DOS
Cuando llegaron a la comisaría, Lorena les estaba esperando con café recién hecho. Carmen y Aduriz lo agradecieron; estaban calados, destemplados y tristes, como siempre que volvían de comunicar una muerte a la familia.
—El jefe quiere verla, ha llamado hace un rato.
—Bien, voy ahora mismo. ¿Tienes más información?
Lorena le alargó una carpeta.
—He preparado una lista con los nombres y teléfonos de los trabajadores de la peletería. También está el de la socia.
—Gracias, Lorena. En principio vais a trabajar en este caso Aduriz y tú. Y Fuentes, claro —añadió con tono resignado.
—Está en el seminario de calidad. ¿Quiere que le avise?
—No, ni se te ocurra, quiero decir que no hace falta; es solo hoy y ya es media mañana. Además, alguien tenía que ir al seminario. Ahora voy a ver qué quiere el comisario. Mientras tanto mirad a ver si averiguáis qué grupos ecologistas hay en la ciudad y quiénes fueron los que boicotearon el desfile del hotel María Cristina.
El comisario Landa parecía muy atareado mirando unos papeles, pero lo dejó todo en cuanto vio a Carmen.
—Pase, oficial, pase. Este asunto no me gusta nada.
Carmen se mantuvo en silencio. Sabía que todo lo que pudiera atraer la atención de la prensa o de los políticos, nunca gustaba nada al comisario.
—Vamos a tener a toda la prensa aquí en un rato. ¿Qué sabemos?
—Por ahora, poca cosa. No parece un atentado. Diga lo de «no se descarta ninguna hipótesis» y deles largas. Que publiquen la biografía de la víctima, que hagan un panegírico y que nos dejen trabajar.
—Sí, claro. Para usted es muy fácil decirlo, pero soy yo el que tiene que lidiar con ellos.
—Pero eso se le da muy bien, comisario. Con la labia que usted tiene…
—Bueno, haré lo que pueda; pero ustedes espabilen y a ver si lo aclaran cuanto antes, que aquí va a llamar medio Donostia, con lo conocida que era esta mujer. Y por supuesto, cualquier indicación de los de la Antiterrorista debe ser seguida.
—Ya le he dicho que parece que no es un atentado…
Landa hizo un gesto con la mano.
—Eso lo dirán ellos. Comuníqueme cualquier novedad que se produzca.
Carmen bajó la escalera preguntándose por qué siempre le tocaba a ella templar gaitas, seguir la corriente, procurar no herir susceptibilidades y perder el tiempo en tonterías cuando había tanto por hacer. Por la paz un avemaría, bien, pero a ella le tocaban rosarios con letanías incluidas. La verdad es que, aunque a veces le sacaban de quicio el aspecto político del comisario, su preocupación por la prensa y el exagerado aprecio por las formalidades, en el fondo lo respetaba y lo apreciaba.
De hecho, si ella seguía en el cuerpo se lo debía a él. No llevaba mucho tiempo trabajando, tres años desde que acabó en Arkaute,[3] cuando tuvo un accidente de coche en el que murió su compañero. Conducía ella. Quiso dejar de conducir y abandonar el cuerpo, pese a que el camión se había saltado un stop y ella no tenía ninguna culpa. Landa, que por entonces era suboficial, no se lo permitió. Pasó horas hablando con ella, diciéndole que si se rendía entonces iba a tener que pasar la vida escondida, cargando con el miedo a sus espaldas, que tenía que superar aquello y, si luego seguía queriendo dejar de ser ertzaina, era libre de hacerlo. Era curioso, con todo lo que le había tocado vivir, con las épocas tan difíciles que pasaron en los años más duros de ETA, aquel fue el único momento en que quiso dejar la Ertzaintza. Por eso, aunque luego él había hecho carrera rápido y era un hombre muy ambicioso, le seguía considerando una buena persona. Carmen entró en su despacho. Los dos agentes estaban enfrascados en sus ordenadores.
—¿Tenéis algo?
—Bueno —contestó Aduriz—. Asociaciones registradas hay cinco, después están las plataformas contra la incineradora, un grupo antitaurino, los de la protectora de animales…
—Yo he encontrado el atestado del incidente del desfile que nos comentó el marido —intervino Lorena—. Son un grupo pequeño, no están en el registro de asociaciones. Se llaman Pangea y el fundador del grupo es un tal Kepa García. Hay más información sobre él. El año pasado resultó herido cuando intentó liberar a una cabra que llevaba un grupo de músicos callejeros.
