CAPÍTULO 16
El setter inglés correteaba alegremente por entre la hierba, que le llegaba a la altura de la rodilla, haciendo caso omiso de las órdenes que le gritaba su dueño. Era una perrita joven y aquel día era el segundo que salía al campo. La había adiestrado en su patio para que aprendiera a recoger objetos, utilizando diversos cebos, pero por lo general sus instintos cazadores se imponían a las circunstancias. Sin embargo, en el campo su exuberante juventud la dominaba. Había tantos olores interesantes que investigar, los aromas de los pájaros, los ratones, los insectos, las serpientes, cosas que no conocía y a las que quería seguir. Aquella mañana flotaba en el aire un aroma particularmente especial que la sacó del campo y la llevó al interior del bosque que lo bordeaba. Detrás de ella, su dueño soltó una maldición.
—¡Maldita sea, Lulú, vuelve aquí!
Lulú no obedeció, sino que se limitó a menear la cola y se lanzó hacia unos arbustos bajos donde el olor era más fuerte. Olfateó el suelo agitando su sensible hocico.
Su dueño chilló:
—¡Lulú! ¡Ven aquí, pequeña! ¿Dónde te has metido?
La perrita agitó la cola y comenzó a escarbar.
El hombre vio la cola que se agitaba y luchó por abrirse paso entre la maraña de ramas, zarzas y matorrales que crecían bajo los árboles, maldiciendo a cada paso.
Lulú se fue excitando más a medida que el olor se hacía más intenso. Retrocedió y ladró para mostrar su agitación, y al instante se lanzó de nuevo dentro del arbusto. Su dueño apretó el paso, súbitamente alarmado, porque la perrita casi nunca ladraba.
—¿Qué es, pequeña? ¿Una serpiente? Ven aquí, Lulú, ven.
Lulú agarró algo con los dientes y empezó a tirar de ello. Aquella cosa pesaba mucho y no quería moverse. Escarbó un poco más, haciendo volar la tierra a su espalda.
—¡Lulú! —Su dueño llegó hasta ella y la aferró por el collar para tirar hacia atrás. Llevaba una rama en la mano por si acaso tenía que defenderse de una serpiente de cascabel. Miró fijamente lo que Lulú había desenterrado y retrocedió espantado, tirando de la perrita con él—. ¡Dios mío!
Miró frenético a su alrededor, temiendo que quien hubiera hecho aquello estuviera aguardando. Pero el bosque permaneció en silencio excepto por el murmullo de la brisa en las hojas; él y Lulú habían molestado a los pájaros, y éstos habían desaparecido o bien enmudecido, pero los oyó cantar y silbar a lo lejos. Ningún disparo alteró aquella serenidad, ningún maníaco salió de entre los árboles con un cuchillo para atacarle.
—Vamos, pequeña. Vamos —dijo, atando la correa al collar de la perrita y palmeándola en el flanco—. Lo has hecho muy bien. Vamos a buscar un teléfono.
Temple Nolan contempló el papel que sostenía en la mano, el número de matrícula que llevaba escrito. Sentía el frío dedo del pánico subiéndole por la espalda. Alguien, una mujer, había presenciado la muerte de Mitchell, aunque por lo visto Sykes pensaba que no le había prestado la menor atención o que, al estar oscuro, no había entendido lo que estaba viendo, porque a continuación entró con toda calma en el Buffalo Club.
Prefirió pensar creer que Sykes no se equivocaba, pero las tripas no dejaban de darle vueltas. Lo único que hacía falta era un cabo suelto y alguien que tirara de él para sacar a la luz todo aquel montaje. Sykes debería haberse encargado él mismo de Mitchell, en lugar de llevarse aquel par de patanes para que lo ayudasen. Deberían haber esperado hasta que no se encontrara en un lugar público para echarle el guante. Deberían haber... ¡joder!, deberían haber hecho muchas cosas, pero ya era demasiado tarde, y lo único que podían hacer ahora era contener el daño y esperar que la cosa terminara ahí.
Cogió el teléfono del despacho y marcó la extensión del jefe Russo. Eva Fay contestó al primer timbrazo.
