DOCE

¡Amaaa!

Carmen abrió los ojos sobresaltada. Ese grito tenía el mismo poder de alerta si la voz tenía dos años o dieciocho.

—¿Qué pasa, Ander?

—¿Tenemos alguna chapela?

Carmen pasó de la inquietud a la furia en tres segundos. Consultó el reloj. Las ocho.

—¿Te valdrá la roja del uniforme o crees que tengo una colección de chapelas Elósegui de todos los tamaños y colores?

Ama, que es Santo Tomás y me toca estar a las nueve en el puesto de chistorra del insti.

—Pues mira en el trastero, o llama a un colega. ¿Por qué crees que yo tengo una?

Ander la miró con ojos de lástima. Carmen gruñó y se levantó. Estaba segura de que su hijo sabía que esa era la mirada infalible y que la utilizaría con todas las mujeres que conociera en su vida. Se puso una bata y bajó al trastero. Detrás de una caja de adornos navideños encontró otra con un rótulo que decía DISFRACES VARIOS. Allí había una chapela, medias de lana y una sola abarca.

—Tendrás que arreglarte con esto.

Su hijo la premió con una de las pocas sonrisas que prodigaba últimamente. La besó y dijo:

—Gracias, ama, eres la mejor.

Carmen preparó café y le llevó una taza a Mikel a la cama.

—Independientes, a su bola, libres, a su rollo y luego: «Ama, búscame una chapela».

Mikel sonrió.

—En el fondo te encanta hacer de gallina clueca.

Carmen refunfuñó y se volvió a meter en la cama. Intentó remolonear un rato más, pero no conseguía la placidez que solía caracterizar sus mañanas en días de fiesta. Cogió la novela que estaba leyendo, pero ni John Irving lograba que se concentrase. Por fin se levantó y le dijo a Mikel:

—Me voy a lo viejo. ¿Te vienes?

—Prefiero quedar más tarde, estoy a gusto leyendo.

—Vale, luego te llamo.

La mañana estaba fría pero soleada. Daba gusto andar por las calles casi vacías. En veinte minutos había llegado a la plaza de la Constitución. Esa plaza porticada no estaba en la lista de lugares en los que Carmen deseaba vivir, pero solo porque todos los eventos de la ciudad parecían tener lugar allí y suponía que sería una pesadilla de ruidos. Tampoco era casualidad que se eligiera ese lugar, era el corazón de la ciudad. El edificio del antiguo ayuntamiento, las fachadas restauradas, de color albero, con balcones numerados desde los que antes se veían los toros, la piedra arenisca, todo le daba calor y un encanto. Los puestos recién instalados lucían flamantes verduras y hortalizas. Solo algunos vecinos con perro y padres de niños madrugadores deambulaban por la plaza. Gallinas coloradas y capones alternaban con quesos y nueces. Todo recordaba el origen de la fiesta: un mercado de Navidad. No tenía más misterio que mostrar los productos del huerto, los animales, comer y beber como en cualquier feria. Muchachas con traje de casera —aunque la mayoría había optado por prescindir del poco favorecedor pañuelo— se reían y trajinaban para montar sus puestos en cooperación con chicos con rastas y chapela. A Carmen le gustaba la evolución de las tradiciones, el mestizaje. Santo Tomás había sido una de sus fiestas favoritas cuando llegó a San Sebastián. Era el principio de las navidades, en esa época en que aún te ilusionan: planes con los amigos, salir y reír por cualquier cosa. Luego llegó otra época, cuando los niños eran pequeños. Días antes empezaba una frenética actividad de intercambio entre hermanas, cuñadas y amigas: ¿Tienes blusón como para seis años? Sí, te lo paso. ¿Y tú vestido para Nora? Sí, igual le viene grande y le tienes que meter la goma.

