VEINTICINCO

Eran más de las seis cuando llegó a casa. De la cocina salían aromas maravillosos. Besó a Mikel, rodeado de pucheros y cazuelas, con un delantal blanco y un bote de eneldo en la mano. Pensó en el druida de Astérix preparando pociones. Ella necesitaría la de la astucia sobrehumana más que la de la fuerza.

Entró en la habitación de su madre. Tenía mejor aspecto que por la mañana. La besó y le preguntó qué tal estaba.

—Mucho mejor —contestó la mujer—. Ahora mismo me levantaré para ayudar a tu marido —dijo mirando a su hija con reprobación.

—Ni hablar, ama. Te quedarás acostada hasta la hora de cenar. No quiero que estés tan cansada que te tengas que acostar antes de la cena.

Su madre intentó discutir un poco, pero a Carmen le pareció que lo decía con la boca pequeña. Probablemente se encontraba aún muy débil; si no, ni atada habría permanecido en la cama mientras hubiera tareas domésticas por hacer.

—Intenta dormir un poco más, luego vengo a despertarte para que te vistas para la cena.

Su madre refunfuñó, pero se dio media vuelta en la cama.

En ese momento oyó la puerta de entrada y vio a Ander cargado de paquetes.

—¿Qué has comprado, hijo?

—He llamado a la tía Nere. Me ha dicho que a Borja una raqueta de pádel; a los gemelos les he comprado un juego de la wii.

—Ves, si cuando quieres lo haces muy bien. Ayúdame a extender la mesa y estás libre hasta las nueve.

Las siguientes horas fueron agradables. Puso la mesa con esmero: el mantel de hilo que fuera de su abuela, los platos de la vajilla, un centro de velas y flores secas. También adornó el árbol de Navidad, aunque tuvo que bajar a una tienda del barrio porque las luces no funcionaban y los adornos le parecieron pocos y feos. Llevaba años sin poner el árbol, siempre cenaban en casa de su madre y comían en la de su hermana. Rebuscando en la caja encontró unas piñas que sus hijos habían pintado de purpurina de pequeños y le entró un ataque de ternura. Debía de ser el repugnante espíritu de las navidades; llevaba unos días hecha un mar de sensiblerías. Colgó las piñas del árbol, aunque afeaban el conjunto. Si su cuñado se atrevía a hacer algún comentario, le arañaría la cara.

Por fin se duchó y se puso un vestido negro que disimulaba un poco los estragos causados por la dieta del pincho de tortilla y la falta de ejercicio físico. Se maquilló con cuidado. Hacía semanas que no lo hacía y se observó satisfecha al espejo, todavía tenía un pase.

Ayudó a su madre a vestirse. La falda le bailaba y Carmen la ajustó con dos imperdibles.

—Siempre has sido una chapucera —sentenció la madre. Pero acabaron las dos riendo al intentar camuflar los imperdibles bajo una blusa de seda.

—Tú no levantes los brazos, ama, y nadie se dará cuenta. Y no te preocupes, que si hay que subir al hospital, te prometo que te quito los imperdibles. Aprendí bien la lección y nunca llevo culeros[10] ni calcetines con agujeros por si tengo un accidente.

—Menos mal que te enseñé algo…

A las nueve empezaron a llegar los invitados. Primero su hermana y familia, y solo con diez minutos de retraso, sus hijos.

Su madre estaba erguida en un sillón. Carmen había conseguido adecentarle el peinado con el secador y un poco de laca, y con la blusa de seda y su collar de perlas tenía bastante buen aspecto.

Mikel sacó unas bebidas y algo para picar y, ante la petición de whisky escocés de su cuñado, le colocó una copa de rioja en la mano y le dijo:

—Prueba esto, me lo trae un amigo que tiene una bodega pequeña, a ver tú que entiendes qué opinas.

Emilio se sintió a sus anchas comentando sobre toques amaderados, color rubí y zarandajas por el estilo.

Abrieron los regalos ante la impaciencia de los pequeños, que quedaron fascinados por el juego y estuvieron mucho rato hablando con Ander de rosacruces, caballeros templarios, dragones y similares.

Gorka hizo un esfuerzo y charló con su primo Borja sobre música, lo único que a esa edad tenían en común. Su madre se llevó las manos a la cabeza sobre el disparate de comprar cachemir, con lo caro que era, pero Carmen se dio cuenta de que estaba encantada.

