DIEZ
Lucía Noailles se quitó una chaqueta de aspecto deportivo confeccionada con una piel suave, de un pelo corto gris claro que Carmen no reconoció. Nunca le habían interesado las pieles, pero aquella chaqueta daba ganas de acariciarla.
La mujer llevaba un pantalón oscuro y un jersey de cachemir. No debía de tener más de una talla cuarenta, pensó Carmen con nostalgia. Se levantó y le dio la mano.
—Le agradezco que haya venido tan rápido. Nos han llegado noticias de una discusión que mantuvo con Cristina Sasiain. Probablemente no tenga relación con su muerte, pero comprenderá que necesitamos seguir todas las pistas.
Lucía puso cara de sorpresa.
—La verdad, no sé a qué se refiere. Discutíamos a veces por asuntos de trabajo, pero no recuerdo nada especial.
—Fue hace un par de semanas, al cerrar la tienda. Usted dijo: «Estás completamente loca y haré lo que haga falta por impedírtelo». ¿Lo recuerda ahora?
La mujer mantenía una expresión totalmente serena, pero Carmen percibió que cerraba los puños con fuerza.
—Supongo que fue algo relativo al desfile; no recuerdo haber dicho nada tan melodramático. Creo que después de una desgracia todo se exagera. Pero sí, discutimos varias veces. Cristina se salía del presupuesto continuamente y yo debía marcar los límites, si no nos hubiéramos arruinado en más de una ocasión. Yo tenía muchas dudas sobre la conveniencia de hacer un desfile ahora: las ventas han bajado en el último año y me parecía momento de contención más que de gasto, pero Cristina tenía la teoría de que había que hacer lo contrario: dar realce al negocio, invertir en publicidad. Tuvimos varios desacuerdos con este tema: el tamaño del salón que había que alquilar, el número de modelos y de piezas a exhibir, ese tipo de cosas.
—¿No hubo nada más personal?
—No, en absoluto. Nuestras únicas discusiones eran por trabajo y solo en épocas de mucho estrés.
Después de varias preguntas que no aportaron nada nuevo, Carmen se rindió.
—Bien, lamento haberla molestado. Si recuerda alguna otra cosa, llámenos.
—No es ninguna molestia y comprendo que tienen que comprobarlo todo, pero cualquiera que nos haya conocido le puede decir que nunca hubo desavenencias serias entre nosotras y eso, compartiendo un negocio más de treinta años, no es fácil. Yo, oficial, quería a Cristina, como a una hermana pequeña que a veces me exasperaba, pero la quería.
Carmen no respondió, pero pensó en cuánta gente rumiaba rencores años y años hasta que una cuestión ridícula hacía saltar la chispa. Quizás se equivocaba, pero tenía la sensación de que la socia de Cristina le ocultaba algo. Por otra parte, también estaba segura de que la mujer no mentía al decir que la quería. Pero su experiencia le había enseñado que querer a alguien no hacía imposible matarlo.
Pasó un par de horas revisando declaraciones, leyendo y releyendo los informes forenses y de la Policía Científica en busca de algo que le hubiera pasado desapercibido, pero no encontró nada. En los informes del doctor Tejedor figuraba de forma extensa lo que ya le había adelantado. Cristina Sasiain parecía estar en buena forma física; no tenía ninguna enfermedad. De joven había tenido una fractura en el brazo derecho, y la bala que la mató había quedado alojada en el lóbulo frontal. El consumo de alcohol y los signos de relación sexual quedaban explicados por su cita romántica. Tenía una idea de cómo había sido Cristina Sasiain. Los distintos testimonios ofrecían facetas diferentes que no le parecían contradictorias, sino complementarias. Se preguntó cómo le habría caído si la hubiera conocido. Seguro que no habrían sido amigas —pertenecían a mundos muy diferentes—, pero Carmen siempre sentía interés por la gente que se salía de lo común. Era probable que la hubiera encontrado una mujer atractiva. Pero todo eso no le hacía estar ni un centímetro más cerca de saber quién la mató; tenía un montón de información perfectamente inútil.
Lorena la interrumpió.
—Perdone, oficial. Está aquí Patricia Múgica, la amiga que nos faltaba, ¿la hago pasar?
Carmen asintió, resignada, a otra conversación estéril con otra mujer rica.