Esa generación de madres poco diestras en la costura, que trabajaban y corrían todo el día, seguían considerando los disfraces de los niños cosa suya. Y había que vestirlos de montones de cosas distintas: empezabas con Santo Tomás, luego el traje de cocinero o de tamborrero en San Sebastián, caldereros, carnavales… siempre te pillaba el toro y la noche antes te veías cosiendo moneditas al traje de zíngaro o convenciendo al niño de que el delantal blanco de la tía Tere era igualito a los de cocinero. Pero era divertido ver a los niños, fascinados, comprando boletos para la rifa del cerdo —cuando aún no era maltrato animal— y guardándolos con cuidado, seguros de que les tocaría y el cerdo viviría fenomenal en la terraza. Tampoco sentía nostalgia. Ver rastas bajo las chapelas significaba que la fiesta estaba viva, seguía adelante, cambiaba y se adaptaba a los nuevos tiempos.

Compró el periódico y se sentó en una cafetería a leerlo. Saltó intencionadamente todas las páginas de información local. La idea de leer algo más sobre el caso que la ocupaba le ponía los pelos de punta. Leyó con mucho interés un artículo sobre la situación en Sierra Leona y el suplemento de salud que publicaba un especial menopausia. Después de la lectura no se le ocurría ninguna solución práctica ni para los problemas africanos ni para las mujeres de su edad. El volumen cada vez más alto de las conversaciones le hizo levantar la vista. La plaza ya estaba llena de gente, en poco rato aquello estaría intransitable. Le sonó el móvil y lo miró recelosa, pero era Mikel. Quedaron en un bar del barrio de Gros para evitar la avalancha que empezaba a generarse en las calles del centro.

El olor a chistorra impregnaba el aire. Carmen pensó que por suerte solo era Santo Tomás una vez al año. Como los turrones, se trataba de comida de temporada. Sorteó masas de padres con niños vestidos de caseros, hordas de adolescentes intentando coger su primera borrachera lo más rápido posible y cientos de matrimonios de mediana edad dispuestos a matar por un talo, y cruzó el puente. En el barrio de Gros también había gente, pero se podía circular. Cuando llegó al bar de la cita, Mikel había conseguido una mesita para tomar algo de pie y sacaba un plato con pinchos de chistorra mientras su amigo Vicente acercaba las bebidas.

—Te he pedido un claro.

Carmen asintió y saludó a sus amigos. Al poco entraron otros conocidos y salieron en grupo al siguiente bar de su recorrido favorito.

Estaban terminando la segunda ronda cuando sonó el móvil. Carmen lo sacó resignada. Era Aduriz.

—Jefa, han ingresado a Cristina Usabiaga en el hospital. Sobredosis de barbitúricos.

—De acuerdo, pasa a recogerme y subimos al hospital. —Le dio las señas de la calle.

—¿Llamo a Lorena?

—No, no hace falta que nos fastidiemos todos la fiesta.

Se despidió de su marido y de los amigos y salió a esperar a una plaza cercana donde era más fácil parar el coche. Pensó que Aduriz estaría decepcionado por no haber podido llamar a Lorena. Bueno, probablemente tendría ocasión de verla en un rato, no parecía que el día fuera a ser fácil.

Llegaron a Urgencias y encontraron a Andoni Usabiaga, junto a sus hijos, sentado en las sillas grises de la sala de espera. El hombre tenía un aspecto petrificado, como si ya no pudiera sentir nada más. Iba sin afeitar y con una camisa arrugada. Los dos hermanos tenían los ojos rojos y los tres estaban sentados sin mirarse ni tocarse.

Antes de que pudieran acercarse entró Lucía Noailles con dos cafés de máquina en la mano. También tenía aspecto de haber llorado. Ofreció los cafés a Andoni y a Álvaro y se sentó al lado de Guillermo, pasándole el brazo por los hombros.

A Carmen le reconfortó que hubiera alguien capaz de hacer lo que hace la gente normal en las desgracias. ¿Pero dónde estaba Coro Sasiain? Con resignación ante la desagradable tarea, se acercó al grupo.

—Buenos días. Lamento muchísimo lo ocurrido. ¿Podemos hablar un momento con usted?

Andoni alzó los ojos con aire desconcertado. Lucía le dijo:

—Ve, Andoni. Yo me quedo con los chicos por si salen a decir algo.

El hombre caminó detrás de ellos como un autómata. Afortunadamente, encontraron un vestíbulo tranquilo en el que hablar a salvo de las miradas curiosas. Los rostros de la familia Usabiaga Sasiain habían aparecido a menudo en la prensa en los últimos días y Carmen no tenía ningún interés en llamar la atención.