—Eva Fay, soy Temple. ¿Está el jefe? —Siempre utilizaba su nombre de pila. Por un lado, hacía que la gente se mostrara más colaboradora; por otro, aquél era un pueblo pequeño y enseguida correría el rumor de que él se creía mejor que los demás, si insistiera en emplear su cargo. Vivía en una casa grande, era socio del club de campo de Huntsville y también del de Hillsboro, que era una pobre excusa de club, se movía dentro de un círculo muy exclusivo, pero mientras continuara actuando como un buen tipo, lo seguirían reeligiendo.
—Por supuesto, alcalde —respondió Eva Fay.
El jefe cogió el teléfono, y su voz profunda sonó casi como un ladrido.
—Russo.
—Jack, soy Temple. —De nuevo el nombre de pila—. Escucha, cuando venía hacia aquí esta mañana, he visto un coche aparcado en el carril de bomberos, frente a la consulta del doctor Bennet. Me he apuntado el número de la matrícula, pero no quise causar problemas a un posible incauto llamando a un agente para que le pusiera una multa, y he pensado que si me haces el favor de consultar el número de la matrícula y me das el nombre del dueño, le daré un toque por teléfono y le diré que no vuelva a aparcar ahí.
No había nadie que representara mejor que él el papel de buen tipo.
—Claro. Deja que coja un bolígrafo. —El jefe ni siquiera parecía sorprendido. Se estaba acostumbrando a aquel pueblo—. Vale, dispara.
Temple le leyó el número de matrícula.
El jefe Russo dijo:
—No tardaré ni un minuto. ¿Quieres esperar al teléfono?
—Claro.
Cuando la información apareció en la pantalla del ordenador, Jack se la quedó mirando con incredulidad. Permaneció allí sentado por espacio de unos instantes, con el rostro contraído en una dura máscara; después imprimió el contenido de la pantalla y regresó a su despacho con el papel en la mano.
Pero no tomó el auricular del teléfono. Que esperara el alcalde.
El coche estaba registrado a nombre de Dacinda Ann Minor, y la dirección era la misma a la que acababa de mudarse Daisy. El automóvil era un Ford de ocho años, de modo que estaba claro que era el de ella. No sabía que se llamara Dacinda en vez de Daisy, pero, qué diablos, si a él le hubieran puesto el nombre de Dacinda, también se lo habría cambiado por el de Daisy.
No sabía qué estaba ocurriendo, pero sí sabía una cosa: aquel cabrón estaba mintiendo. Su Daisy era capaz de correr desnuda por la plaza antes que aparcar en un carril para bomberos. No sobrepasaba el límite de velocidad, no cruzaba la calle sin mirar, ni siquiera pronunciaba un taco.
Y no sólo eso, sino que tampoco había estado aquella mañana en la consulta del doctor Bennet. Lo sabía porque él mismo había terminado pasando la noche, y ella estaba bien. Radiante. Con una sonrisa enorme en la cara. Tuvo que pasarse por su casa para cambiarse de ropa, pero cuando llegó al despacho vio el coche de Daisy aparcado como siempre detrás de la biblioteca.
Entonces, ¿quién estaba consultando la matrícula de Daisy, y por qué?
Pensó a toda prisa. Podía mentir y decir que era una matrícula robada y pedirle al alcalde una descripción del coche. También podía decirle que era el coche de Daisy y tratar de enterarse de lo que estaba pasando.
Primero Todd Lawrence, y ahora Temple Nolan. Le estaban prestando demasiada atención a una insignificante bibliotecaria, y también eran demasiados los detalles que no tenían sentido. Aquella leve incomodidad se había convertido en un auténtico hormigueo entre los omoplatos.
¿Qué posibilidades había de que cualquier chismorreo sobre Daisy y él hubiera llegado a oídos del alcalde? No se movían en los mismos círculos. Pese a toda su camaradería, el alcalde no se relacionaba mucho con la gente del pueblo. Se ocupaba de los actos oficiales, pero no de mucho más. Se le daba bastante bien el don de gentes que la mayoría de la gente no percibía, o bien atribuían la ausencia del alcalde en determinadas funciones a su esposa, Jennifer, que obviamente se pasaba trompa la mayor parte del tiempo. Jack se había fijado en que el alcalde utilizaba muchas veces a su esposa como una cómoda excusa.
Jack cogió el teléfono y siguió su instinto.
—Siento haber tardado tanto, pero es que hoy el ordenador está lento.
