UNO
Carmen dio otra vuelta en la cama. Las cinco y media. Era inútil intentar volver a dormir; cuando se despertaba a esa hora ya sabía que lo mejor era levantarse. Y con los años, cada vez le pasaba más a menudo. En el cuarto de baño recogió varias prendas desperdigadas por el suelo y las echó al cesto de la ropa sucia: no conseguía entender por qué esos dos metros que separaban el cesto de la ducha constituían una distancia insalvable para sus hijos. Puso la cafetera y abrió el frigorífico en busca de inspiración para la cena. Definitivamente, era imprescindible hacer la compra. Cogió un par de zanahorias, un puerro y un pimiento verde con aire mustio del cajón de las verduras y los dejó en la encimera. Mientras tomaba el café organizó mentalmente la jornada. Tenía dentista a las ocho. Luego debía asistir a ese soporífero curso de «Calidad en los procesos policiales. Cómo mejorar la atención al ciudadano». Se le ponían los pelos de punta solo de pensar en ese power point lleno de raspas de pescado, agujeros de queso, flechas y esas preguntas filosóficas: ¿Qué? ¿Cuándo? ¿Por qué? y ¿Para qué? Pero no había opción. Lo malo sería explicarlo y pretender convencer al resto del personal de comisaría de que aquello tenía algo que ver con trabajar mejor. Terminó el café, enjuagó la taza y la metió en el lavavajillas. Comenzó a picar las verduras. Además, le fastidiaba tener que ir con Fuentes al curso. Con ese aire de listillo «es muy fácil, oficial, crea un hipervínculo y ya está». Siempre la trataba con condescendencia. En fin, el día no prometía.
Mientras las verduras se doraban puso una lavadora. Estaba lloviendo otra vez. Para animarse pensó que le quedaban nueve días de vacaciones y que iría a algún sitio soleado a pasar el fin de año. A Canarias o a Marruecos. Le tenía que decir a Mikel que mirara algo. Pasar el fin de año al sol y sin hijos. Suspiró. Miró el reloj mientras añadía un bote de tomate a las verduras y bajaba el fuego. Cuando se duchaba, sonó su móvil. Salió corriendo con la cabeza llena de jabón, pero Mikel ya estaba en el pasillo y le tendía el teléfono con cara de sueño.
—¿Sí? ¿Qué hay, Aduriz? ¿Dónde?
Cogió un boli —que, por supuesto, no funcionaba— y rebuscó por la cocina hasta encontrar un rotulador; y apuntó un nombre y unas señas.
—¿Está el forense? ¿Y la Científica?
El agente contestó afirmativamente a las dos preguntas y le preguntó si podía acudir de inmediato.
—Sí, ahora mismo voy. Oye, Aduriz, ¿tiene pinta de atentado?
Ante la respuesta de que no lo parecía, Carmen suspiró aliviada.
—Vale, mejor así. En quince minutos estoy ahí.
Se vistió a toda prisa. La cremallera de la falda se negaba a cerrarse; metió tripa y consiguió subirla. Dio un beso suave a su marido y abandonó de puntillas la habitación. No le gustaba nada ser la primera en salir de casa, dejarlos a todos bien arropados, durmiendo y zambullirse en la oscuridad lluviosa que eran las mañanas de invierno donostiarras. Antes de salir de casa retiró la salsa del fuego y escribió una nota de instrucciones a sus hijos con la total seguridad de que sería ignorada.
Eran casi las ocho menos cuarto cuando llegó a la peletería. Tenía que acordarse de llamar al dentista para cancelar la cita. Ese pensamiento la consoló, era un caso de fuerza mayor. Las tiendas aún estaban cerradas, pero ya se veía bastante gente por la calle. Aduriz la estaba esperando y le hizo una seña desde el portal. Carmen entró y le siguió hasta una puerta que comunicaba con la tienda. Habían bajado la persiana del escaparate para evitar a los curiosos. Los de la Científica, el equipo del Juzgado de Guardia y el forense rodeaban a la víctima. A Carmen le dio la sensación de que estaba en el escenario de una película. La mujer rubia envuelta en pieles, los abrigos manchados de pintura. Parecía una puesta en escena. Sacudió la cabeza para desechar esos pensamientos absurdos.
—¿Habéis hablado con la familia?
Aduriz negó con la cabeza.
