SIETE
—Tengo un disgusto ho-rro-ro-so. No sé dónde vamos a ir a parar. Por si tuviéramos poco con el terrorismo, ahora vendrán las mafias albanesas.
Carmen le ofreció un pañuelo a la mujer que hipaba frente a ella. Sin embargo, no le inspiraba ninguna compasión, le parecía teatro.
—¿Cuándo vio a Cristina Sasiain por última vez?
La mujer rebuscó en un bolso de Loewe y sacó una agenda de piel.
—El diecinueve de noviembre. Hacemos una cena de las chicas del Mary Ward cada trimestre. Pero diciembre era mal mes y la cambiamos a noviembre. Estuvimos todas las de la cuadrilla: Paz Etxebeste, Pili Lizaso, Charo Huertas, Inma Ruiz de Egino, Patricia Múgica, Cristina y yo. Éramos amigas desde kindergarten. Las siete magníficas, nos llamaban de jovencitas. Es que éramos muy monas, ¿sabe?, aunque de eso hace muchos años —dijo con un suspiro.
Carmen no comprendía cómo una mujer tan mema había sido amiga de Cristina Sasiain. A veces las amistades de colegio se mantenían de forma misteriosa. Ella misma cada vez que iba a Legazpi quedaba con Rosarito Alonso, que era más tonta que una mata de habas.
—¿Le contó la señora Sasiain algo de particular?
—No, hablamos un poco de lo de siempre: los hijos, los maridos. Cristina nos contó que este año hacía desfile. Estaba muy emocionada; quería hacer algo especial, espectacular. Decía que los tiempos de crisis requieren más brillo. No sé, igual quería decir para distraernos. Esto de la crisis es muy deprimente, ¿no le parece? La verdad es que Cristina tenía mucho gusto, de siempre. A ver, monas y estilosas éramos todas, porque en Donostia no hay una chica sin estilo, o por lo menos no la había en nuestros tiempos. Pero ella era más original. Y no solo para vestir: en el colegio siempre organizaba las funciones de teatro. Con cuatro pingos hacía un disfraz y con una maceta y unos cartones, un decorado. Yo creo que eso es ser artista, ¿verdad? Digan lo que digan el artista nace, no se hace, ¿a que sí?
Carmen apretó los puños con fuerza para no arrojarle un objeto a la cabeza por boba. En lugar de eso, se contuvo y preguntó:
—¿Recuerda de qué más hablaron?
—Bueno, Paz contó que se iba a separar y ya solo hablamos de eso. Una pena, treinta años de casados. Lo de siempre, ya sabe: él ha encontrado una más joven. Suerte que mi José Ignacio me ha salido formal. Él es más de comer y beber. Dale una sidrería, una cena en su sociedad y déjale de faldas. ¡Cómo son estos hombres!
Mientras la oía, Carmen se preguntó si aquella mujer tenía algún tipo de filtro. Era una lástima que no tuviera nada interesante que decir porque lo hubiera soltado sin dudar ni un minuto.
—¿Diría usted que alguna tenía una relación más estrecha con Cristina Sasiain?
—No, Cristina no era mujer de amigas. Por ejemplo, Pili y yo quedamos mucho, Inma es más de hacer plan con sus hermanas, pero Cristina nunca tuvo una amiga íntima. Casi se llevaba mejor con los chicos. Y con Lucía, su socia.
Después de un rato más de conversación insulsa Carmen se levantó y acompañó a la mujer hasta la salida.
—Nunca había estado en una comisaría —dijo al salir—. Es menos tétrico de lo que me imaginaba.
Carmen estuvo a punto de decir que no enseñaban las mazmorras a las visitas, pero se reprimió. No estaba muy segura de que la mujer tuviera sentido del humor.
Al volver, Iñaki estaba al teléfono.
—Desde luego. Ahora mismo voy —decía.
—Ha aparecido un arma en Ondarreta. La ha encontrado un hombre que va a correr por las mañanas. Es una Star.
—¿Una Star? —se sorprendió Carmen.
—Sí, parece que el hombre suele ir a correr con su perro por las mañanas. El perro se le ha escapado y ha tenido que ir a buscarlo a unas rocas. Allí ha encontrado la pistola. Los compañeros que han acudido a la llamada dicen que es un modelo muy antiguo de Star, una A 40. Fue el arma reglamentaria de la Guardia Civil, pero hace un montón de años.
—Vale. Iñaki, encárgate de que los de la Científica hagan la prueba de balística lo antes posible para ver si es nuestra arma. Hay que decírselo al comisario, que parezca que avanzamos.
Luego se dirigió a Lorena.
—Me voy al hotel Londres a ver a la hermana. Te dejo al resto de amigas para ti. Si son como esta, te cortarás las venas. No pierdas mucho tiempo, no parece que hubiera mucha intimidad entre ellas.
Había pensado ir caminando, pero la lluvia la desanimó y cogió un autobús. Le parecía extraño que la hermana de Cristina no se alojara en el domicilio de la familia, pero Lucía le había dicho que siempre que venía iba al Londres, que se sentía más independiente en un hotel. Avisó en recepción y se sentó en un sillón del vestíbulo. A los pocos minutos Coro Sasiain se acercó a ella.