—No pasa nada, no tengo prisa —repuso el alcalde afablemente—. Y bien, ¿quién es el culpable?
—El nombre no me suena en absoluto. Dacinda Ann Minor.
—¿Cómo? —exclamó el alcalde, claramente sorprendido.
—Dacinda Minor... Ah, seguro que se trata de la bibliotecaria. Se apellida Minor. Aunque su nombre de pila no es Dacinda...
—Daisy. —La voz de Temple sonaba como si se estuviera estrangulando—. Todo el mundo la llama Daisy. ¡Dios mío! Ella...
—Supongo que hasta las bibliotecarias pueden aparcar en un lugar prohibido, ¿eh?
—Er... sí.
—¿Quieres que la llame y le eche una bronca? Es una empleada municipal; debería conocer las normas.
—No, ya la llamaré yo —se apresuró a decir el alcalde.
—De acuerdo —dijo Jack, sabiendo que dicha llamada no llegaría a hacerse—. Si puedo ayudarte de nuevo en otra cosa, dímelo, alcalde.
—Por supuesto. Gracias.
Tan pronto como colgó el alcalde, Jack recorrió con un dedo la lista de organismos municipales y localizó el número de la biblioteca, y a continuación lo marcó.
—Biblioteca Pública de Hillsboro —dijo la voz resuelta de Daisy.
—Hola, cariño, ¿cómo estás?
—Muy bien. —Su tono cambió, se hizo más cálido, más íntimo—. ¿Y tú?
—Un poco machacado, pero creo que podré sacar adelante el día. Escucha, me han dicho que han visto tu coche aparcado frente a la consulta del doctor Bennet.
—Se equivocan —replicó ella—. Menudo curandero. Receta pastillas para adelgazar.
Jack garabateó el nombre del doctor Bennet en un cuaderno para acordarse de consultar las recetas que solía prescribir el buen doctor.
—También me han dicho que te llamas Dacinda. ¿Verdadero o falso?
—Hoy te están diciendo muchas cosas. Verdadero, como sabrías si alguna vez te molestases en mirar la lista de empleados municipales. Me pusieron el nombre de la abuela Minor.
—¿Nunca te han llamado Dacinda?
Daisy soltó un bufido muy de señorita.
—Espero que no. Mi madre dice que de pequeña me llamaban Dacey, pero que al cabo de un mes o dos lo cambiaron por Daisy, así que me llamo así desde siempre, que yo recuerde. ¿A qué viene tanta curiosidad por mi nombre?
—Era sólo por darte conversación. Hace mucho que no oigo tu voz.
—Oh, por lo menos hora y media —replicó Daisy.
—A mí me parece más. ¿Vas a ir a comer a casa?
—No, acabo de hablar con tía Jo, y me ha dicho que me ha encontrado un perro. A la hora de comer iré a ver a los dueños; ella ya lo ha arreglado todo. —Su tono estaba teñido de un cierto resentimiento.
Jack se preguntó si Daisy se sentiría la mitad de resentida que él. Pero era importante que tuviera un perro, y él aprovecharía aquel rato para husmear un poco por ahí, tal vez seguir al alcalde para ver adónde iba.
—Escucha, esta noche tengo unas cuantas cosas que comprobar, pero si puedo iré a verte. ¿A qué hora sueles irte a la cama?
—A las diez. Pero tú...
—Si me es posible, pasaré por ahí.
—De acuerdo, pero no tienes por qué...
—Sí —replicó Jack en un tono más grave de lo que pretendía—. Sí tengo.
No tenía por qué ponerse tan serio al respecto, pensó Daisy al colgar el teléfono. No se estaba aferrando a él, exigiéndole su tiempo. Había tenido mucho cuidado de no preguntarle cuándo iba a verlo otra vez, aunque estaba segura de que lo vería. Un hombre no pasaba toda la tarde y la mayor parte de la noche haciéndole el amor a una mujer si en realidad no le gustaba lo que tenían entre ambos.