—La estaba esperando a usted, inspectora, ¿quiere que vaya yo?
—No, deja, luego vamos. ¿Quién la ha encontrado?
—La limpiadora. Está ahí dentro. —El policía señaló una puerta.
Carmen se dirigió a la trastienda. Una mujer de unos sesenta años estaba sentada con los ojos rojos. En una mesa junto a ella se veía una taza con una infusión. A su lado una agente de la Científica sujetaba unos pañuelos de papel. Al ver entrar a la inspectora volvió con sus compañeros.
—Buenos días. Soy la inspectora Arregui. Me gustaría que me contara cómo ha encontrado el cuerpo.
La mujer se sonó y miró a Carmen.
—Ya se lo he contado a este señor —señaló a Aduriz—, pero si quiere se lo repito.
La inspectora asintió.
—He llegado cuando daban las siete y he abierto con mi llave. He quitado la alarma y he dado la luz. La he visto ahí tirada y he salido corriendo a la Casa de Socorro. Ellos les han llamado y me han dado una pastilla para los nervios.
—¿Ha tocado algo?
La mujer negó con la cabeza.
—No señora, de lejos se veía que estaba muerta, con esos ojos tan fijos y sin moverse nada. Y los abrigos pintados. Ni he pensado, he salido corriendo.
—¿Los de Urgencias han venido a comprobar si estaba muerta?
—Sí —intervino Aduriz—, por lo visto una médica y una enfermera la han acompañado, han certificado la muerte y han llamado al 112.
—¿Sabe quién es? —preguntó Carmen a la mujer.
—Sí, claro. —La mujer parecía asombrada por la pregunta—. La dueña, la señora Cristina Sasiain. ¿No la conoce?, conocía quiero decir. Ha salido muchas veces en El Diario Vasco.
Carmen no le aclaró que ella no compraba El Diario Vasco, pero el nombre de la difunta sí le era familiar, aunque no podía precisar de qué le sonaba.
—Puede irse a casa. Dé sus datos a mi compañero y ya la llamaremos si la necesitamos. ¿A qué hora se abre la tienda?
—A las nueve y media. Yo me voy antes de que lleguen, menos el día que toca cristales, almacén o algo así, que me quedo hasta que vienen y a veces algo más. A veces coincido con la encargada; ella suele venir antes. Para las nueve ya está aquí. Los del taller, si hay mucha faena, también vienen pronto, pero muchos días me voy sin verles.
—Bien, gracias por su ayuda.
—Perdone, ¿mañana vengo?
Carmen negó con la cabeza.
—No, tardarán unos días en abrir. ¿La señora Sasiain era la única dueña?
—No, está su socia, la señora Noailles. Claro, tendré que preguntarle a ella cuándo he de venir.
Carmen volvió a la tienda y se dirigió al forense. Era Luis Tejedor, el que más confianza le inspiraba. Un hombre prudente y respetuoso con las víctimas. Trataba los cuerpos con tanta delicadeza como si temiera hacerles daño.
—Voy a ver a la familia. ¿Puedes decirme algo?
—Poca cosa por ahora, aunque la causa de la muerte parece evidente. Lleva varias horas muerta, entre ocho y diez. Le dispararon por la espalda. Tiene el orificio de entrada en la nuca, pero no hay orificio de salida. La muerte debió de ser instantánea. No se observan equimosis en los brazos ni señales de lucha, como si la hubieran pillado por sorpresa. Parece que luego la colocaron sobre los abrigos. Hay un reguero de sangre desde ahí —señaló un rincón de la tienda— hasta donde está ahora. Hasta que no haga la autopsia no puedo decirte nada más.
La inspectora se abrochó el abrigo y, después de dar instrucciones a un agente para que informara a las dependientas cuando llegaran, le dijo a Aduriz que la llevara en coche hasta el domicilio de la víctima.
—¿Sabes dónde es? —le preguntó.
—Sí, inspectora, he llamado a la comisaría. Está en la subida al faro. Una villa.
Subieron al coche patrulla aparcado en una bocacalle que daba a la plaza. Seguía lloviendo y las ráfagas de aire hacían inútiles los intentos de los viandantes por taparse con los paraguas. Aduriz puso la calefacción a tope.
—Gracias, Iñaki. ¿Cómo se llama el marido?