El menú fue del gusto de todos: unos entrantes variados —incluso Emilio tuvo que reconocer que el jamón estaba bueno—, merluza con almejas —uno de los platos estrella de Mikel— y para los gemelos, que aborrecían el pescado, unas hamburguesas especiales para las que el propio Mikel picaba la carne intentando inculcarles algún sentido del gusto y así conseguir que distinguieran una buena hamburguesa de lo que servían en los mcdonalds.

La cena se desarrolló sin incidentes graves, pese a que su cuñado estuvo a punto de provocarlos varias veces.

—Rioja, rioja… ¡Donde esté un buen borgoña que se quiten los riojas!

Pero Mikel no entraba al trapo y le pedía consejo sobre los mejores borgoñas con cara de verdadero interés.

Habló de golf, de las vacaciones en un château del Loira, de un crucero que iban a hacer con los niños…

Lo peor fue con los turrones y los brindis, que sacó el tema de los inmigrantes.

—Se nos está llenando el país de chusma. Gente que viene a vivir del cuento, a chupar de las ayudas sociales y, encima, la mayoría son delincuentes.

Carmen se metió un trozo de turrón de Alicante en la boca para no hablar y miró a sus hijos con preocupación. Gorka iba a hablar, pero la abuela les sorprendió a todos tomando ella la palabra.

—No dices más que tonterías, Emilio. La gente siempre se ha movido para buscar comida. Mi tío se fue a la Argentina, tu padre vino de Zamora aquí y ahora viene gente de donde hay pobreza. No creo que sean ni mejores ni peores que los de antes.

Emilio se puso colorado, pero no se atrevió a contestar nada. Los jóvenes pidieron permiso para salir, los niños jugaron un rato con la wii y los mayores comentaron cómo habían cambiado los tiempos, dónde se había visto salir en Nochebuena.

Afortunadamente, la velada no se prolongó porque no querían cansar a la madre.

Cuando cerraron la puerta, Mikel agarró a su suegra y le hizo dar unos pasos de baile.

—Has estado genial, Mirentxu. Vaya cara ha puesto Emilio.

—Ese hombre es tonto de capirote. Ya sé que como tú no hay muchos, esta —señaló a Carmen— ha tenido mucha suerte, pero Nerea podía haberse buscado algo mejor. Mira que de las dos era la más guapa…

¡Ama! —protestó Carmen mientras Mikel se desternillaba de risa.

—Sí, hija, las cosas como son. Tú siempre has sido más lista pero, para guapa, tu hermana.

Carmen refunfuñó sobre la sinceridad y las navidades y ayudó a su madre a acostarse mientras la amenazaba con llevarla a un asilo siniestro.

Luego empezó a recoger la mesa.

—Deja eso —dijo su marido—, mañana hacemos.

—No, no tengo sueño y, para dar vueltas en la cama, mejor estoy recogiendo.

Mikel se encogió de hombros y la dejó poniendo el lavavajillas.

Fregó las copas a mano, con cuidado, y mientras las dejaba sobre un trapo de hilo blanco seguía dando vueltas al caso. Algo se le había pasado por alto. Tenía la misma sensación de cuando intentas recordar el nombre de un actor: cuanto más lo piensas, más huye de tu memoria. Tenía que dejarlo y vendría solo. Empezó a pensar en su hermana y su cuñado y el malestar que le producía siempre ese matrimonio. Hubiera sido fantástico tener un cuñado normal, poder hacer planes los cuatro y haber ido de vacaciones juntos. Ella siempre había tenido buena relación con su hermana. Pese a llevarse unos cuantos años, se habían reído mucho juntas y se habían encubierto ante los padres. Ahora Nerea reía muy poco y siempre estaba a la defensiva porque sabía que a ella no le gustaba Emilio. Se veían a veces, pero no tan a menudo ni con el grado de intimidad que Carmen hubiera deseado.

La cocina estaba impecable y la inspiración no acudía. Se fue a la cama. Leyó un rato y por fin apagó la luz. Durmió profundamente durante un par de horas y se despertó completamente despejada. Tenía la sensación de haber soñado algo importante, algo relacionado con la limpiadora que encontró el cuerpo de Cristina Sasiain. De pronto le vino a la cabeza, había estado allí todo el tiempo y no lo había visto. Miró el reloj. Las cuatro y veinte. No podía despertar a Lorena e Iñaki a esas horas. Cuando Ander entró sigilosamente a las cinco, por poco le da un ataque al ver a su madre sentada en la cocina tomando café y haciendo sudokus.