QUINCE
Carmen comió un pincho de tortilla en un bar frente a la comisaría con gran sensación de culpa y se prometió a sí misma que después de navidades se pondría a dieta e iría a la piscina por lo menos tres veces por semana. Pidió sacarina con el café y se sintió un poco más reconfortada.
Lorena e Iñaki le esperaban en el despacho rodeados de papeles.
—¿En qué estáis? —les preguntó.
—Cuentas —respondió Lorena.
—¿Y qué tenemos?
—¡Uf!, un lío. Hemos llamado a Xabier de contabilidad para que venga a echarnos una mano. Por ahora, sabemos que Cristina Sasiain y su marido tenían separación de bienes. Tenían una cuenta conjunta para los gastos de la casa, los hijos, etc., y el resto por separado. Las del marido las miró Fuentes al principio.
—Por cierto, ¿dónde está? —quiso saber Carmen.
—En la tienda, le hemos dicho que usted quería que comprobara los libros y averiguara si es verdad que se había pensado en despedir a alguien —dijo Iñaki con voz preocupada.
Carmen sonrió de oreja a oreja.
—Os voy a proponer para un ascenso —dijo—; pensar que me tocaba trabajar con él toda la tarde me ponía los pelos de punta.
—Bueno, Cristina tenía varias cuentas y no era muy ordenada —continuó Lorena—. Tiene un plan de pensiones y una cuenta de ahorro con dieciocho mil euros y hemos mirado su declaración de la renta personal; las declaraciones de IVA de la tienda se las hemos dejado a Fuentes.
—¿Sus gastos fijos son muy elevados?
—No pagan hipoteca y el local de la tienda es suyo. Hacen ingresos mensuales a los hijos, que estudian fuera. Las universidades son privadas y cuestan una pasta. También tienen un seguro médico privado para toda la familia, más el sueldo de la chica de servicio.
Lorena hizo una pausa y cogió otra carpeta con extractos de banco marcados con rotuladores fluorescentes de diferentes colores, y prosiguió:
—Luego hay varios gastos fijos: peluquería, gimnasio, masajista, suscripciones a algunas revistas… El resto es un batiburrillo imposible de entender. Gastaba bastante dinero, pero no tenía un patrón fijo.
—¿Y el marido?
—De la cuenta común paga las cuotas de un club de golf y otro de tenis. Hay muchas facturas de restaurantes y hoteles. No sé si esta gente llevaba muy ordenada la separación entre la casa y el negocio. Cristina tenía varias cuentas y hacía ingresos entre unas y otras. Tres tarjetas de crédito que parece haber usado indistintamente. Como patrimonio: la casa, que es de ella (herencia de familia), y un apartamento en Formigal a nombre de los dos. No sé si nada de esto tiene algún sentido.
—A mí me extraña una cosa —dijo Iñaki.
—Pues di, hijo, que hoy estás muy inspirado —contestó Carmen.
—Me parece que no tenía mucho dinero; quiero decir entre todas las cuentas. Para una mujer de esa clase, con un negocio que va bien, esa casa y algo más que habrá heredado… ¿Solo dieciocho mil euros de ahorros? Porque tampoco ha invertido en pisos, por lo que parece.
—Bien, cuando Xabier haya revisado este barullo de cuentas, lo volvemos a mirar, pero tienes razón en que no es mucho dinero, el que está a la vista por lo menos.
—Hay otra cosa que a lo mejor tiene interés —dijo Lorena—. Hay un recibo de VISA de un billete a Ginebra el mes pasado. Estuvo solo unas horas.
—¿Visita al banco? —preguntó Carmen.
—Quizás sea algo relacionado con el negocio, pero me parece un viaje muy rápido.
—De acuerdo, Lorena. Comprueba qué fue a hacer a Suiza.
—No sé qué iría a hacer, pero le dio tiempo a comprar un Patek Philippe de cuarenta mil euros —dijo Iñaki levantando la vista de un montón de recibos.
—No estoy al tanto de las costumbres de los ricos, pero me parece un detalle un poco exagerado para traer al marido de un viaje, ¿no? —comentó Carmen.
—¿Quiere que averigüe si se lo regaló al marido?
—Sí, y si no, pregúntale al anticuario.
En ese momento Amaia, la administrativa, entró en el despacho.
—Oficial, ha venido Kepa García. Quiere hablar con usted.
Carmen se levantó sorprendida. ¿Qué mosca le habría picado al ecologista?