—Andoni Usabiaga. Su familia es de Zumárraga. El padre tenía una fábrica de maquinaria metalúrgica, pero el hijo se dedica a la construcción.
—Me suena el nombre de haberle oído a mi padre. Cuando yo era joven, los de Legazpi trabajaban en Patricio Etxeberría, y los de Zumárraga, en Usabiaga. ¿Tienen hijos?
—Sí, tres. Ya mayores: un chico de veinte, una hija de dieciocho y el pequeño de diecisiete. Es el único que vive con sus padres, los otros estudian fuera. Me ha pasado la información Lorena cuando le he dicho quién era la víctima.
Carmen sintió un escalofrío. A ella no le parecían nada mayores para perder a su madre. Pensó en Gorka y Ander. Eran de la edad del pequeño de Cristina Sasiain y ella los veía aún totalmente indefensos frente a la vida.
No había mucho tráfico por el paseo de la Concha. El mar estaba gris y revuelto. Los tamarindos pelados parecían espectros en el paseo. A Carmen siempre le sorprendía el aspecto de la bahía pese a verla a diario. Los cambios de color azul, verde, gris, plateado; el aspecto liso como un espejo o con olas que llegaban al paseo; los juegos de luz con el sol y las nubes; la posibilidad mágica de ver el rayo verde. Ella no era donostiarra, nació en Legazpi, un pueblo al que la autovía había acercado mucho a la capital, pero en su infancia ir a la playa de la Concha era un plan complicado en el que se empleaba el día entre ir y venir. Con todo, consideraba San Sebastián su ciudad y estaba casi tan orgullosa de ella como de sus hijos. Le encantaba enseñarla a amigos que venían de vacaciones, como si ella hubiera contribuido a conseguir esa belleza.
La subida al faro era un camino lleno de curvas. Las villas a veces no tenían el número visible, algunas solo exhibían el nombre «Gure Amets», «Itsas Lore», «Villa Pepita». Qué nombres ponía la gente a sus casas. Casi Villa Pepita era lo más acertado; cuando se ponían poéticos era mucho peor.
—Ahí es —dijo Aduriz señalando un muro de piedra con un letrero que decía «Villa Cristina».
Carmen bajó la ventanilla y tocó un timbre. Junto al altavoz se veía una cámara de vídeo. Una voz con un suave acento latino preguntó:
—Sí, ¿quién es?
—Ertzaintza. Queremos hablar con el señor Usabiaga.
—¿Quién dijo?
—Policía —contestó Carmen con afán de abreviar.
La verja de hierro se abrió de forma automática y Aduriz tomó un camino en cuesta rodeado de castaños de Indias y hortensias secas que terminaba en una extensión de césped en la que se levantaba la casa. Carmen imaginó lo bonito que debía de ser ese lugar en verano.
Villa Cristina era una casa blanca de dos pisos. Tendría cerca de los cien años. Estaba perfectamente conservada: los postigos de madera verde oscuro parecían recién pintados, el césped recortado y los parterres floridos de ciclámenes de varios colores indicaban la presencia frecuente de un jardinero. Dos pastores alemanes se abalanzaron ladrando sobre el coche. Se abrió la puerta y salió una chica morena con vestido y delantal de cuadritos azules y llamó a los perros. Todavía ladraron un poco, pero acudieron donde la muchacha, que los ató a la barandilla del porche y luego hizo señas de que se aproximaran.
—Ven conmigo, Iñaki. Cuatro ojos ven más que dos.
Al recorrer los pocos metros que separaban el coche de la casa, una ráfaga de lluvia los empapó. En el vestíbulo de madera encerada un espejo les devolvió una imagen lamentable de sí mismos. El pelo pegado y goteando, ojeras y la ropa calada. La joven les indicó que esperaran y les señaló un sofá blanco inmaculado donde Carmen y Aduriz no se atrevieron a sentarse.
Mientras esperaban al dueño de la casa, Carmen sacó un pañuelo de papel del bolso e intentó secarse un poco y colocar las greñas mojadas por detrás de las orejas para conseguir un aspecto, al menos, más ordenado.
No tuvieron que esperar mucho, a los pocos minutos apareció Andoni Usabiaga. Tenía ese aire desarreglado elegante que da el dinero mantenido durante varias generaciones. No era exactamente guapo pero sí atractivo, pensó Carmen. Ojos grises, nariz grande, delgado y con manos bonitas. Su cara expresaba sorpresa.