Una cosa buena que tenía el hecho de vivir en Lassiter Avenue era que nadie se preocupaba de quién pasaba la noche con ella. Como acababa de mudarse, nadie la conocía ni sabía qué coches había normalmente en el camino de entrada. Por primera vez en su vida, no tenía la sensación de estar vigilada por cien pares de ojos. Con Jack se había sentido libre, libre para ser tan desinhibida como le se antojara, para hacer ruido al alcanzar el orgasmo, para estar desnuda en la cocina comiendo mantequilla de cacahuete y galletas para un aporte rápido de energía. Podía proseguir su aventura con él sin que el vecindario entero se fijase a qué hora salía de casa o chasquease la lengua al ver que el coche de Jack había permanecido toda la noche en el camino de entrada.
Con todo, se sentía muy satisfecha con el modo en que estaban saliendo las cosas, aunque uno de los recados que tenía anotados en su lista de hoy era comprar más condones, de los normales, sin sabor. Estuvo tentada de ir a la farmacia de Clud a comprarlos, ¡que Barbara sacara la conclusión que le diera la gana! La reputación de Jack entre las mujeres del pueblo subiría sin duda varios puntos cuando ésta extendiera la noticia de que llevaba usadas seis docenas en una semana.
A la hora del almuerzo, Daisy fue a casa de su madre para recogerla a ella y a tía Jo e ir juntas a casa de Miley Park a recoger el perro.
La señora Park vivía a varios kilómetros de Hillsboro, en una parcela de terreno con un enorme patio cercado en torno a la pequeña casita. Salió a recibirlas sonriente y secándose las manos en el delantal, acompañada de un perdiguero de color dorado que no dejaba de menear la cola y dar saltos junto a su dueña.
—Sadie, siéntate —dijo ella, y el perro se sentó obedientemente, pero sin dejar de agitarse en su ansia por salir al encuentro de los visitantes. La señora Park abrió la cerca y dijo—: Dense prisa, para que pueda cerrar otra vez antes de que vengan.
—¿Quiénes? —inquirió Evelyn al tiempo que se apresuraban a pasar al otro lado de la cerca. La señora Park la cerró rápidamente justo cuando salían de detrás de la casa una maraña de cachorritos dando saltos.
—Estos pequeñajos son más rápidos que un rayo —dijo la señora Park inclinándose para acariciar la cabeza de Sadie—. En cuanto oyen que se abre la cerca, vienen corriendo.
Sadie se levantó para acudir al encuentro de su carnada y hociqueó a cada uno de los cachorros como si estuviera haciendo recuento. Los pequeños no sabían qué hacer primero, si saltar encima de mamá y tratar de conseguir algo de leche o ir a ver quiénes eran las recién llegadas. Saltaban y botaban adelante y atrás, agitando sus colitas con tal intensidad que parecía temblarles todo el cuerpo.
—Oh —exclamó Daisy sin aliento, agachándose sobre la hierba—. ¡Oh!
Eran sólo cinco, pero tan activos que parecían una docena. En cuanto ella se sentó en el suelo, los pequeñuelos decidieron investigarla, y de pronto Daisy se vio asaltada por una tropa de cachorros que se le subían a las piernas y trataban de lamerle la cara, le tiraban del pelo y le mordisqueaban los zapatos.
Tres de ellos eran de color caramelo, y los otros dos de un tono crema tan claro que casi parecía blanco: unas bolitas peludas de ojos brillantes, patas grandes y blandas que parecían demasiado grandes para sus cuerpecillos y un pelo de bebé tan suave que apetecía hundir las manos en él.
—El jueves cumplirán siete semanas —dijo la señora Park—. Sadie empezó a destetarlos hace quince días; ahora llevan una semana comiendo sólo pienso para cachorros. Ya les hemos puesto la primera vacuna. Fue una visita de lo más divertida al veterinario, puede creerme.
—Son preciosos —dijo Daisy, ya enamorada. Tenía los ojos nublados—. Me los quedo.
Todo el mundo se echó a reír, y entonces se dio cuenta de lo que había dicho.
—Bueno, tal vez sea mejor quedarme sólo con uno —dijo, sonrojándose y riéndose de sí misma.
—No doy a nadie los cachorros de Sadie a menos que esté segura de que van a tener un buen hogar —dijo la señora Park—. Los perros perdigueros son muy activos y necesitan hacer mucho ejercicio. Si no dispone de un lugar seguro donde pueda correr...
—El patio está vallado —se apresuró a decir Daisy, temiendo súbitamente que no le permitieran comprar uno de aquellos adorables cachorritos.
—¿Es un patio grande?
—No es enorme, claro.