—¿Cómo ha sido? —preguntó Carmen.

—Me he despertado a las seis y me he levantado. He visto luz en el cuarto de Cristina y he entrado. Había frascos abiertos por el suelo. He llamado una ambulancia y estamos aquí desde entonces.

—¿Había alguna nota?

El padre meneó la cabeza.

—Nada.

—¿Sabe si su hija estaba bien antes de la muerte de su madre?

El hombre les miró con cara de desconcierto.

—No lo sé, no sé si he sabido nunca cómo estaba nadie de mi familia. Parece que he vivido años en un campo de minas sin ser consciente de ello.

El hijo mayor se acercó.

Aita, el médico quiere hablar contigo.

Andoni Usabiaga se dirigió a zancadas a la puerta del box donde le esperaba un hombre joven con pijama verde.

Carmen y Aduriz se quedaron a una prudente distancia. Cuando el médico volvió a entrar, padre e hijos se abrazaron. Quizás todavía serían capaces de encontrar alguna forma de manifestar las emociones, pensó Carmen. Lucía se separó de la familia y se dirigió hacia ellos.

—Buenas noticias, el médico ha dicho que está fuera de peligro. La van a dejar unas horas en observación y luego aconsejan un ingreso en psiquiatría.

—¿Le ha sorprendido?

Lucía suspiró.

—Me ha horrorizado, pero no sé si diría «sorprendido». Nunca te esperas una cosa así, pero es como si me dijeran que Álvaro ha tenido un accidente de moto: te espanta, pero entra dentro de lo posible. Cristina ha sido siempre frágil, lo de su madre la habrá desbordado.

Carmen se volvió a Aduriz.

—Pregúntale al médico si podremos hablar con ella más tarde.

—¿Para qué quiere hablar con ella? No veo la relación con el caso —dijo Lucía.

—Probablemente no —contestó Carmen—, pero en un caso de asesinato no se puede dejar nada sin mirar. Imagine que Cristina hubiera descubierto algo sobre su madre que la hubiera impresionado, o sobre alguien cercano…

Lucía arqueó las cejas y se encogió de hombros.

—Usted sabrá —dijo en un tono que expresaba la idea de que, en su opinión, estaban haciendo cosas totalmente absurdas.

Carmen sintió un impulso de curiosidad que nada tenía que ver con el caso.

—¿Dónde está Coro Sasiain?

Lucía apretó los labios antes de responder.

—En misa, supongo. O rezando a san Josemaría Escrivá de Balaguer. No puedo entender que piense que eso ayuda más que el estar aquí. Lo siento, Coro era mi amiga y no reconozco a la persona en la que se ha convertido. Se casó con un ingeniero del Opus, tiene cinco hijos y una villa con tres personas de servicio, y se cree autorizada para dar lecciones sobre el bien y el mal a cualquiera que se le ponga delante. Bien mirado, quizás es mejor que no venga.

Aduriz se acercó.

—El médico dice que no podremos hablar con la chavala antes de un par de horas, y solo si el padre lo permite. Si no, hay que traer una orden judicial.

Carmen solicitó el permiso a Andoni, que asintió con aire ausente y salió con Aduriz.

—Ahora no podemos hacer más que esperar. Vete a casa y subid Lorena y tú a buscarme a las cinco.

A Iñaki se le escapó una sonrisa. Carmen llamó a su marido y le explicó que iba a tomar algo en la cafetería y quedarse hasta que pudiera hablar con la chica.

Mikel se ofreció a subir a comer con ella, pero ella se negó. Comer en la cafetería del hospital era una experiencia tan deprimente que solo debía pasarse por ella si era totalmente imprescindible.

—Mejor preparas algo rico para cenar —le dijo.

Pidió un sándwich envuelto en plástico cuyo contenido parecía tan artificial como el envoltorio y una Coca-Cola, e hizo el crucigrama, el sudoku y el damero para hacer tiempo. Con todo, solo había transcurrido una hora. No le apetecía acercarse al área de observación, pero a lo mejor la chica se despertaba antes y Carmen prefería adelantarse al resto de la familia.

