VEINTISIETE
Daba la una cuando salieron de comisaría. Lucía Noailles dijo que esperaría en el bar de enfrente y pidió a Carmen que le llamara si hacía falta que se quedara con los chicos. «Si hacía falta» era el eufemismo para «cuando detengan a Andoni Usabiaga». Aunque Carmen no las tenía todas consigo. Habían estado reunidos dos horas perfilando el plan. Antes, Lorena había conseguido la orden judicial para registrar la vivienda; Fuentes había confirmado con la empresa de alarmas la explicación de Lucía; Iñaki había repasado con la mujer los nombres de quienes podían saber la clave y, sobre todo, el sistema de seguridad de la llamada; y ella había estado escribiendo, tachando, borrando y volviendo a escribir posibles formas de enfrentarse a Andoni Usabiaga.
La subida al faro estaba completamente blanca y Fuentes conducía muy despacio. Afortunadamente, no bajaba ningún coche y podían avanzar casi por el centro de la calzada. La nieve junto al mar siempre tiene un aspecto mágico, irreal, pensó Carmen. Era un día de Navidad perfecto, de cuento. Como los libros que leían de pequeñas. El camino le recordó a Mujercitas, pero no iban a hacer galletas de jengibre.
—Bueno, jefa —dijo Fuentes—. Esto nos lo ventilamos en un pispás. Ya verá, le apretamos un poco los tornillos y enanito al saco. Aún nos podemos comer el turrón en casa.
Carmen apretó los dientes. Aquel hombre superaba todos los estándares de frases inoportunas de la historia de la humanidad.
Cuando tocaron el timbre, Carmen temió que no les abrieran la verja, pero la muchacha de servicio, en cuanto oyó «policía», se apresuró a franquearles la entrada.
Cuando la muchacha abrió la puerta, Andoni Usabiaga estaba detrás.
—Creo que dejé claro que no pensaba volver a hablar con ustedes en mi casa.
—No hemos venido a hablar con usted —contestó Carmen—. Tenemos una orden de registro y queremos hablar con su hijo Guillermo.
—¿Con Guillermo? ¿Están locos? ¿De qué tienen que hablar con él?
—Puede llamar a su abogado si lo desea. Nosotros vamos a empezar el registro. Si tiene la amabilidad de indicarnos cuál es el dormitorio de su hijo —dijo tendiéndole la orden judicial—. Como verá, todo está en regla.
Carmen y Lorena subieron la escalera detrás de la chica. Guillermo y sus hermanos abrieron la puerta del salón y preguntaron qué pasaba.
—Nada —respondió su padre—. Han venido para una comprobación de rutina. Volved al salón.
Los chicos pusieron cara de no creérselo pero obedecieron la orden. Carmen tenía el estómago encogido y una sensación de náusea constante.
Se repartieron por la casa: Fuentes entró en el dormitorio del matrimonio, Carmen y Lorena en el del chico e Iñaki hizo como que entraba en el de Álvaro, aunque poco después, tras comprobar que el padre se había reunido con los hijos, se deslizó al estudio. Minutos más tarde volvía a la planta superior. Carmen y Lorena abrieron y cerraron cajones sin mirar nada. Metieron dos pares de zapatillas de deporte en bolsas de plástico. Fuentes ni siquiera hizo amago de buscar. Estuvo jugando con el móvil un rato para hacer tiempo, atento a la puerta por si entraba alguien.
A la media hora bajaron todos al vestíbulo. Andoni salió del salón desencajado.
—¿Puedo hablar con ustedes un momento antes de que llegue el abogado?
Carmen asintió.
—Vamos al estudio —dijo el hombre—. Lorena hizo ademán de acompañarla, pero Carmen le indicó con un gesto que esperara allí junto a sus compañeros. A través de las puertas acristaladas del salón se vislumbraba a los tres hermanos que simulaban ver una película. Carmen sentía la boca tan seca que le parecía milagroso poder hablar, temía que la lengua se le quedara pegada al paladar en cualquier momento. De pronto tuvo vértigo. Cuando lo pensó, la estrategia, aunque arriesgada, le pareció buena. Ahora no las tenía todas consigo. Era un auténtico farol y no estaba jugando a cartas. ¿Qué iba a hacer si Andoni no confesaba? ¿Llevarse de verdad a Guillermo para que entonces la presión fuera insoportable? ¿Utilizarlo como una pieza estratégica, a un chico que estaba sufriendo tanto? Pensó que la urgencia por resolver le había nublado el juicio, pero ya no había vuelta atrás.
—¿Qué quiere de mi hijo?
Carmen sacó el sobre que contenía las fotos de Cristina y Ariel.
—Estaban en su cuarto. Creo que no podía soportar que sus padres fueran a separarse y, sobre todo, que una madre a la que adoraba hubiera perdido la cabeza.
—Eso son tonterías, Guille no sabía nada. Las fotos no estaban ahí.
Carmen simplemente enarcó una ceja.
—No creerá que con eso admito algo.
—Yo no he dicho que su hijo hiciera las fotos —respondió Carmen—. Digo que las vio.
—Mire, yo encargué a un detective que siguiera a Cristina y me trajo esas fotos. No quise admitirlo porque no quería echar más mierda sobre mis hijos. Y no voy a consentir que usted lo haga.
