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—¿Por qué nos habrá invitado Champignon al Pétalos a la Cazuela…? —se pregunta Dani.

—Supongo que a merendar —contesta Lara—. Y para hablarnos del desempate. Ya solo quedan diez días.

Pues sí, solo faltan diez días para el gran partido contra los Tiburones Azzules, del que saldrá el ganador de la liga. Como recordarás, los Cebolletas tenían el trofeo en el bolsillo y se habían hecho unas camisetas para celebrarlo, pero en la última jornada les alcanzó el equipo de Pedro. Ahora tendrán que disputar el desempate para decidir quién podrá llevar el parche de campeón en la camiseta la próxima temporada.

Como puedes imaginar, la tensión por el partidazo crece día a día. A lo mejor es una de las razones por las que Gaston Champignon quiere reunir a sus chicos en el restaurante. El cocinero-entrenador es un auténtico crack de la serenidad: siempre sabe cómo devolver la calma a sus pupilos cuando los ánimos están demasiado exaltados, y a menudo lo consigue valiéndose de sus exquisitos postres a base de flores. Cuando le hace falta ayuda le echa una mano la hermosa Elena, preparando una de sus tisanas relajantes.

Pero en el interior del Pétalos a la Cazuela y el Paraíso de Gaston hoy ocurren cosas extrañas. El motivo de la convocatoria no es una simple merienda: pronto sabremos a qué se debe.

Mientras tanto llega la primera sorpresa: ha aparecido Fidu.

—Creía que Champignon había convocado a los Cebolletas —le señala Nico—, y diría que tú llevas una Z en la barriga…

—Sí, pero por debajo de la Z hay una tripa vacía —rebate Fidu— y vosotros estáis a punto de entrar en el paraíso de los merengues, así que ¡cómo quieres que me quede fuera!

Todos sueltan una carcajada.

Solo falta Issa, que los espera en el restaurante de su padre. Los chicos llegan a la tetería de Elena y se quedan mirando una escena muy especial.

Un tipo con una curiosa barbilla, unas gafas redondas, un gran fular amarillo y un sombrero de tela blanca está acribillando a fotos y piropos a Elena, la bella checa que lleva el Paraíso de Gaston.

—Tienes una cara de ensueño, preciosa —repite el hombre después de cada clic—. Y qué ojos más expresivos… ¡Tendrías que dedicarte al cine!

—Gracias —responde Elena con una sonrisa—, pero me divierto más preparando tisanas…

Hay dos hombres más, que están colocando cámaras de televisión en varias esquinas del local y enchufando largos cables que salen de un furgón aparcado en la calle.

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—Pero ¿qué está pasando? —pregunta Elvira, mirando a su alrededor muerta de curiosidad.

—Buenos días, Cebolletas —les saluda Gaston Champignon—. He decidido grabar un anuncio para el restaurante y la tetería.

—¿Saldrá por la tele? —inquiere Dani.

—Pues sí —contesta el cocinero-entrenador—. Quiero lanzar un nuevo menú a base de flores y me parece la mejor manera de hacerlo. He pedido ayuda a mi viejo amigo Vincent, un director francés de categoría. Os lo voy a presentar.

—Pues habrá que esperar a que acabe de cortejar a Elena —sugiere Lara.

Champignon y los Cebolletas ríen con ganas.

—Vincent, te presento al equipo de fútbol más simpático del mundo —anuncia el cocinero-entrenador.

El director interrumpe sus ráfagas de clics y les saluda.

Bonjour! Así que sois los famosos Cebollones…

—Cebolletas, si no le molesta —puntualiza Sara, con cara de enfado.

—Perdón, Cebolletas… —continúa Vincent—. ¡Vamos a grabar juntos un anuncio maravilloso! Ya veréis cómo nos divertimos. Hoy instalaré las cámaras y empezaré a estudiar el entorno. En los próximos días haremos algunas pruebas. Necesito vuestra ayuda para convertir el restaurante de mi amigo Gaston en el más especial de Madrid. Los chicos siempre aportan alegría. Ah, tú eres perfecto… Me gustas, ¡saldrás en primera fila!

El director se acerca a Fidu, le saca una foto a un palmo de la nariz y comenta:

—Tú serás la prueba irrefutable de lo bien que se come en el Pétalos a la Cazuela…

Los Cebolletas ríen entre dientes, mientras Vincent se aleja y vuelve a acosar a fotos a la pobre Elena.

—A mí este Vincent no me resulta demasiado simpático —comenta Fidu—. El que tenga unos kilitos de más no quiere decir que me pase el día comiendo…

—Pues ahora —aprueba Champignon— podrás demostrárselo. Serviré los merengues a la rosa que he preparado y tú podrás demostrar a Vincent que eres capaz de no tocar ni uno solo, ¿qué te parece?

—Cuidado con las bromas, míster… Yo estoy aquí por eso —responde Fidu como un rayo, sentándose a la mesa—. Lo que piense o deje de pensar ese director con barba de chivo me da absolutamente igual…

—Vale —aprueba Tomi—, cebemos todo lo que podamos al portero de los Tiburones, así en la final se quedará clavado a tierra y nos costará menos marcar.

—Ni lo sueñes —rebate Fidu—. Recuerda que cuanto más engordo, más espacio ocupo en la portería y menos hueco le queda al balón para colarse.

Los Cebolletas sueltan una nueva carcajada y se instalan a la espera de que llegue la merienda.

Por la tarde, gracias al nuevo número del MatuTino colgado del tablón de anuncios de la parroquia de San Antonio de la Florida, los muchachos se topan con una nueva sorpresa: el partido de desempate se disputará de noche en el Vicente Calderón que, después del Bernabéu, es el estadio más prestigioso de la ciudad.