Cuando la vio, le sorprendió su aspecto. Era alta, de tipo atlético, con el pelo muy corto y unos ojos azul oscuro que brillaban en una cara curtida por el sol. Llevaba unos pantalones vaqueros que le sentaban perfectamente pese a tener más de cincuenta años. Carmen pensó que no serían baratos. Además, una camiseta de aspecto simple, azul lavanda, y una chaqueta de punto gris. Todo con un aspecto cómodo y práctico, pero de una calidad que se apreciaba a distancia. Carmen le indicó un asiento y comenzó a preguntar por la última vez que estuvo con Cristina Sasiain.
—Fue en una de esas cenas que organizan las del colegio. Si estoy aquí, procuro ir: son un poco como la familia, cuando las ves no las aguantas, pero no puedes vivir sin ellas. Que yo recuerde, la cena no tuvo nada de especial. Paz contó que se separaba y todas pensamos que ya era hora, aunque nadie lo dijo, claro.
—¿Y Cristina? ¿Recuerda de qué habló? ¿Cómo estaba?
La mujer pareció reflexionar.
—Cristina era distinta, parecía muy superficial y frívola, pero era una mujer inteligente. Ese día estaba eufórica, como si hubiera bebido, aunque solo tomó una copa de vino. Se contuvo, porque cuando Paz empezó a contar su divorcio hubiera sido poco delicado demostrar alegría, pero recuerdo que pensé «a ver si en la siguiente cena nos cuenta ella que se separa».
—¿Cree que no era feliz?, ¿que hubiera estado mejor divorciada?
—Soy soltera, pero eso no es muy frecuente en mi generación. Se vivía como un fracaso; aunque no me dan mucha envidia mis amigas casadas, salvo alguna excepción. Cristina se casó con alguien agradable, guapo, con estilo y de su grupo social, pero yo no la vi nunca enamorada. Creo que vivía cómoda con su marido, pero ella no era una mujer que tuviera mucho aprecio a la comodidad. Además, creo que él la defraudó cuando tuvo un lío con una chica joven, hace un par de años.
—¿Le hizo alguna confidencia?
—No, pero nos conocíamos desde pequeñas. Mire, yo viajo mucho. Mi pasión es viajar. No hacer turismo, sino viajar de verdad. Cuando voy a emprender un viaje tengo la misma expresión que tenía Cristina esa noche, esa alegría, esa impaciencia por lo banal. No sé qué le pasaba, pero sin duda era importante.
Carmen entró en el despacho de los agentes y se dirigió a Lorena:
—Acompáñame, vamos a la tienda. Quiero revisar el despacho de Cristina Sasiain.
—¿Qué busca?
—No lo sé, algún cabo del que tirar.
Tardaron más de veinte minutos en un trayecto que debería haberles llevado menos de diez. El tráfico en vísperas de Navidad estaba denso como el aceite. La lluvia seguía cayendo con fuerza. Las dos iban en silencio y solo se oía el ruido monótono de los limpiaparabrisas. Carmen sentía modorra y se puso de mal humor al recordar que tenía una cena esa noche. Lorena dejó el coche en doble fila junto a unos contenedores de basura y se dirigieron a la peletería.
Entraron por la puerta del público. En ese momento solo había dos clientas —madre e hija— buscando una estola para una fiesta de fin de año. Elena Gaínza, la encargada, las atendía tan hábilmente como Carmen había supuesto.
Pasaron a la trastienda y pidieron permiso para registrar el despacho de Cristina Sasiain. Lucía Noailles estaba hablando con la modista y dejó los patrones para acompañarlas. Abrió con llave un despacho pequeño y funcional. Una mesa antigua de madera de cerezo, una silla de oficina, unas estanterías con aspecto de Ikea y montones de muestras de pieles, dibujos y fotos de modelos. Lucía se retiró discretamente diciendo:
—Si necesitan algo estoy ahí mismo.
Carmen empezó a abrir cajones. Cristina Sasiain no parecía haber sido una mujer ordenada. Recortes de revistas de moda, listados de nombres y teléfonos, presupuestos de catering y de floristas, publicidad de hoteles y gimnasios, barras de labios y cosméticos variados. Entre los papeles encontró una tarjeta de un despacho de psicólogos. Le dio vueltas un rato y anotó el teléfono. Lorena encendió el ordenador. No tenía clave de acceso. El escritorio estaba tan desordenado como la mesa y los cajones: carpetas con fotos de navidades familiares y cartas de proveedores. El correo también se abría directamente, sin solicitar la contraseña.
—No parecía valorar mucho su intimidad —comentó Lorena.
—O no era aquí donde guardaba sus secretos —respondió Carmen.
Los mensajes de correo no tenían ningún interés. Casi todos eran de trabajo.