—¿En qué puedo ayudarles?
—Verá, señor, tenemos malas noticias. Su esposa… —dijo Carmen.
El hombre mantenía una expresión interrogante.
—Lo siento mucho, pero su esposa ha aparecido muerta esta mañana en su tienda.
El hombre se puso rígido.
—¿Muerta? ¿Cristina? Cristina no puede morirse. Tiene que ser un error.
—Lo lamento, la limpiadora de la tienda la ha reconocido.
—Pero… ¿cómo?
—Un disparo, señor.
El hombre se dejó caer en el sofá, abatido. Miraba desconsolado a los agentes, como esperando una explicación.
—¿Un atentado? —preguntó.
—Todavía es pronto para decir nada, pero no parece probable. Mire, sé que acabamos de darle una noticia terrible, pero, si se siente capaz, necesitaríamos hacerle algunas preguntas.
Usabiaga se levantó y les hizo un gesto para que le siguieran. Entraron en una habitación que parecía ser un estudio. Una mesa grande de trabajo con dos ordenadores miraba a un ventanal que daba al jardín. Se veía el mar a lo lejos. Estanterías llenas de libros, dos sillones de lectura y unas excelentes sillas de trabajo completaban el mobiliario. Fotografías enmarcadas de niños rubios, guapos y sonrientes, de diferentes edades, decoraban las paredes. Un grabado de Chillida y una pintura de Zumeta añadían otro toque de clase.
A Carmen le vinieron a la cabeza unas láminas que compró en Londres y que decoraban la sala de su casa y de otras tres mil. Se centró en el hombre que tenía delante. Estaba de color gris. Probablemente daría la casa y su contenido por volver a ver a su mujer. Se dirigió a él con delicadeza.
—¿No estaba preocupado por su ausencia?
—No, me comentó que se quedaría en casa de Lucía, su socia. Andaban de preparativos para un desfile y pensaban trabajar hasta tarde.
—¿Su mujer había recibido amenazas?
—No. Bueno… Hace años, sí, por no pagar el impuesto revolucionario; pero de eso hace mucho. Ahora nos considerábamos relativamente seguros, aunque Cristina prefería que los chicos estudiaran fuera. Nunca temía por ella, pero por nosotros…
La voz se le quebró. Carmen esperó a que tomara un poco de agua de una botella que había en la mesa.
—¿Se le ocurre alguien que pudiera desear su muerte?
—No, claro que no. Me parece una locura, una pesadilla. Somos gente normal, no nos dedicamos al narcotráfico ni somos de la mafia. No conozco a nadie que desee la muerte de nadie. Solo se me ocurre un robo.
—No sabemos si faltaba dinero. Los abrigos estaban en la tienda, pero alguien los había pintado con un espray rojo.
—¿Ecologistas? —Usabiaga puso cara de asombro—. Mi mujer ha organizado algunos desfiles en el hotel María Cristina. En una ocasión un grupo de ecologistas se dedicó a echar pintura a la gente que entraba en el salón, pero de ahí a matar a alguien…
Carmen sacó un cuaderno.
—¿Recuerda cuándo fue eso?
—Hace dos; no, tres años. A finales de octubre. Yo estaba en Nueva York y recuerdo que me llamó indignada. Pero creo que eran un grupo de infelices; cuatro gatos que van a las corridas de toros, a los desfiles de pieles y cosas así. La verdad es que la tenían tomada con ella. A Cristina le gustaban los toros. Cuando se inauguró la plaza de Illumbe, ella tenía abono. A veces les increpaban a la entrada, pero ella, en vez de achantarse, al día siguiente hacía unas declaraciones a los periódicos diciendo que el toreo era un arte y que peor le parecían las granjas de pollos. —Puso una sonrisa triste—. Cristina es, era así. ¿Creen que los ecologistas pueden estar implicados?
—Probablemente no, pero en este momento hay que considerar cualquier posibilidad. No queremos molestarle más, ya nos pondremos en contacto con usted. Le llamarán cuando acaben los trámites del forense y la Policía Científica.
El hombre se levantó para acompañarles. Carmen pensó que la cortesía debía formar parte de sus genes para manifestarse en aquellas circunstancias.
Al montarse en el coche, los dos relajaron los hombros, como si acabaran de desprenderse de una losa muy pesada.