—¡No es un simple campo de fútbol, es un monumento histórico! —exclama Nico, eufórico—. Es el primer estadio de España donde por primera vez en la historia todas las localidades fueron de asiento.

—¿Antes no había asientos? —pregunta incrédulo Pedro, que lee el MatuTino con algunos Tiburones.

—Sí y no —matiza el número 10—. Los asientos se consideraban un lujo y estaban reservados para las entradas más caras. Había gradas y la gente se traía cojines de casa o los alquilaba en el estadio. Y había una zona barata para ver el partido de pie.

—A quién se le ocurre preguntarle nada a nuestro lumbrera —suspira Fidu, aferrando un megacono de helado del que caen churretones por todas partes—. ¡Ni que le hicieran falta excusas para dar lecciones de historia!

El supersticioso Dani tuerce el gesto.

—Jugar en un estadio en el que se va a enfrentar mi equipo al Atlético de Madrid en la decimotercera jornada me da muy mala espina.

Es curioso ver qué enterado está de la liga y hasta dónde puede llegar a buscar argumentos…

—No te preocupes, Dani —le tranquiliza Sara—. Tus medias apestosas nos protegerán de posibles hechizos maléficos.

—No harán falta hechizos —asegura Pedro—. Nosotros saldremos al campo como si fuéramos el Atlético, así que no tenéis nada que hacer…

—Sí, sí… —replica Tomi con serenidad—. Como en la liga, donde os hemos machacado cada vez que nos hemos enfrentado.

—Justamente, eso es lo mejor —rebate como un rayo César, con un dedo metido en la nariz—. Esas dos victorias no os servirán para nada. Nosotros ganaremos el único partido que cuenta, el del desempate, ¡y nos estamparemos el parche de campeón en el pecho!

El robusto defensa de los Tiburones es jaleado por sus compañeros, que luego se alejan en bici.

—No les hagáis caso —concluye Tomi—. Lo mejor será que nos preparemos, porque hasta el día del encuentro harán todo lo que puedan para ponernos nerviosos, seguro. Pensemos en entrenar, que es mucho más útil.

Nico detiene a Tomi mientras se dirige al vestuario.

—Se me ha ocurrido una idea. Como tendremos que jugar la finalísima de noche, podríamos pedirle a Champignon que pasara los entrenamientos a después de la cena. El campo de la parroquia tiene buenos focos y así podríamos acostumbrarnos a su luz, que siempre crea problemas, sobre todo con las pelotas altas.

—Buena idea, sabelotodo —aprueba Aquiles.

—Y hará menos calor —observa Bruno—. Entrenarse por la tarde en verano es sofocante.

El día siguiente, los Cebolletas llegan al campo pequeño de la parroquia, iluminado por los focos.

Gaston Champignon pide a los chicos que se pongan a pelotear cada uno por su cuenta y luego en grupitos de tres. Al cabo de un cuarto de hora de ejercicios con paradas y pases, el cocinero-entrenador distribuye los chalecos para formar los equipos, pero en cuanto pita para indicar el inicio del partidito, el campo se queda sumido en la oscuridad más absoluta.

Augusto va corriendo al vestuario a ver qué ocurre y vuelve con una pésima noticia.

—Creo que nos han gastado una broma de mal gusto, han saboteado el tendido eléctrico.

—¡Malditos Zetas! —estalla Aquiles, furibundo.

—Ya os lo decía yo… —comenta Tomi.

—Me temo que esta noche no podremos arreglar los desperfectos —anuncia el chófer del Cebojet—. Vamos a ducharnos…

—Querido Augusto, a menudo es imposible solo por falta de fantasía… —sonríe Champignon, atusándose el bigote por el extremo derecho, el de las ideas felices—. Mi amigo Manfredo, que es espeleólogo, a lo mejor puede echarnos una mano.

Mientras el cocinero-entrenador marca un número de teléfono en su móvil, João pregunta en voz baja:

—¿A qué se dedica un espeleólogo?

—A despellejar conejos en los supermercados —contesta Nico.

—¿Y para qué queremos conejos? —insiste el brasileño, perplejo.

—¡Estaba bromeando, bruto! —salta el número 10—. Los espeleólogos exploran las cuevas, a oscuras. Creo que ya sé en qué está pensando nuestro querido Champignon…

Veinte minutos más tarde una camioneta roja pasa la verja de la parroquia. Baja un hombrecillo con las mejillas hundidas, delgado como un colín, que abraza afectuosamente al cocinero-entrenador, y está a punto de desaparecer entre sus brazos.

—Qué pequeño… —comenta Julio.

—Por fuerza —explica Sara—. Para colarse en las madrigueras de las cuevas, un espeleólogo no puede tener las posaderas de Fidu…

Manfredo abre la puerta de la camioneta.

—Esto es todo lo que he podido conseguir en unos minutos, Gaston.

—¡Basta y sobra, amigo! —exclama Champignon.

Los Cebolletas, divertidos, se ponen los cascos, que dan luz gracias al foco que llevan en la frente. No hay cascos para todos, pero sí potentes linternas, que todos empuñan para iluminar la zona del campo que ocupan. El terreno de juego se transforma en una pista de discoteca, llena de haces de luz que se cruzan continuamente. Además de divertido, es de lo más útil para la concentración, porque no hay que vigilar solamente el balón, sino también la dirección de la propia luz. Además, los compañeros ayudan a los que avanzan con la pelota al pie, corriendo a su lado e iluminando la porción del campo que tiene por delante. Así se ejercita también el espíritu de equipo, uno de los puntos fuertes de los Cebolletas.

Champignon se lo ha dicho desde el primer día: «No somos pétalos sueltos, sino una sola flor».