OCHO
Carmen se sentó en uno de los últimos bancos. Aunque había llegado pronto apenas quedaba sitio libre. La iglesia estaba abarrotada. Muchos abrigos de piel entre las asistentes. Todos esos que la gente definía como «de San Sebastián de toda la vida» estaban allí, más los empleados, los familiares, los curiosos y la prensa. Y ella, intentando hacerse invisible, con un abrigo negro que olía a lana mojada porque se le había olvidado el paraguas.
En la primera fila se divisaban las tres cabezas rubias de los hijos de Cristina Sasiain. Le recordaron a los anuncios de Camomila Intea de su infancia. Eran guapísimos, con esa apariencia de belleza a la que nunca ha turbado un problema. Sin embargo, no era así. Del mayor no sabía gran cosa. Lo habían expulsado de un colegio pero no había conseguido averiguar por qué. Su hermana había sufrido algún episodio de anorexia y, aunque según la familia estaba completamente recuperada, tenía un aspecto extremadamente frágil, como si se fuera a quebrar en cualquier momento. El pequeño se veía desencajado, lloraba sin disimulo ni consuelo. Estaba claro que él sí quería de verdad a su madre. Recordó la conversación que habían mantenido la víspera cuando se desplazó con Lorena a Villa Cristina.
No le había parecido apropiado citar a los chicos en comisaría. No habían aportado ninguna información relevante. Su madre no les había comentado que nada le preocupara. Álvaro la había visto por última vez en septiembre, antes de ir a Estocolmo, pero hablaban todas las semanas por skype. Cristina había estado en casa durante el puente de diciembre. Y Guillermo la vio la mañana del día que murió. Los mayores habían estado serios, poco habladores. Tenían cara de haber estado llorando, pero se controlaron durante la entrevista; el pequeño, no. Lloraba, hipaba, decía que había mucha gente que envidiaba a su madre y que estarían encantados de que estuviera muerta. Nada que Carmen no considerara normal en un adolescente sensible al que le han asesinado a la madre. Más extraña le parecía la contención del resto de la familia.
También había tenido una conversación privada con Andoni Usabiaga. Debía ver si sabía que su mujer tenía un amante.
—¿Si sabía lo de José Ángel? —había preguntado—, claro que lo sabía, oficial. Ya sé que dicen que el marido siempre es el último en enterarse, pero en nuestro caso no era así. Teníamos mucha confianza: Cristina me lo contaba todo; y yo a ella, por supuesto. La nuestra era una relación sólida: llevábamos veintisiete años casados, tres hijos, y nos gustaba estar juntos; pero teníamos amantes, como todo el mundo, aunque sin hacer un drama. Si quiere, le puedo dar el nombre de la persona con la que yo me estoy viendo ahora, aunque preferiría que fueran discretos: su marido es más de la vieja escuela, pura hipocresía, ya sabe, por el qué dirán.
—¿Cree que José Ángel Barandiarán sería capaz de cometer un crimen pasional? —había preguntado Carmen, aun sabiendo la respuesta.
—¿José Ángel? ¡No, por Dios! Es un hombre completamente apacible. De hecho creo que era una relación de amantes muy matrimonial, muy establecida, que a los dos les convenía pero que no era un laberinto de pasiones; eso queda para las novelas. ¿No tiene ninguna pista? ¿El atentado está descartado? ¿Y los ecologistas?
Carmen había salido del paso como había podido diciendo que lo estaban investigando todo a fondo y que si tenían noticias se lo haría saber.
La entrevista con el viudo le había provocado una sensación extraña. En aquella casa le daba pena todo el mundo, hasta los perros. Le parecía que faltaba cariño. Esperaba encontrar lágrimas, sufrimiento y ese apiñamiento que se produce en las familias cuando hay una desgracia, pero allí cada uno parecía llevar su pena en silencio y por separado. Y el pobre Guillermo no tenía unos brazos en los que consolarse.
Al salir le había preguntado a Lorena:
—¿Tú crees que todo el mundo tiene amantes?
Le había parecido que la pregunta la sorprendía.
—No sé, la gente que lleva muchos años casada a lo mejor… O quizás solo es la gente rica. La verdad es que no me imagino a mis padres con amantes, claro que uno ve a sus padres siempre como asexuados.
Carmen pensó que a lo mejor Lorena también la veía a ella asexuada. Los jóvenes tienden a ver viejos a los que tienen más de treinta y cinco años y, por supuesto, creen que los viejos son asexuados.
Las voces de un coro la sacaron de sus pensamientos. Cantaban Mendian gora, de Imanol. Se preguntó quién habría elegido esa canción que a ella siempre le había conmovido. Le gustaba la idea de cantar a la vida en ese momento.
Sonaba de maravilla, resultaba mucho más emocionante que las palabras huecas y manidas del sacerdote. Los funerales le ponían triste. No por la pena por el difunto, eso iba aparte, era el hecho del funeral en sí. Esas iglesias rancias, mal iluminadas; esos sermones que acumulaban tópicos sobre la bondad del difunto al que no conocían de nada: el renacer a nueva vida de esperanza, ¿aquello resultaría consolador para alguien? Quizás para gente como Coro Sasiain, que estaba sentada muy tiesa en primera fila con un abrigo de visón que a Carmen le pareció ostentoso y feo. Habría que empezar a organizar funerales laicos. Mikel decía que él quería una Big Band en su entierro y que, si había algún cura cerca, se levantaría de su tumba.
La gente empezó a moverse hacia la salida con lentitud. Muchos se acercaban a abrazar a la familia. Carmen se dirigió discretamente a la salida. Quería ver sin ser vista. Al llegar a la calle le sorprendió una manifestación silenciosa que aguantaba estoica bajo la lluvia. «Beti gure bihotzean»[9] se leía en una pancarta. La tarde no podía estar más desapacible. Además de la lluvia soplaba un viento racheado que había llenado las papeleras de esqueletos de paraguas. Los comercios de los soportales y de los laterales de la plaza ya estaban cerrados y los que habían querido mostrar su solidaridad estaban agrupados en el jardín, frente a la iglesia, estoicos y silenciosos. La imagen le devolvió al pasado por un momento y sacudió la cabeza, como para echar fuera los malos recuerdos. Cuando la familia salió de la iglesia la gente rompió a aplaudir. Carmen maldijo a Lizarriturri, que había hecho tanto hincapié en que «todas las hipótesis estaban abiertas» y que había convencido a la opinión pública de que era posible que fuera un atentado. Le recordó al 11-M, pero sin intriga política de fondo. Lizarriturri solo quería salir en los periódicos un poco más. Como si no hubiera bastantes problemas sin necesidad de inventarlos.
Con todo, le emocionó que la gente estuviera dispuesta a mojarse en una noche fría de diciembre para arropar a la familia. Quizás al pequeño le consolara que la muerte de su madre no fuera indiferente para todo el mundo. Se escurrió rápidamente esquivando cámaras, fotógrafos y micrófonos. El trayecto de autobús hasta su casa se le hizo eterno. Tenía los pies mojados, estaba hambrienta y le dolía la espalda.
Al llegar a casa se descalzó y antes de darse una ducha llamó para encargar una pizza. Suponía que con la edad que tenían sus hijos ya no corría riesgo de que le quitaran la custodia, y ya le gustaría a ella ver cómo compaginaban los servicios sociales la dieta mediterránea con un trabajo en la Ertzaintza.