VEINTITRÉS

—¿Y no podríamos detener al chico?

Carmen miró a Fuentes con cara de «¿quieres saber lo que es el mobbing?». Pero se contuvo al contestar.

—Voy a entrevistarme con él dentro de media hora. Ya veremos qué cuenta, pero por ahora no hay indicios de que obtuviera ningún beneficio de la muerte de Cristina Sasiain. Y no podemos detener a nadie porque necesitemos un sospechoso.

—¿Qué vamos a hacer hoy? —preguntó Iñaki.

—Todo lo que podamos. Es veinticuatro: si entre hoy y mañana no hemos conseguido nada, nos quitarán el caso. Para empezar, tú vendrás conmigo a la peletería a entrevistar a este chico. Lorena, tú y Fuentes seguid con las cuentas y transcribid las entrevistas que hicimos ayer en el desfile. Nos vemos aquí a las doce.

De camino a la tienda, Carmen llamó a su hermana. Su madre estaba mucho mejor y le iban a dar el alta con el servicio de hospitalización a domicilio que pasaría a verla todos los días.

—¿A qué hora le dan el alta?

—Pues cuando pasen los médicos y hagan los papeles, a mediodía. Emilio vendrá a buscarnos para llevarla a casa.

—No, Nerea. Se viene a mi casa, tú bastante has hecho y además tienes a los críos de vacaciones. Iremos Mikel y yo. A la una estamos ahí.

Cortó las protestas y llamó a su marido para que preparara el estudio como habitación y fuera a buscarla a comisaría.

«La vida nunca es fácil», pensó, pero se arrepintió de inmediato al acordarse de la familia de Cristina Sasiain: esas vidas sí que eran vidas difíciles.

Las calles estaban abarrotadas de gente haciendo las últimas compras de Navidad. Recordó que no había comprado nada para su madre ni para sus sobrinos. Tampoco para su cuñado, pero se lo encargaría a Mikel; ella era incapaz de comprarle nada a ese memo.

Las navidades habían llegado en un momento muy inconveniente. Se imaginó a los hijos de Cristina oyendo villancicos en todas las tiendas y películas llenas de amor y papanoeles en televisión. Ni siquiera podían irse a la otra punta del mundo, que sería una buena idea en esas circunstancias.

Tardaron más de diez minutos en hacer trescientos metros. El tráfico estaba espeso y los semáforos cambiaban de color dos veces sin que hubieran avanzado. Por fin Carmen se impacientó y se dirigió a Iñaki:

—Yo me bajo aquí; tú aparca donde puedas y vente.

El joven asintió y Carmen se bajó aprovechando el semáforo. Estaba frente a la catedral, en la zona más comercial de la ciudad. Dudó qué calle tomar para no chocar con las multitudes con paraguas que se afanaban en las compras navideñas. El viento hacía oscilar peligrosamente las guirnaldas de bolas y angelitos que adornaban la calle San Martín. Carmen recordó que, de pequeñas, su padre siempre las llevaba un día en vacaciones de Navidad a ver las luces en Donostia. A ellas les parecía un plan estupendo y una iluminación suntuosa. Le hizo gracia: ahora aquellas ristras de bombillas en las calles del centro le recordaban a una feria. Cogió la calle Bergara, que estaba menos transitada, y se apresuró en dirección a la Avenida. Se le había olvidado el paraguas en el coche e intentaba pasar bajo los balcones y los soportales donde los había.

Al llegar a la tienda, entró por el portal y llamó al timbre de la trastienda. Lucía le abrió la puerta. Llevaba el pelo recogido en un moño y tenía cara de no haber pegado ojo.

—Pase. Ariel aún no ha llegado.

Iban a entrar en la oficina de Lucía cuando a esta le sonó el móvil.

Carmen pasó a la tienda para dejarla hablar en privado. Las luces estaban encendidas y se vio reflejada en todos los espejos. No se había dado cuenta de lo numerosos que eran. Se sintió incómoda, con la nariz enrojecida por el frío y el pelo alborotado y una parka que, si bien abrigaba y era impermeable, distaba mucho de estilizarla. Miró los abrigos con curiosidad. Nunca le habían interesado las pieles. No tanto porque le pareciera absurdo matar animales como porque simplemente no le atraían. Tocó una chaqueta que parecía visón, o eso creía. ¿Qué costaría aquella prenda? Miró la etiqueta pero se quedó igual que antes. Solo ponía IAOO. Curioseó otro poco. Un abrigo largo de un color marrón y muy suave. Le pareció una prenda acogedora. En la etiqueta ponía SARA.

Lucía entró en la tienda.

—Perdone que la haya hecho esperar. ¿Le gustan las pieles?

—No, la verdad es que nunca me han llamado la atención, pero vistas de cerca hay prendas que dan ganas de ponérselas.

Lucía asintió.

—Las pieles tienen algo muy sensual, como la seda. No solo abrigan, acarician.

—¿Qué cuesta este abrigo?

Lucía se puso las gafas y miró la etiqueta.

—Cuatro mil quinientos veinticinco euros, para usted cuatro mil quinientos. —Sonrió.

—¿Eso es el precio? —preguntó Carmen señalando las letras de la etiqueta.

—Sí, es un código que utilizamos para que las clientas tengan que preguntar. Si ven el precio igual se alejan de la prenda; si lo preguntan podemos probársela antes de que se hayan apartado.

En ese momento llamaron a la puerta.

—Debe de ser Ariel —dijo Lucía.

—O el agente que me acompaña.

Lucía abrió la puerta e Iñaki entró en la trastienda.

—Esperen en mi oficina —les dijo—, cuando llegue Ariel lo haré pasar.

