acaso tenían un identificador de llamadas —cosa poco probable tratándose de un edificio municipal, pero posible, y aquel maldito servicio de devolución de la llamada significaba tenerse que andar con cuidado— para preguntar por la señorita Minor. La mujer que le había contestado sólo le dijo que no estaba, pero él había podido percibir en su voz una cierta tensión subyacente, una rigidez que lo preocupó todavía más.

De acuerdo, no iba a atrapar a la señorita Minor aquel día. Era un contratiempo, no una catástrofe.

Pero ¿qué era lo que tenía tan nerviosa a la mujer de la biblioteca?

Era un pequeño detalle, el nerviosismo en la voz de una mujer, pero eran los pequeños detalles los que saltaban y lo mordían a uno en el culo cuando menos se lo esperaba, si no les prestas atención y te ocupas de ellos. Y su instinto le decía que había llegado el momento de prestar atención.

Llamó al alcalde por su línea privada, pero no obtuvo respuesta. Otro detalle preocupante. Por lo que sabía, éste tenía planeado quedarse todo el día en su despacho, lo cual le proporcionaría una coartada hermética respecto a la desaparición de la señorita Minor, por si acaso.

La siguiente llamada fue al teléfono móvil del alcalde. Nada. Ya inquieto de veras, Sykes llamó al alcalde a su casa. El mismo Nolan lo cogió al segundo timbrazo.

—La señorita Minor no ha ido a trabajar hoy —dijo Sykes—. Voy a dejarlo por el momento.

—¡Sykes! ¡Gracias a Dios!

El alcalde parecía estar sin aliento y a punto de perder el control, lo cual no era bueno en absoluto.

—Escucha, tenemos problemas. Tenemos que ponernos de acuerdo en la misma versión, respaldarnos el uno al otro. Lo único que tenemos que hacer es guardar discreción durante un tiempo, y creo que pasará la tormenta.

—¿Problemas? ¿Por qué? Sykes mantuvo el tono calmado.

—Jennifer me oyó esta mañana hablar con el señor Phillips, y la jodida borracha llamó a la biblioteca y preguntó por Daisy. Daisy no estaba allí, así que le contó a Kendra Owens que yo estaba conspirando para que mataran a Daisy Minor.

Dios. Sykes se pellizcó el puente de la nariz. Si el alcalde hubiera tomado una pizca de precauciones antes de hablar por teléfono...

—¿Y qué hizo Kendra Owens? —La pregunta era sólo pura formalidad. Demasiado bien sabía lo que había hecho Kendra Owens.

—Llamar al departamento de policía. Menos mal que Jennifer es una borracha, porque no creo que la haya creído nadie. Pero si tú hubieras atrapado a Daisy hoy, eso habría dado lugar a toda clase de preguntas. Genial. Ahora estaba alertada la policía de Hillsboro. —Hay otra cosa más. Con un esfuerzo, Sykes conservó la calma. —¿Qué más?

—El jefe Russo y Daisy están saliendo juntos.

—¿Y qué interés puede tener eso para mí?

—Russo es el tipo al que pedí que consultara la matrícula del coche ayer. Le dije que había visto el vehículo aparcado en un carril de bomberos frente a la consulta de un médico. Sabe que le mentí, porque sabía que Daisy no estaba enferma. Y cuando me dio la información, fingió no conocerla.

De acuerdo, de modo que ahora tenían un jefe de policía que albergaba sospechas. Otra vez aquellos malditos detalles; Nolan había añadido demasiados, y lo habían pillado en falta. Si se hubiera limitado a pedirle al jefe de policía que consultara la matrícula, sin dar explicaciones, éste habría querido saber por qué el alcalde estaba investigando el coche de su novia, pero no sabría que Nolan había mentido. En cuanto a eso, ¿por qué había tenido Nolan que pedirle al maldito jefe de policía que le consultase un simple número de matrícula? Pero no, Nolan no pudo valerse de un peón cualquiera; tuvo que acudir al jefe, sólo para exhibir su poder.

—He venido a casa para buscar a Jennifer y encerrarla, pero la muy perra no está aquí.

