CINCO
Carmen intentó disimular su sorpresa. Si a la encargada le parecía normal, a ella también.
—¿Era una cosa sabida que tenía un amante?
—Bueno, digamos que era un secreto a voces. Él es un anticuario. Tiene la tienda en Fuenterrabía pero vive aquí. A menudo venía por la tienda, solía prestar muebles o espejos para los escaparates; pero yo los he visto alguna vez muy acaramelados y, si los he visto yo, no creo que sea la única. Ella era muy conocida en la ciudad y no me parece que fuera muy cuidadosa.
—¿Cree que el marido lo sabía?
—No sé, quizás no. La verdad es que se les veía bien cuando estaban juntos, al marido y a ella, quiero decir. No sé si el amante le importaba mucho. Creo que le gustaba más el hecho de gustar que el hombre en sí.
—¿Por qué dice eso?
—Pues porque era terriblemente coqueta, no podía soportar que hubiera un hombre que no se fijara en ella. Aunque fuera el fontanero que venía a arreglar algo, se ponía en tensión si había un hombre cerca; no lo podía evitar —dijo en tono compasivo.
—¿Cómo era Cristina Sasiain?
La mujer reflexionó un poco antes de contestar.
—Era de esas personas con grandes virtudes y grandes defectos. Muy atractiva, aunque difícil para la convivencia. Tremendamente exigente y perfeccionista, pero generosa. Podía ser muy cariñosa si sabía que alguno de nosotros tenía un problema serio, y una déspota cuando se le cruzaban los cables.
—¿Qué tal se llevaba con usted?
—Bien. Me respetaba. Yo la conocía y procuraba hacer las cosas a su gusto, pero no le consentía impertinencias. Y ella sabía que me necesitaba y tampoco le interesaba tener una trifulca conmigo. Pero varias empleadas se fueron porque no la aguantaban.
—¿Y su socia?
—Es una mujer mucho más fácil de tratar. Se dedica a la parte de organización: lleva las cuentas, se encarga de los proveedores, ese tipo de cosas. Es sensata y, si cumples con el trabajo, no hay problemas con ella. Eso sí, es mucho más difícil de conocer, creo que sé tanto de ella como cuando entré en la tienda. Es amable, no es que sea seca o callada, pero solo cuenta lo que quiere que se sepa, ni una palabra más.
—¿Sabe el nombre del amante?
—No, bueno, el nombre sí, José Ángel; pero el apellido no. De todas formas, la tienda se llama Hook y está en Fuenterrabía, no le costará encontrarla.
Se despidieron y Carmen llamó inmediatamente a Lorena para preguntarle si iban a tardar mucho. Quería ir a Fuenterrabía cuanto antes.
La mañana era preciosa; el cielo azul y el aire claro, seco y frío, como a ella le gustaba. El viaje hasta Fuenterrabía le resultó un momento de relax. Conducía Lorena y fueron todo el camino en silencio. Carmen se olvidó de que estaba trabajando, le parecía una mañana de novillos. Fuenterrabía le pareció tan bonita como siempre. Quizás por ser del interior apreciaba mucho los pueblos de costa y este era de sus favoritos. La playa inmensa, las casas de los pescadores, llenas de colorido y que parecían competir por quién tenía más y mejores geranios, la parte alta, de calles empedradas y tranquilas, casas señoriales con galerías acristaladas.
Y con ser un pueblo precioso, no tenía ese aspecto tan relamido y perfecto de los del otro lado de la frontera. En Francia todo parecía recién pintado, acabado de barrer, casi como si no viviera gente allí, como si fueran un decorado. No le sorprendía la avalancha de franceses que invadían a diario las calles de San Sebastián, Irún o Fuenterrabía. Aunque siempre le surgía la duda; si les gustaba la vida más animada, los pinchos, salir de noche y comprar en Zara, ¿por qué no se organizaban así en sus pueblos? Misterios del género humano.
Lorena paró delante de la tienda de antigüedades cuando las campanas tocaban la una. Carmen se dio prisa en bajar, sabía que a la una cerraban muchos comercios. Al abrir la puerta de cristal sonó una campanilla y una mujer rubia con moño se acercó sonriente, aunque al ver el coche en la puerta y el uniforme de Lorena pareció desconcertada.
—¿En qué puedo ayudarles?
—Queríamos hablar con José Ángel Barandiarán.
—Un momento, por favor.
La rubia desapareció tras una cortina de brocado verde oscuro.
Al momento apareció un hombre alto, de cabello canoso y aspecto elegante.
Más dinero, pensó Carmen.
El hombre les saludó y le dijo a la dependienta:
—Ya te puedes ir, Raquel. Cerraré yo.
Cuando la mujer abandonó la tienda, el propietario cerró con llave, apartó la cortina y les hizo señas de que pasaran.
A Carmen le sorprendió lo amplio que era el espacio de la trastienda. Había una mesa de trabajo de caoba, unas estanterías con libros, archivadores y carpetas, varias sillas y un sofá amplio, tipo chester, en cuero gastado por el uso.
El hombre se sentó en una silla y les ofreció asiento.
—Es por Cristina, ¿verdad?
—Sí, ¿cuándo ha conocido la noticia?
—Me llamó ayer Lucía, su socia. Todavía no me lo puedo creer.
—¿Cuándo la vio por última vez?
—Creo que fue la semana pasada… ¿El miércoles? Le presté un jarrón para un escaparate.
—Perdone, esto es una conversación, no le estoy tomando declaración, pero quiero decirle que sabemos la relación que existía entre ustedes y que los lunes solían quedar.
El hombre hizo un gesto muy expresivo con las manos y puso una sonrisa triste que a buen seguro le proporcionaba muchos éxitos entre sus clientes y sus amigas.