Kepa García estaba sentado al borde de una silla con su sempiterno jersey marrón. Carmen pensó que para Reyes la madre debería comprarle otro, para que tuviera un quita y pon por lo menos.
Le hizo entrar en el despacho.
—Usted dirá —dijo. Luego, recordando la última conversación, repitió la frase en euskera.
—Me han estado siguiendo, acosando, preguntando a mis familiares.
—Yo no he dado ninguna orden en este sentido.
—Es posible, pero el otro va por libre —empezó a retorcerse las manos—. Mi psiquiatra me ha dicho que a lo mejor me tranquilizaba si hablaba con usted.
—Pero, señor García, yo no le considero sospechoso de nada. Si en algún momento le necesito para la investigación, se lo diré claramente.
—Pero es que esta sensación de esconderme continuamente me angustia mucho. Me han tenido que subir la medicación. Yo estaba muy bien, llevo una vida completamente normal. ¿Es que un ingreso psiquiátrico cuando tenía veintitrés años me va a perseguir toda la vida?
—Pero es que yo no le he pedido cuentas de nada…
El hombre no parecía oír nada de lo que Carmen decía. Le entregó un sobre.
—Es un informe de mi psiquiatra. Pone que estoy bien, léalo.
Carmen iba a devolvérselo diciendo que no era necesario, pero la cara de angustia de Kepa García le indicó que era mejor hacer lo que le pedía.
El paciente Kepa García sufre un trastorno bipolar en tratamiento con litio. Desde el año 2003 permanece estable, sin episodios de descompensación de su patología. Está capacitado para desempeñar cualquier trabajo y no supone un peligro para su entorno social.
Carmen le miró con lo que esperaba fuera una cara de máxima aprobación.
—A lo mejor piensa que el informe es falso.
Carmen se apresuró a negar tal cosa.
—O que el psiquiatra está conchabado conmigo.
Nuevas negaciones enfáticas de Carmen.
—Sepa que estoy dispuesto a que me examine uno de sus peritos. Yo no tengo nada que ocultar. Si me dedico a la defensa de los animales es porque estoy en contra de toda violencia. ¿Tan difícil es de entender? ¿Cómo pueden imaginar que mataría a un ser humano?
La voz iba subiendo de tono, parecía a punto de echarse a llorar. Carmen bajó más la voz, le habló casi como a un niño. Le aseguró que podía estar tranquilo, que valoraba mucho su disposición, que ella tenía plena confianza en su salud mental y que se encargaría personalmente de que no le molestaran más. Guardó el informe como si fuera un documento de la máxima importancia y le acompañó a la salida.
Cuando le perdió de vista, suspiró. Las investigaciones tenían siempre multitud de daños colaterales. No sabía hasta qué punto afectaría a aquel pobre chico. Sintió un nuevo ataque de irritación contra Fuentes. ¿Por qué siempre tenía que ir a su aire, sin respetar las normas y con un saco de prejuicios a la espalda muy superior al de la mayoría? No estaba en sus manos evitar los daños del asesinato: el dolor de la familia, las repercusiones en el negocio, la tristeza de sus amigos; pero, por lo menos, tenían que ser muy cuidadosos con no hacer más daño del imprescindible con la investigación. Bastantes cosas removían de la víctima y sus allegados, en ocasiones tristes, feas o vergonzosas, como para, además, ensañarse con los elementos más débiles en la investigación. Carmen creía a Fuentes capaz de interrogar a la hija de la víctima en el psiquiátrico y presionarla para que dijera que los remordimientos la impulsaron al intento de suicidio. En ese momento sonó su móvil personal. Le extrañó ver el nombre de su hermana, nunca la llamaba en horas de trabajo.
—¿Qué pasa, Nerea?
—Es la ama, estamos en Urgencias —respondió su hermana.
—Pero ¿es grave?
—Todavía no sabemos nada. Tiene fiebre alta y le están haciendo pruebas. ¿Puedes venir?
—Sí, sí. No te preocupes, voy ahora mismo.
Entró apresurada en la sala donde trabajaban Lorena e Iñaki.
—Me voy al hospital. Mi madre está en Urgencias.
Iñaki se levantó.
—La llevo, jefa.
—No, no, vosotros seguid con esto. Cogeré un taxi. En cuanto sepa algo os llamo.
Otra visita a Urgencias en menos de veinticuatro horas. Pero ahora la angustia era para ella, no iba de espectadora.