Se acercó a la sala de espera. Los chicos no estaban. Andoni Usabiaga y Lucía charlaban en voz baja. Y Carmen volvió a preguntarse si habría algo entre ellos. No tenía motivos para pensarlo, era normal que la amiga compartiera esos momentos con la familia, y sin embargo…

Apartó los pensamientos como si fueran una mosca impertinente. Ella no estaba para imaginar historias, sino para averiguar realidades.

Se acercó a ellos y el hombre levantó la vista.

—¿Tiene usted hijos? —le preguntó.

—Sí, dos —respondió Carmen.

—Entonces quizás pueda imaginarse cómo me siento.

—No, no lo creo. Las cosas atroces nunca pueden imaginarse; pueden temerse, pero no imaginarse.

El hombre asintió y le hizo un gesto para que se sentara junto a ellos. Rompió a hablar como si le hubieran quitado el corcho a una botella de champán. Las palabras salían a chorro. Empezó con el nacimiento de su hija, un mediodía de agosto.

—Mi mujer dijo que iba a ser una niña de luz por haber nacido un mediodía de verano. Y de pequeña era así, una niña preciosa, alegre, muy parecida a su madre pero más dulce.

Lucía asintió.

—Era mi ahijada y yo estaba muy orgullosa de ella. No tengo hijos y los de Cristina eran como mis sobrinos. Cristi lo hacía todo bien: sacaba buenas notas, bailaba, tocaba el piano, era simpática…

—Y de pronto —siguió Andoni—, cuando cumplió trece años fue como si algo se rompiera. Se fue encerrando más y más, dejó de comer y casi de hablar. Empezó un peregrinaje por psicólogos, médicos, psiquiatras, asociaciones de padres…

»La gente creía que mi mujer era frívola y superficial, pero no sabe cómo luchó por Cristi. Luego las cosas empezaron a ir mejor. Parecía que estudiar fuera le había sentado bien. Tuvimos muchas dudas antes de dejarla ir, pero ella era muy insistente. Y ahora esto…

En ese momento salió una enfermera.

—Pueden pasar los familiares, pero procuren no cansarla.

Andoni entró en la habitación. Las dos mujeres se quedaron solas.

—¿De verdad le parece procedente entrar a hablar con ella en este momento?

Carmen la miró.

—Me parece necesario, no agradable para ella, para su padre ni para mí. Solo será un momento por si esta situación tiene alguna relación con la muerte de su madre. Luego los dejaré en paz. No crea que disfruto atormentándolos en estos momentos.

Lucía asintió con aire cansado.

—Perdone, ya sé que es su trabajo, pero esto está siendo una pesadilla.

Andoni salió de la habitación a los pocos minutos.

—Pase si quiere —le dijo a Carmen.

—Será un minuto —prometió ella.

La joven estaba pálida, pero pese a todo seguía siendo preciosa. El camisón del hospital dejaba asomar unos brazos delgados que parecía que se pudieran romper solo con rozarlos. Una enfermera cambió el frasco de suero y salió de la habitación.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Carmen.

—Como si me hubieran centrifugado.

—No quiero molestarte mucho rato. Solo quería preguntarte un par de cosas.

La chica asintió.

—Lo que ha pasado, ¿tiene alguna relación con la muerte de tu madre?

—Todo en mi vida tiene que ver con mi madre.

—Me refiero a si algo que has sabido respecto a su muerte te ha angustiado o preocupado mucho…

La chica la miró con los ojos azules y fríos. Carmen sintió que estaba llevando mal la entrevista; se sentía torpe frente a una chica joven, casi una niña, que parecía leerle el pensamiento.

—Si quiere decir que si me enteré de quién la había matado y me volví loca, no. No sé nada de su muerte y no tengo ni idea de quién pudo haberlo hecho.

—Ya, ya. —Carmen sudaba y quería acabar aquella conversación cuanto antes—. No quiero molestarte más, entiendo que querías muchísimo a tu madre y que ha sido un golpe muy duro…

La joven la miró muy seria.

—Me parece que no lo entiende. Yo aborrecía a mi madre.