—Lo siento —dijo Carmen, y su voz expresaba lástima verdadera—, pero no son solo las fotos. La chica oyó salir a su hijo aquella noche. Y están las zapatillas que él llevaba. Las llevamos al laboratorio porque se pueden detectar restos de sangre. Supongo que perdió la cabeza… Y ahora, si me permite, Guillermo tiene que acompañarme a comisaría.
Pasaron unos segundos en silencio que a Carmen se le hicieron eternos. Iba a tener que seguir con el juego cruel que había empezado. En ese momento Guillermo asomó la cabeza al estudio.
—Aita, ¿estás bien? ¿Pasa algo?
La expresión del hombre cambió totalmente en un instante. Miró a su hijo con una expresión de ternura y tristeza infinitas.
—No, hijo, vete con tus hermanos. Tranquilo.
Cuando el chico cerró la puerta miró a Carmen con aire agotado.
—¿Lo sabe, verdad? —preguntó.
Carmen no respondió. Temía que si decía algo se le notara la ansiedad y le fallara la voz. No quería moverse para no mostrar el temblor de las manos. La solución pendía de un hilo y no quería estropearlo.
—Sabe que no fue el chico y está intentando presionarme. Pero me da igual. Me equivoqué —la miró con un gesto despectivo—. No crea que un truco tan burdo me iba a hacer confesar si no quisiera. Si no estuviera tan harto de todo. Pensé que lo iba a arreglar todo con un disparo. Ella no se dio cuenta. Ya no le hará falta la cirugía, le ahorré el envejecer. Pero no se arregló nada. Esta familia no tiene arreglo. Quizás Guillermo si encuentra alguien que le quiera de verdad. Álvaro es como yo y Cristina tiene algo roto que no se puede recomponer, de manera que no sé qué es lo que quería salvar, pero ya no me quedan ganas. Vamos, no alarguemos más esto.
—¿Por qué lo hizo?, ¿por celos?
—Por todo. Ella no tenía derecho a destrozar la familia. Pensé que sería más fácil para los chicos pasar un duelo normal y recuperarse que ver a su madre con un gigoló, a su padre en la ruina y a toda la ciudad riéndose de nosotros.
—¿Cuándo tomó la decisión?
—Al recibir las fotos empecé a pensarlo como un juego, para descargar la rabia que sentía. Imaginaba cómo lo haría. Tenía una pistola de mi abuelo, de la Guerra Civil. Lo malo es que el calibre de las balas no permitía asociar el arma con ETA. Entonces pensé lo de pintar los abrigos. Ya sé que no era muy verosímil, pero en la tienda no había dinero para simular un robo y esconder un montón de abrigos iba a ser más difícil. Poco a poco me fue pareciendo más y más posible. Pensaba que lo había tenido todo en cuenta, incluso no llevar mis zapatos por si los analizaban. Ni siquiera estaba seguro de ir a hacerlo… Sin embargo, fue tan fácil… Nada más disparar me di cuenta del asunto de la alarma. Era el único cabo suelto, pero ya no tenía remedio. Si no la conectaba, los de la empresa llamarían a Lucía. No quedaba otra que activarla y esperar que el detalle pasara desapercibido.
Carmen seguía con el estómago revuelto, oscilaba entre la lástima y la repugnancia.
—¿Quiere despedirse de sus hijos?
—No, no me siento capaz. Si pudiera llamar a Lucía…
Carmen asintió y él mantuvo una breve conversación con la socia de su mujer. Luego se levantó y siguió a Carmen. Los chicos continuaban mirando la pantalla de la tele.
Ya en la comisaría y acabados los trámites de la detención y declaración de Andoni Usabiaga, se disponían a irse a su casa cuando Fuentes entró con una botella de cava y cuatro copas. La descorchó entre risotadas.
—Venga, que es Navidad y hemos pillado a ese cabrón. Un brindis.
Un escalofrío recorrió la espalda de Carmen. Lorena e Iñaki parecían incómodos, pero cogieron la copa que les ofrecía.
«No tiene remedio —pensó Carmen—. No puede evitar ser inoportuno, zafio, estúpido, trabajador y leal. No puede evitar ser como es».
Hicieron un brindis rápido y se dispersaron en la nieve como si quisieran perderse de vista.
Camino de casa recibió en el móvil un escueto mensaje de Lucía: «Cristina se queda en casa».
Llegó a su casa a las tres, helada y triste. La estaban esperando para comer. Miró a su familia y le entraron ganas de llorar. Pensó en las ridículas rencillas con su cuñado, las discusiones con sus hijos, la salud de su madre. Pequeños problemas sólidos y saludables. Recordó a los hijos de Cristina Sasiain y se preguntó si ella habría querido que solucionara el caso de su asesinato. Estaba casi segura de que no le habría gustado la solución. Murmuró una disculpa para ir a quitarse las botas a la habitación. Su madre fue tras ella.
La besó en la frente y le apartó el cabello de la cara.
—Eres una buena persona, hija, estate tranquila.
Y Carmen lloró abrazada a su madre hasta vaciar el saco de las lágrimas.