A Carmen le sorprendió el aspecto. Había imaginado alguien muy parecido a Cristina, algo mayor, del estilo de Lucía; pero en Coro Sasiain todo era excesivo. Llevaba unos tacones desmesurados, demasiados oros, maquillaje teatral y un perfume abrumador. No tenía en absoluto el aspecto de quien acaba de hacer un viaje transoceánico porque ha perdido a su única hermana.
—Buenos días. —La mujer le tendió la mano—. Creo que quería hablar conmigo, pero sinceramente no sé en qué puedo servirle de ayuda. Llevo dos años sin pisar San Sebastián y no tengo ni idea de qué puede haber pasado. Para que luego digan que Venezuela es peligrosa.
—¿Se comunicaba a menudo con su hermana?
—No demasiado, lo normal. Algunos correos… nos llamábamos para nuestros cumpleaños o los de los niños y yo suelo venir cada dos o tres años con los chicos. Cuando me casé, Cristina era una cría. Tenía quince años y al año siguiente yo me fui a Caracas. Nos llevábamos diez años; en esa época eso era mucha diferencia para que hubiera intimidad.
—¿Le contó que algo le preocupara, algún problema en particular?
—No, al revés. La última vez que hablamos estaba muy animada. Me comentó que tenía ganas de venir a Venezuela, que teníamos que organizar unas vacaciones juntas. Me sorprendió, nunca hemos sido ese tipo de hermanas.
—¿Ha estado ya con su familia?
—No, iré hoy al mediodía. Antes he pedido un masaje; estoy destrozada del viaje en avión. Mi cuñado quería venir a buscarme al aeropuerto, pero no se lo he permitido. Detesto ser una carga. Y no sé si apreciarán el consuelo que puedo ofrecerles.
—¿Perdón?
—El único consuelo en estos momentos está en el Señor, pero mi hermana y su familia se habían apartado mucho de la religión. Llevan una vida frívola.
Carmen miró asombrada a la mujer enjoyada y acicalada que hablaba de la frivolidad ajena.
Coro Sasiain debió de percibir la mirada extrañada de la oficial y rápidamente se defendió.
—Que cuide mi aspecto no significa que no cuide mi espíritu. Y he rezado por mi hermana y su familia, pero siempre que les visito tengo que soportar críticas a mi forma de vida y mi fe.
Carmen sentía el estómago encogido. Vaya familia de raros. Ya podía su hermana Nerea irse a vivir a la Conchinchina, que ella tendría la cara como un sapo de tanto llorar si le pasara algo. Suponía que era cierto el dicho de que familias normales son las que no conoces a fondo pero, en su experiencia, en Euskadi el tipo de familia clan era aún muy frecuente. Los lazos solían ser muy fuertes: los abuelos cuidaban de sus nietos, los hijos de sus padres y permanecían unas costumbres que parecían destinadas a desaparecer. Claro que igual tenía una visión ingenua del mundo pese a su trabajo. Días atrás tampoco hubiera dicho que lo habitual a su edad era tener amantes y, por lo visto, una parte de la población creía que era la forma de hacer durar los matrimonios.
Volvió a comisaría andando rápido, aunque aún llovía ligeramente, por la necesidad de despejarse un poco y pensar. Tenía la sensación de haber perdido la mañana y sabía que cuanto más tiempo pasara, menos posibilidades había de encontrar al culpable. Aquellas mujeres que invadían el espacio con perfume de Carolina Herrera habían resultado totalmente inútiles. Y antipáticas.
Lorena no había tenido más éxito. El resto de las amigas, aunque no tan superficiales como la que ella había entrevistado, no habían aportado nada de interés. Cristina no parecía ser de las que hacen confidencias. Por lo visto era muy animada y contaba anécdotas muy graciosas en las cenas, pero era muy reservada en lo personal. Había faltado una: Patricia Múgica.
—Está de viaje, llegará esta tarde. Si le parece la cito mañana por la mañana.
Carmen asintió distraída.
Iñaki había estado en la Cámara de Comercio, donde apenas había obtenido información. Todos le habían asegurado que era una mujer muy lista y muy capaz. Esas cualidades se repitieron en las respuestas de todos, pero nadie fue más allá, nadie aportó algo personal o diferente. Carmen consultó el reloj.
—Lorena, ¿tienes la lista de las peleterías de la ciudad?
Lorena le tendió una hoja con seis nombres.
—Todavía nos da tiempo a hacer alguna visita.
—Yo creo que las únicas que hay que visitar son estas dos —dijo señalando en el papel—. Peletería Antártida y la de Viuda de José Aristizabal. Las otras son de otro estilo: cazadoras de piel, arreglos… Nada de la categoría de Astrakan.
—Pues vamos, Lorena. A ver si tenía enemigos en el terreno profesional. Aunque no lo fueran como para matarla, que por lo menos den alguna información de interés. Iñaki, tú redacta algo para pasarle al comisario y tenerlo tranquilo un rato.