—No sé qué es más pueblo, Hondarribia[4] o Donostia. Los cotilleos vuelan. No me importa contarlo, pero no me parecía delicado para la familia en estos momentos…
—Los asesinatos y la discreción no hacen buenas migas. De todas formas seremos tan discretos como sea posible. Nosotras no hemos venido a cotillear. Le repito: ¿Cuándo la vio por última vez?
—El lunes, efectivamente. Tomamos una copa en el bar del María Cristina y luego fuimos a mi casa. Cristina se fue hacia las diez. Me dijo que tenía que pasar a buscar unos dibujos por la tienda. No le gustaba llegar tarde a casa. En principio su excusa era que los lunes tenía reunión de una ONG de ayuda al Tercer Mundo, pero le gustaba llegar pronto y pasar un rato con su hijo antes de acostarse. Parecía muy alocada, pero en realidad era muy responsable: estaba muy encima de sus hijos.
—¿La encontró usted como siempre?
—Pues sí. Estaba preocupada por el desfile de Navidad. Siempre faltaban cosas a última hora: una de las modelos se había roto una pierna esquiando y tenía que reemplazarla. Pero nada raro para alguien que lleva un negocio. También sabía desconectar.
—¿Cómo diría usted que era la relación con su marido?
—Nunca hablaba de él si no era circunstancialmente. No le oí nunca criticarle y en las situaciones sociales en que coincidíamos no se apreciaba nada raro.
—Sin embargo mantenía una relación con usted…
—Sí, pero no estaba enamorada de mí. Manteníamos una relación agradable, pero yo no era más que una distracción. Nunca nos hicimos promesas de amor solemnes. Cristina se casó joven con Andoni, ya sabe, la rutina pesa y todos buscamos formas de escapar de ella.
Carmen pensó que la gente que trabajaba, se ocupaba de su casa y de sus hijos tenía menos ocasión de apreciar la rutina. A lo mejor estaban tan inmersos en ella que no la veían.
—Bien, gracias. Necesitaríamos que pasara mañana por comisaría para firmar una declaración en la que consten las horas en que la señora Sasiain estuvo con usted. Por cierto, ¿qué hizo cuando ella se fue?
—Fui al cine con unos amigos. Al ciclo de Nosferatu dedicado a Louis Malle.
—Gracias. Lorena, apunta el teléfono de los amigos, por favor. Ya sabe, cuestión de rutina.
Al salir, Carmen propuso tomar algo: así iban directamente a comisaría para organizar las actividades de la tarde. Lorena dudaba.
—¿No tienes hambre? —preguntó Carmen.
—No es eso. Es que en los bares de aquí… Y de uniforme…
Carmen asintió rápidamente.
—Nada, chica, nos vamos al parador. Un día es un día, no nos van a amargar la comida.
Entraron en el vestíbulo, con las consabidas armaduras, y se dirigieron a la cafetería. Mientras tomaban unos bocadillos y un café, Lorena le puso al corriente de lo que habían averiguado con Aduriz por la mañana.
—El marido estuvo en casa, cenó con su hijo, trabajó un rato en su despacho y se acostó pronto. El hijo y la chica de servicio confirman su declaración. En cuanto a la socia, fue con unas amigas a ver un ballet al Kursaal. Las amigas han confirmado que tenían entradas para el Cascanueces, con asientos en la fila diez, y que Lucía Noailles no se movió durante la representación. Terminó poco después de las 10 de la noche y la dejaron en su casa en coche porque diluviaba.
—¿Alguna noticia del ecologista?
—No, he dejado a Iñaki camino de casa del individuo en cuestión.
Tomaron un café en silencio y de pronto Lorena le preguntó:
—¿Usted siempre quiso ser ertzaina?
Carmen la miró sorprendida.
—¿Siempre? No, claro que no. Para empezar, cuando yo era pequeña no existía el Cuerpo. Y no eran tiempos en que los jóvenes soñaran con ser policías. Te vas a reír, yo de pequeña veía unos programas de un señor que se llamaba Félix Rodríguez de la Fuente y me imaginaba a mí misma cuidando los bosques, salvando al lince ibérico o al lirón careto. Pero eso no era nada que se contemplara en mi pueblo por aquel entonces. Mi padre trabajaba en Patricio Etxeberría y quería que yo entrara; pero que estudiara antes, para tener un puesto mejor que el suyo. Me mandaron a la Universidad Laboral de Éibar. Yo era muy bien mandada y estudié una ingeniería técnica industrial. Pero aquello me aburría soberanamente. ¿Sabes lo que me hubiera gustado ser en esos años? Bombero. Pero en aquella época no había mujeres bombero. Cuando se creó la Ertzaintza me pareció que podía estar bien, sin saber mucho qué significaba. Me lo imaginaba lleno de acción y aventuras y sin la connotación que tenían las policías que yo conocía. Por supuesto, la realidad no tiene nada que ver con lo que había imaginado, pero me gusta el trabajo. O por lo menos me interesa; gustar no sé si es una palabra que pegue con esta profesión. ¿Y tú, por qué te metiste en esto?
Lorena se encogió de hombros.
—No sé, mi hermano mayor también lo es. No tenía muy claro qué hacer al acabar el bachillerato, me presenté y aprobé. Y creo que está bien. Estoy contenta en Homicidios. He aprendido mucho.
Carmen pensó que no le hubiera gustado que sus hijos entraran en la Ertzaintza. Quizás tenía que ver con el deseo de alejarlos de todo lo malo del mundo, deseo absurdo y universal que compartían todos los padres y madres de la Tierra.
Pagaron las consumiciones y se fueron. Lorena iba delante. Carmen pensó con envidia que Lorena era la única agente que conocía a la que le favorecían los pantalones del uniforme. No le extrañaban los continuos sonrojos del pobre Aduriz.