—Eso está bien. No causaría buena impresión que apareciese muerta después de haber hecho una llamada así.

—Es una borracha —dijo Nolan quitándole importancia al tema—. Y los borrachos tienen accidentes todo el tiempo.

—Es posible, pero por el momento seguiría pareciendo sospechoso. Tú continúa guardando la discreción.

Nolan no pareció oírlo.

—Puede que la lleve a hacer otra visita al señor Phillips. A él le gustaría, pero a ella no. —Aquella idea lo complació, porque se echó a reír.

Estaba tratando con idiotas. Sykes cerró los ojos.

—Es posible que la policía la tenga vigilada, de modo que a Phillips no le gustaría que tú los condujeses directamente hasta él.

—No. Tienes razón. Pero de todos modos tengo que encontrar a Jennifer. Dijo algo acerca de ir a la peluquería, y es lo bastante tonta como para hacer una llamada así y después irse dando tumbos al salón de belleza.

O la policía se la habría llevado a prestar declaración, lo que era lo más probable. ¿Es que no sabía Nolan nada acerca de los procedimientos policiales? La policía no se limitaba a descartar una llamada como aquélla, sobre todo cuando el sujeto era la amante del jefe. La señorita Minor había desaparecido convenientemente, la señora Nolan también faltaba de su casa y probablemente se encontraba en el departamento de policía, y el siguiente paso era detener al alcalde para interrogarlo.

Aquello no tenía buena pinta. Después de la actuación de Nolan el día anterior y lo de hoy, Sykes había revisado drásticamente a la baja la opinión que tenía de él. Era un hombre de sangre fría, pero no soportaba la presión y permitía que su ego se entrometiera en su claridad de pensamiento. ¿Qué ocurriría cuando la policía comenzase a formularle preguntas? Tal vez aguantara el tipo, pero si lo vapuleaban un poco intentaría llegar a un acuerdo y pasaría por encima de todo el mundo.

Bien, no podía permitir que sucediese tal cosa.

—¿Es buen policía ese jefe? —inquirió.

—Muy bueno. Formó parte de un equipo de Operaciones Especiales en Chicago y más tarde en Nueva York. Tuve suerte de conseguir que viniera a un pueblo tan pequeño como Hillsboro.

Sí, la misma suerte que la de una tortuga cruzando una autopista: Haría falta un milagro para que lograra cruzar sin terminar aplastada. Sykes no creyó que a Nolan lo esperase ningún milagro. Había escogido un jefe de policía que se encontraba a sus anchas en los frentes más duros, que reaccionaría agresivamente ante una amenaza hecha a su novia. Lo único que operaba a su favor en aquel punto, que él pudiera ver, era que la muerte de Mitchell y el descubrimiento de su cadáver no habían sucedido dentro de su jurisdicción.

Entonces se le ocurrió una idea.

—Esta mañana, al hablar con el señor Phillips, ¿mencionaste a Mitchell?

—Por eso precisamente me llamó el señor Phillips. No le había hecho muy feliz enterarse de que hubieran hallado el cadáver tan pronto, y le expliqué que se debía a que no te habías encargado de ello tú mismo.

Así que Nolan no sólo había mencionado el nombre de Mitchell, sino también el de Sykes. La señora Nolan no los conocía, pero ahora tenía sus nombres. Todo aquel asunto se estaba desenrollando tan deprisa que Sykes no acertaba a atrapar los cabos sueltos.

—Voy a decirte una cosa —dijo Sykes—. Tú quédate quieto y finge que no pasa nada fuera de lo normal, y no podrán tocarnos.

—-Ya, claro.

—No ha pasado nada, no se ha intentado nada contra la señorita Minor, de modo que no se ha cometido ningún delito. Cabe la posibilidad de que Russo se pregunte por qué mentiste en lo de la matrícula del coche, pero da igual. Cíñete a tu versión de la historia. Puede que anotases mal el número, cambiases de sitio algunas cifras, algo así.

—Buena idea.