A Carmen le extrañó. El resto mezclaba listas de la compra, fotos de los hijos, con teléfonos de clientas y reservas de billetes de avión. Quizás tenía otra cuenta personal.
En un cajón había fotos de desfiles: muchachas altísimas y delgadísimas enfundadas en pieles. En una aparecía un chico mulato de una belleza perturbadora con un abrigo extravagante, de pieles teñidas de varios colores. Carmen se preguntó si en San Sebastián había mercado para prendas como aquella; nunca había visto a un hombre con abrigo de piel. Una de las chicas era india. La globalización nos va a aguapar, pensó.
—¿Has encontrado algo, Lorena?
—Nada, esta mujer era un desastre, menos mal que no llevaba ella las cuentas… Además, no sé qué busco.
—Quizás ella se apañaba en medio de ese desorden. Y buscamos cualquier cosa que nos llame la atención. Tengo la sensación de que si lo veo lo reconoceré, pero aún no sé qué es.
—¿Cómo están las finanzas de la tienda?
—Bien, lo ha estado mirando Iñaki. Los beneficios bajaron un poco el último año, pero sigue siendo un buen negocio. Han invertido gran parte en renovar la tienda y ampliar el taller. Los desfiles también suponen un gasto, pero se consideran buena publicidad.
Siguieron un rato en silencio. Carmen registraba cajones y estanterías y Lorena seguía en el ordenador.
—¿Quiere saber lo que cuesta una liposucción y un tratamiento de bótox? Hay un presupuesto detallado de la clínica Teknon de Barcelona.
—¿Hay mensajes de la clínica?
Lorena miró un rato y asintió.
—Sí, tenía una cita programada para el quince de enero.
—Supongo que no tiene mayor trascendencia. Una mujer de mediana edad, con dinero, decide que no quiere envejecer.
—Ya, nada tendría importancia si no la hubieran matado.
—Dejó de envejecer a un precio muy alto. Bueno, Lorena, dejemos esto. Pregúntale a la encargada si puede venir un momento.
Lorena apagó el ordenador y salió en busca de Elena Gaínza.
Cuando la vio, Carmen pensó de nuevo que aquella mujer transmitía serenidad y eficiencia. La hubiera dejado al frente de cualquier negocio. No era exactamente guapa, pero tenía unos bonitos ojos grises y una boca grande y expresiva que le daba un aspecto atractivo.
—Disculpe —dijo al llegar—. Vamos a cerrar, pero nos tenemos que quedar todas para acabar de preparar el desfile. Van a ser unos días de locura.
—¿Cuándo es el desfile?
—El veintitrés. Va a venir mucha más gente por la muerte de Cristina.
—¿Se necesita invitación?
—Sí, pero se envían muchas más de las que se calcula que se aceptarán. Por compromiso… por amistad. Pero este año vendrá todo el mundo. Es posible que haya que cambiar el salón que estaba encargado. Y, como siempre, no está todo a punto.
Carmen no dudó de que la encargada conseguiría solucionar todos los problemas. Sin saber muy bien por qué, le preguntó:
—¿Sabía que Cristina se iba a someter a una operación de estética?
La mujer puso cara de sorpresa.
—¿Está segura?
—Tenía una cita con una clínica y un presupuesto. ¿Por qué le sorprende? Parece que la señora Sasiain daba mucha importancia a su aspecto.
—Desde luego, era muy presumida y se cuidaba muchísimo, pero tenía verdadera fobia a los hospitales, los pinchazos y todas esas cosas. Hace dos años tuvo que hacerse un análisis de sangre y se desmayó. Si me hubiera dicho un tratamiento de estética sofisticado, o ir unos días a uno de esos balnearios con terapias naturales o masajes, no me hubiera extrañado, pero una operación…
—Quizás le parecía la única solución.
—Es posible, pero siempre decía que a ella al quirófano la tendrían que llevar atada.
—¿Sabe si visitaba a algún psicólogo?
—No lo sé, pero lo dudo. Aunque le hubiera venido bien, o nos hubiera venido bien a los demás. Ella, pese a los cambios de humor y los arrebatos, creo que se sentía bastante feliz. De una forma peculiar, pero nunca me pareció que sufriera mucho.
—Gracias, señora Gaínza, la dejo volver al trabajo.
Salieron de la tienda después de despedirse de Lucía, que estaba rodeada de las modelos, con una pila de abrigos en el suelo y expresión concentrada. A Carmen aquello se le antojó una visión tan extraña como un paisaje lunar.