Transcurrieron cinco minutos en silencio. Largos, tensos e impacientes. Por fin sonó nuevamente el timbre y oyeron las voces de la mujer y el chico. Cuando Lucía le hizo entrar en la trastienda, Ariel se giró mirándola como si le hubiera picado una víbora.

—Me dijiste que estaríamos solos —dijo con tono resentido.

—No fue idea de la señora Noailles. Necesitábamos hablar con usted. Gracias —añadió Carmen mirando a Lucía—. No tardaremos.

Lucía abandonó el despacho sin pronunciar palabra.

—Nos gustaría saber dónde estaba el lunes quince de diciembre entre nueve y once de la noche.

—Estuve en mi casa hasta las diez. Luego quedé con unos amigos para celebrar el cumpleaños de uno de ellos.

—¿Solo?

—Sí —respondió desafiante.

—¿Qué relación tenía con la señora Cristina Sasiain?

—Era mi jefa —contestó hosco.

—¿Solo su jefa?

—Ya le habrán ido con chismes todas las cotillas que trabajan en la tienda. La gente tiene poco quehacer y la lengua muy larga. La señora Sasiain fue muy amable conmigo y me ayudó mucho en el trabajo. Alguna vez tomamos un café. Pero todas las brujas envidiosas tienen que chismorrear cuando ven a un hombre y una mujer juntos.

—Lleva un reloj muy bonito —comentó Carmen con tono de admiración.

El joven se bajó la manga en un gesto inconsciente.

—Mire —dijo Carmen en tono paciente—, me estoy cansando de jugar al ratón y al gato. Tenemos testigos de la relación que mantenía con Cristina Sasiain, de manera que adelantaremos más si me dice la verdad. No estoy aquí para investigar su vida amorosa sino un crimen.

—Y yo le digo que estos testigos mienten. Es su palabra contra la mía.

—De acuerdo, como prefiera. Ahora nos acompañará a comisaría para tomarle una muestra de saliva para analizar el ADN. Si concuerda con el del semen que apareció en el cuerpo de Cristina Sasiain va a tener que explicar muchas cosas.

No tardó ni tres segundos en cambiar la estrategia. El chico era rápido, de eso no había duda, pensó Carmen.

—De acuerdo, ella estuvo en mi casa, la trajo ese ganso que le sirve de tapadera. Estuvimos poco tiempo juntos, ella tenía que venir acá y se fue a las nueve. El resto es verdad, cuando ella se fue estuve con los amigos.

—¿Puede darme sus nombres y teléfonos, por favor?

El joven obedeció y Carmen hizo una seña a Iñaki, que salió a comprobar los testimonios de la coartada antes de que Ariel pudiera hablar con ellos. Siguió una parte rutinaria de lugares y horas. El chico estaba entre enfadado y asustado, pero se controlaba. Carmen pensó que tenía un aspecto frío, de calcular bien riesgos y beneficios. Y desde luego, era uno de los hombres más guapos que había visto nunca y, pese a su juventud, no tenía un aspecto nada aniñado; no despertaba instintos maternales. Carmen comenzó a comprender lo que podía haber sentido Cristina.

—Cuénteme cómo era su relación con la señora Sasiain.

—Eso es algo personal.

—En una investigación de asesinato, nada es personal. ¿Cuándo comenzaron a ser amantes?

—Hace unos meses, en otoño. Nos conocíamos desde hace un año, del mundo de la moda. Coincidimos en una fiesta del festival de cine. Bailamos, bebimos bastante y le dije que viniera a mi casa.

—Tenían intención de irse a vivir juntos…

—Sí, ¿a usted también le escandaliza? Todo el mundo cree que soy un gigoló, pero Cristina me hacía sentir bien, importante. No se avergonzaba de mí. Era una mujer valiente. Es absurdo que me estén interrogando; pregunten a esos que la criticaban, que temían el escándalo. Aunque yo solo hubiera querido su dinero, habría sido una estupidez matarla.

—¿Tiene idea de quién pudo hacerlo?

El chico se encogió de hombros.

—No, no lo sé. Cualquier bruja envidiosa como esa Lucía.

—¿El marido sabía de su relación?

—No, ella se lo iba a decir cuando se fueran los chicos. Pero a ese tipo le hubiera dado igual, no tiene sangre en las venas. Cristina me dijo que llevaban años sin tener sexo.

—No puede abandonar la ciudad en los próximos días. Es posible que necesitemos hablar de nuevo con usted.

Al salir del despacho Ariel se dirigió a Lucía.

—Me parece que voy a hablar con la prensa. Una historia de interés humano siempre vende en navidades, ¿no cree?

Lucía era de las personas a las que la ira hace palidecer. Antes de que respondiera, Carmen se adelantó:

—Señor Rodrigues, no creo que sea buena idea. Necesitamos la máxima discreción para llevar a cabo nuestras investigaciones y tampoco creo que a usted le interese llamar la atención sobre su situación irregular, ¿no es cierto? Mejor esperamos a que se resuelva este caso y después pensamos lo que es más conveniente para todos. O si lo prefiere, viene con nosotros a comisaría, le explico la situación al juez y le retenemos unos días, hasta que estemos seguros de que no está implicado en el asesinato de la señora Sasiain.

Ariel se giró con gesto de perdonarle la vida y salió dando un portazo.

—¿Cree que será tan canalla como para vender la historia? —preguntó Lucía.

—No lo creo, le interesa pasar desapercibido. No quiero ver ni una palabra más en los periódicos hasta que no lo aclaremos.

—Gracias por intentarlo —añadió la mujer— y disculpe por acusarla de todos nuestros males.

Carmen sonrió con tristeza.

—No se preocupe, estoy acostumbrada.