—¿Liberarla? —preguntó Carmen.
—Sí, eso pone el informe. Según sus palabras, «una cabra pierde su dignidad si le obligan a dar vueltas en una banqueta a ritmo de pasodoble. No solo los grandes simios merecen la consideración y el respeto. Cualquier animal tiene derecho a un trato justo y un entorno acorde con su naturaleza». Parece que no solo le agredieron los dueños del animal, la propia cabra le mordió.
—Para que veas, de desagradecidos está el mundo lleno. Bueno, chicos, este os lo dejo a vosotros para interrogar. Si voy yo igual le obligo a bailar Paquito el Chocolatero y me denuncia por torturas. Pero es únicamente por cubrir el expediente; un tipo así está zumbado, pero no le pega nada llevar armas de fuego. Yo me voy a ver a la socia. Quedamos aquí a las dos.
Carmen decidió ir andando a casa de Lucía Noailles. Estaba en Miraconcha, a diez minutos andando desde la comisaría. Era uno de los sitios que ella hubiera elegido para vivir de haber sido rica. Ese o el puerto. Era un juego al que jugaba a menudo con su amiga Miren: «Si te tocara la lotería y pudieras elegir el sitio que quisieras de Donostia, ¿dónde vivirías?». Las dos pensaban la respuesta tan seriamente como si ya les hubiera tocado y tuvieran que valorar la falta de comercios en el paseo junto al río, el ruido en la parte vieja o la humedad en el puerto. Su amiga solía inclinarse por una villa en Ondarreta, pero ella prefería un piso alto con terraza en Miraconcha. Esa cuesta tranquila y poco transitada con casas señoriales que acababa en el Palacio de Miramar. Cuando nació su hijo Gorka solía pasear por allí y leer el periódico en el parque durante la baja maternal. Fue un otoño especialmente benigno y lo recordaba como una etapa maravillosa, de adaptarse con placidez a los ritmos del bebé y no hacer nada. Sí, mejor que el puerto. Desayunaría en la terraza con vistas a la bahía, estaría en el centro y sin embargo la casa sería tranquila y silenciosa. Ya solo le faltaba el dinero, la decisión estaba tomada.
La lluvia había cedido y el paseo le despejó la cabeza. Lorena se había asegurado de que la señora Noailles estuviera en casa; sabía que ella prefería ver a los testigos en su medio si era posible, pues le aportaba lo que ella llamaba «información invisible», que muchas veces era de utilidad.
Llamó al timbre y por segunda vez en el día una cámara de vídeo grabó su imagen.
Un ascensor lleno de espejos la llevó al quinto, donde Lucía Noailles la esperaba en la puerta.
Carmen mostró su placa y se presentó. La socia de Cristina Sasiain era una mujer de unos sesenta años bien llevados —aunque no retocados, pensó Carmen—. Vestía un traje pantalón probablemente carísimo pero muy discreto, no llevaba joyas y el maquillaje era muy suave. Procuraría tener ese aspecto cuando consiguiera vivir allí, pensó.
La hizo pasar a un amplio salón con vistas al mar. Los muebles eran en su mayor parte modernos, aunque una vitrina de caoba llena de libros tenía aspecto de herencia familiar o tienda de anticuarios. Se sentaron en un sofá de piel, y Carmen, después de rechazar un café, sacó una grabadora del bolso.
—Todavía no me lo puedo creer. Me ha llamado Andoni. Antes que ustedes, quiero decir. Creo que aún no había reaccionado. Es tan increíble… De toda la gente del mundo, ¡Cristina!
—El señor Usabiaga dijo algo parecido, creo que fue «Cristina no puede morirse».
—Es que resulta imposible de imaginar. Era la persona más vital que he conocido, a veces demasiado. —Sonrió con tristeza—. Nunca estaba enferma ni cansada.
—También nos dijo que pensaba que su mujer estaba durmiendo en su casa.
—Sí, ese era el plan inicial, pero me llamaron unas amigas para decirme que tenían entradas para un ballet y cambiamos la cita; iba a venir hoy.
—¿Desde cuándo la conocía?
—¡Uf! De toda la vida. Nuestras familias eran amigas. Yo era varios años mayor. De hecho era de la cuadrilla de su hermana Coro, que se casó y se fue a Venezuela cuando éramos muy jóvenes. Yo estudié Filosofía y Letras en Madrid, pero luego me casé y me vine a vivir aquí. Tenía mucho tiempo libre y me aburría. Cristina me propuso poner un negocio y no me lo pensé dos veces.