—Bueno, bastará para un cachorro; cuando crezca, necesitará más ejercicio que simplemente jugar en un patio pequeño. ¿Podrá llevarlo a dar largos paseos, lanzarle la pelota, llevarlo a nadar?
—Sí —prometió Daisy, dispuesta a comprometerse y a hacer lo que fuera con tal de quedarse el perro.
—Les gusta la compañía de las personas. No, les encanta la compañía de las personas. ¿Habrá alguien en casa que esté con él durante el día, o estaba pensando dejarlo solo en el patio el día entero mientras usted se va a trabajar?
Daisy no había pensado en eso. Dirigió una mirada suplicante a su madre.
—Nosotras podemos quedárnoslo durante el día —dijo Evelyn.
—¿Tienen mucha paciencia? Estos diablillos son capaces de cometer más travesuras de las que cree. Si deja algo tirado por ahí, puede estar segura de que lo morderá, sobre todo mientras esté echando los dientes. Por otra parte, están deseosos de aprender y complacerla, y yo no he tenido nunca ninguno que fuera difícil de adiestrar para vivir en casa.
—Tengo mucha paciencia. —Aquello era cierto, de lo contrario no habría esperado treinta y cuatro años para tener una vida. Tomó un cachorro y rió cuando él empezó a agitar su lengüecilla rosa como loco en su intento de lamerle la cara.
La señora Park sonrió y entrelazó las manos.
—Son cuatrocientos dólares cada uno.
—De acuerdo —respondió Daisy sin pausa. La señora Park podría haberle pedido mil dólares, y probablemente tampoco habría titubeado.
Sadie se acercó a lamer a su cachorro mientras Daisy lo sostenía en brazos, y luego lamió a Daisy. Se acomodó entre sus piernas y al instante se vio inundada por un montón de gordos cachorros que intentaban introducirse debajo de ella en busca de una teta, pero Sadie había aprendido a protegerse, y los pequeños se vieron frustrados en sus esfuerzos.
—¿Con cuál se queda?
Todas las demás preguntas habían sido fáciles, pero ésta resultó penosa. Se los quedó mirando fijamente, tratando de decidirse.
—Hay tres machos y dos hembras...
—No, no me lo diga —dijo Daisy—. Quiero escogerlo por su personalidad, no por su sexo.
De modo que se quedó sentada mientras los cachorros jugaban a su alrededor y se le subían encima. En eso, uno de los de color crema bostezó abriendo mucho la boquita, y sus ojos oscuros de pestañas absurdamente largas comenzaron a cerrarse. Se le subió torpemente a la pierna y dio vueltas hasta que encontró una postura cómoda sobre su regazo, y a continuación se instaló a dormir formando una bolita. —Bueno, pues ya he elegido —dijo Daisy cogiendo el cachorro y acunándolo en sus brazos.
—Ése es uno de los machos. Cuide bien de él. Ya la llamaré para preguntarle qué tal le va, y tráigalo de vez en cuando para que vea a Sadie, a la hora que quiera. Voy por los formularios que debe rellenar para registrarlo.
—¿Qué nombre vas a ponerle? —preguntó Evelyn mientras conducían de vuelta al pueblo. Jo conducía, mientras Daisy iba sentada en el asiento de atrás con el cachorro dormido en brazos.
—Tengo que pensarlo. Si hay que guiarse por el tamaño de estas patas, va a ser un perro enorme, así que quiero algo que sea macho y duro.
Jo soltó un resoplido.
—Ya parece macho y duro. Le pega un nombre como Peludín.
—No siempre será peludo. —Daisy sintió tristeza al pensar que crecería y dejaría de ser cachorro. Acarició su cabecita y de pronto comprendió la enorme responsabilidad que acaba de asumir—. ¡Santo cielo, no he comprado nada! Tendremos que parar en Wal-Mart para comprar comida de cachorro, platos para la comida y el agua, juguetes, una camita y almohadillas para adiestrarlo. ¿Me olvido de algo?
—De comprar el doble de todo —dijo Evelyn—, porque durante el día lo vamos a tener nosotras. No tiene sentido andar llevando esas cosas de un lado para otro.
—Voy a llegar tarde a la biblioteca —dijo Daisy, y por primera vez no le importó. Tenía un amante y un perro; ¿se podía pedir algo más?