Primero se dirigieron a la de la viuda, que quedaba en el centro, cerca de la catedral del Buen Pastor. Era la típica tienda antigua, con solera. Amplia, con mostradores de una madera oscura pulida y encerada como un espejo. Probablemente, nada se había modificado desde la inauguración; sin embargo, todo se había conservado en perfecto estado. Los dependientes —un hombre y una mujer— iban a juego con el local, parecían llevar allí desde tiempos inmemoriales. Carmen y Lorena preguntaron por la dueña y el hombre fue a la trastienda y al momento volvió y las hizo pasar.
Entraron en lo que a Carmen le pareció la salita de su tía Loli: una mesa camilla, sillones confortables y fotos en las paredes. La viuda de José Aristizabal parecía a punto de ir a hacer compañía al susodicho. Era una mujer pequeñita, de pelo blanco primorosamente peinado, con una cara llena de arrugas y unos ojos verdes y brillantes que desmentían el aspecto de abuelita venerable y frágil.
—¿Vienen por lo de Cristina Sasiain?
Carmen asintió.
—¿Usted la conocía?
—Claro, maitia,[7] aquí nos conocemos todos. Conocía a sus padres. Él era un señor y su madre una belleza.
Carmen pensó que en una sola frase se podía concentrar mucho veneno.
—Y ella, ¿cómo era?
La mujer puso cara de reflexionar.
—Muy lista, pero no muy inteligente. Ambiciosa. Guapa. No muy escrupulosa, ni en los negocios ni en nada.
—¿Tenían trato?
—Ahora, apenas. Cuando abrieron sí, pero ella hubiera hecho cualquier cosa por el negocio. No le importaba la forma de captar clientes, de conseguir salir en los periódicos. Copiaba, mentía, lo que fuera. No tenía unos principios morales muy sólidos. Entiéndame, un negocio es un negocio y ninguno somos hermanitas de la caridad, pero existen unas reglas del juego no escritas que se suelen respetar, o solían. Ahora ya… Mi marido era peletero, mi suegro lo había sido y su padre también. Aquí se ha tenido siempre mucho respeto por el trabajo bien hecho, por la calidad. Cristina jugaba más la baza de la moda. Tenía ojo, eso no se lo niego. Copiaba, pero sabía copiar. Era más chapucera en los acabados. Se buscó un buen cortador (mejor dicho, se lo robó descaradamente a Jiménez, el de Santander), y sus prendas siempre han tenido presencia. En cualquier caso, yo no era competencia para ella. Mis clientas son de otro tipo: mayores, más clásicas. Como esta tienda o como yo misma. Mire, en esta ciudad, peleterías que puedan llevar el nombre hay tres: Astrakan, esta y la Antártida. Yo estoy a punto de jubilarme y no tengo herederos, la Antártida está de capa caída. Creo que el dueño ha perdido mucho dinero en bolsa y apenas puede mantener la tienda, de manera que Astrakan tiene todas las de ganar, porque no hay competencia a su altura.
—¿Se le ocurre alguien que tuviera interés en su muerte?
—En el negocio, no. Tampoco digo que la vayan a llorar mucho, pero enemigos o asesinato son palabras mayores. Yo buscaría más en su mundo personal. El que no tiene escrúpulos no los tiene en nada. Y eso acaba trayendo complicaciones.
Carmen se despidió con la coletilla habitual de sugerir que llamara si recordaba algo de interés. Estaban a punto de cerrar cuando llegaron a la Antártida. El local no era tan céntrico, estaba ubicado en un hermoso edificio de estilo modernista de la calle Prim. Pero los dueños habían intentado darle un aire moderno a la tienda que, sin embargo, no estaba muy conseguido. Todo era blanco, de cristal o metálico. Tenían colgados muchos menos abrigos que en la tienda de Cristina Sasiain. El dueño era un hombre que pretendía tener un aspecto muy elegante, pero que resultaba afectado y cursi. ¿Todavía llevaba alguien los pañuelos a juego con la corbata doblados así en el bolsillo? Sin saber por qué le recordó a Don Pantuflo, el de Zipi y Zape.
—Por supuesto que conocía a Cristina, ¿quién no? Pero yo no la consideraba competencia. Nosotros trabajamos más por encargo, es otro estilo. Pero no sé si este negocio nuestro tiene futuro. Entre los ecologistas, la crisis y este afán por comprar veinte trapos nuevos cada temporada en vez de hacerse con una buena prenda…
—¿Ha tenido algún problema con grupos ecologistas?
—Lo normal, alguna pintada en el escaparate en plan «asesinos» y tal, pero nada muy serio.
—¿Cree que podrían llegar a resultar un peligro?
—No creo, por lo menos yo nunca he recibido una amenaza seria.
—¿Se le ocurre alguien que quisiera matar a Cristina Sasiain?
—No, creo que mucha gente le tenía envidia, manía, o las dos cosas, pero nada como para matarla. Años atrás hubiera pensado en ETA; hoy en día no creo. Quizás un robo…
Salieron a la calle igual que habían entrado. Y todavía quedaba la parte más difícil de la jornada: hablar con la familia.