—¿Por qué una peletería?
—Pues no sé… Teníamos claro que iba a ser algo relacionado con la moda. Tiendas de ropa ya había muchas; peleterías, menos y todas muy clásicas. Decidimos que a nuestra tienda le daríamos otro aire, más moderno. La verdad es que fuimos muy lanzadas, pero nos salió bien.
—¿Cómo era Cristina Sasiain? Y por favor no me diga que muy buena persona, eso lo damos por supuesto, quisiera saber qué tipo de persona era.
Lucía Noailles pareció reflexionar un instante antes de responder.
—Ya le he dicho que era muy vital, muy activa. También era muy creativa y lanzada. Ella llevaba toda la parte de diseño de la tienda y yo me ocupaba de los números, los proveedores y el personal. Cada una hacíamos bien nuestra parte y éramos nefastas en la otra. A Cristina le gustaba variar, no soportaba las rutinas; era un poco aventada y tenía muchos cambios de humor. Sabía ser encantadora, pero también podía ser muy irascible. Y necesitaba ser el centro de atención en todo: en el negocio, en las fiestas, en cualquier parte. Salía mucho en los periódicos locales: hablaba de moda, salía su foto en inauguraciones, dirigió un movimiento contra el impuesto revolucionario…
—Era valiente. ¿Recibió amenazas?
—Sí, era valiente y un poco inconsciente, quizás todos los valientes lo son. Efectivamente, recibió amenazas, pero en vez de asustarse se creció; pero eso fue hace años. Hace mucho que no recibíamos una carta de ese tipo en la tienda y estoy segura de que tampoco las recibió en casa, me lo hubiera dicho. Cristina no era reservada.
—¿La notó preocupada o asustada últimamente?
Lucía titubeó.
—No, bueno, estaba más temperamental que de costumbre y la pillé llorando un par de veces, pero no le di mucha importancia.
—¿Por qué? ¿Solía pasarle con frecuencia?
—En los últimos tiempos, bastante. Verá, Cristina había sido una belleza, y todavía estaba espléndida para sus cincuenta y dos años, pero en los últimos tiempos estaba obsesionada con el deterioro. Se hacía toda clase de tratamientos de belleza, gastaba una fortuna en cosméticos, iba al gimnasio todos los días y controlaba mucho el peso. Pero el paso del tiempo es inevitable y eso ella no era capaz de aceptarlo. Pero yo pensaba que, antes o después, terminaría por asumirlo.
—¿Tenía problemas familiares o económicos?
—No, en absoluto. Por lo menos ahora. Pasaron una época muy mala cuando su hija, Cristina, tenía 14 o 15 años. No sé si fue exactamente anorexia, pero estuvo mal. Cristina siempre había estado muy orgullosa de su hija. La verdad es que era una joya de niña: guapa, lista, simpática. Y, de pronto, en la adolescencia, empezó a dar problemas. Pero ahora estaba mucho mejor, yo creo que le sentó bien ir a estudiar fuera. Por lo demás, no. Andoni es un hombre muy paciente que sabía llevarla muy bien. Ya sabe que dos no riñen si uno no quiere. Y los chicos ahora están bien. Álvaro, el mayor, está de Erasmus en Estocolmo y Cristi en Madrid estudiando arquitectura. El pequeño, Guillermo, está en segundo de bachiller y tenía pensado hacer unos cursos de diseño y corte de peletería en Barcelona. Tiene intención de seguir en el negocio. Era el ojito derecho de Cristina. Pobrecillo, es el que peor lo va a pasar, estaba muy apegado a ella.
—Supongo que no tiene ni la más remota idea de quién puede haber cometido el crimen…
—No, me desconcierta. Si no entraron a robar y la encontraron allí… A veces se quedaba hasta bastante tarde en la tienda.
—¿Sola?
—Sí, yo suelo ir por las mañanas, pero por la tarde es excepcional que me quede después de cerrar. Teníamos biorritmos muy diferentes.
Carmen le agradeció su ayuda, y le dijo que probablemente volverían a ponerse en contacto con ella y que un agente la acompañaría a la tienda para ver si faltaba algo.
Al salir a la calle conectó el móvil y vio varias llamadas de la comisaría. Se encaminó de vuelta pensando qué tarea le podía encomendar a Fuentes que fuera larga y alejada de su lado.