—Si te interrogan acerca de la llamada telefónica de la señora Nolan, diles que no tienes ni idea de lo que están hablando. ¿Ha bebido esta mañana?

—Bebe siempre —respondió Nolan. —¿La viste tomarse una copa? —No, pero estaba torpe, tropezaba con todo. Tal como iban las cosas, si Nolan creía que su mujer estaba borracha, Sykes estaba dispuesto a apostar que Jennifer estaba más sobria que una piedra.

—¿Crees que Russo me interrogará?

¿Saldrá el sol mañana?

—Probablemente. No te preocupes, tú sigue el plan.

—¿Debería advertir al señor Phillips?

—Yo no lo haría. Deja que todo esto se olvide, y jamás se enterará de nada. Nos encargaremos de ese envío de rusas y él se quedará más contento que unas castañuelas.

—Mierda, me había olvidado del envío.

—No hay problema. Lo tengo cubierto —dijo Sykes, y colgó.

Lo que tenía delante, pensó era una solemne jodienda. La mujer del alcalde tenía su nombre, Sykes, y el de Mitchell. Si Russo era la mitad de buen policía de lo que Nolan decía que era, tendría la declaración de la señora Nolan y estaría comprobando todo lo que ella le hubiera dicho. A Mitchell no lo habían encontrado en su jurisdicción, pero con tantos jodidos ordenadores por todas partes, lo único que tenía que hacer Russo era pedir una búsqueda y, oh, maravilla, aparecería un muerto llamado Mitchell. Aquello revolvería de verdad las cosas, y cuando empezasen a preguntarse qué tenía que ver un muerto con Daisy Minor, le enseñarían a ésta la foto de Mitchell y a lo mejor se acordaba por casualidad de dónde lo había visto... y de los tres hombres que estaban con él.

Había ocasiones en las que no había otra cosa que hacer que ahorrar pérdidas y controlar los daños. Y aquélla era una de esas ocasiones.

Sykes sopesó sus alternativas. Podía ahuecar el ala; ya tenía funcionando su otra identidad. Pero siempre había pensado reservar su otra identidad para una situación de vida o muerte, y aquélla no lo era. Tendría que aguantar un poco, quizá pasarlo mal durante uno o dos años, o ni siquiera eso. No había sido él quien empuñó el cuchillo; podían detenerlo por conspiración para cometer un delito, obstrucción, cosas así, pero no por asesinato. Además, contaba con una poderosa arma de la que servirse: información. La información era lo que movía el mundo, y lo que empujaba a los fiscales a hacer tratos.

No tenía ninguna fe en Temple Nolan; aquel hombre era capaz de cambiar de chaqueta a la más mínima. Dentro de pocas horas, Glenn Sykes sería un hombre buscado por la policía.

Pero no si él cambiaba de chaqueta primero.

Con calma, tal como lo hacía todo, se dirigió en coche al departamento de policía de Hillsboro. Para ser un departamento de un pueblo soñoliento, parecía estar insólitamente ajetreado; había un montón de coches en el aparcamiento. Entró por las puertas de cristal automáticas y se fijó en los agentes que formaban corrillos y hablaban en voz baja; en el aire se podía respirar la tensión. Los agentes de patrulla deberían estar en sus coches, patrullando, de modo que aquellos tipos probablemente pertenecían al primer turno y andaban por ahí ociosos. Una vez más, un detalle revelador.

Se acercó hasta el sargento de recepción con las manos a los costados, visiblemente vacías.

—Quisiera hablar con el jefe Russo, por favor.

—El jefe está ocupado. ¿En qué puedo servirle?

Sykes miró a su izquierda, a un largo pasillo. Vio brevemente una mujer muy guapa, alterada, que aceptaba una taza de café de un tipo vestido de paisano, probablemente un investigador. Como se había preocupado de saber cosas de Temple Nolan, reconoció a la señora Nolan al instante. Desde luego, no parecía estar borracha ni actuaba como si lo estuviera; he ahí la teoría de Nolan.

Se volvió al sargento de recepción.

—Soy Glenn Sykes. Creo que están ustedes buscándome.