Prefacio
Sale por fin de la clandestinidad uno de los cuatro o cinco textos poéticos más bellos que el surrealismo haya producido, cuarenta años después de haber sido publicado sin fecha ni lugar y sin nombre de autor. La aventura de este libro no deja de tener interés para la pequeña historia literaria[1].
Clandestina o no, la expresión literaria del erotismo conoció en Francia, hacia los años 1925–1935, un brillante período que Benjamin Péret, Louis Perceau, Pascal Pia, André Malraux, Georges Bataille, Louis Aragon, Pierre Mac Orlan, Fernand Fleuret, Maurice Sachs, Jean Cocteau y Robert Desnos, entre otros muchos, ilustraron, cada uno a su modo, en compañía, a título póstumo, de Radiguet, Sade, Apollinaire, Stendhal, Pierre Louÿs y Théophile Gautier. Un hermoso catálogo.
Oficialmente, en los anales de la edición de esos dos lustros no queda rastro de una actividad tan subversiva como esta. Hay que remitirse a la época y no perder de vista que las ediciones completas de Les Fleurs du mal (con los fragmentos censurados) circulaban desde hacía poco, y no se admitían en todas partes. Les liaisons dangereuses no era un clásico, sino un libro «de segunda fila». El gran escándalo literario era La garçonne, que, en 1922, le costó a Victor Margueritte la medalla de la Legión de Honor. En 1927, Robert Desnos y Kra, su editor, son llamados ante un tribunal correccional por los poemas en prosa de La liberté ou l’amour; el juicio censura algunos de ellos. Las novelas «atrevidas» de la época son Belle de Jour (J. Kessel), Histoire de la bienheureuse Ratón, filie de joie (E. Fleuret), o Le dieu des corps de Jules Romains. La homosexualidad no puede declararse en público[2]. El erotismo aún no es un tema de artículo o de conversación burguesa y, al no poder invadir libremente las librerías, se refugia en los «tirajes limitados», con textos que no sorprenderían a nadie hoy en día. Por ejemplo, las cartas de Stendhal, publicadas en edición privada en 1928. En 1930, la magistral Bibliographie du roman érotique du XIX siècle, de Louis Perceau, sólo tendrá un tiraje declarado de mil ejemplares. En 1931, únicamente seiscientos lectores podrán seguir en La confidence africaine una tímida evocación del incesto de Roger Martin du Gard. También en 1936, Denoël considerará imposible la publicación integral de Mort à crédit, y Louis Ferdinand Céline hará beneficiarios sólo a algunos suscriptores de ejemplares de lujo de sus detallados retozos con madame Gorloge, la joyera. Dos años más tarde, en Bagatelles pour un massacre, el buen doctor Destouches lo recordará: «Sin embargo, escribir de culos, pijos y mierda, en sí, no es en absoluto obsceno, ni vulgar. La vulgaridad comienza, señoras y señores, en el sentimiento; toda vulgaridad, toda la obscenidad, comienza en el sentimiento».
Bien. Pero la sociedad de 1939 no estaba muy preparada para oír semejantes palabras. Tampoco en 1932 las gentes de orden habían asimilado del todo la defensa, a decir verdad ambigua, pronunciada por André Malraux en su prefacio a El amante de Lady Chatterley («Una pobre pija de guardabosques en cuatrocientas páginas», dirá también Céline). «Hay que hacer del erotismo un valor», decía nuestro futuro ministro, pero sin precisar muy bien si asumía él, o la atribuía a Lawrence, esta declaración bastante novedosa. Y, al menos en apariencia, las librerías de 1918 a 1939 eran muy modosas.
Es a primera vista paradójico, pero en el fondo muy conforme a la lógica de nuestra sociedad capitalista y cristiana, el que esa aparente austeridad se acompañara de una tolerancia más bien amplia respecto a toda una producción llamada de «bajo mano» y en realidad no demasiado oculta. Lo que en la época se denominaba aún «la librería especializada» pocas veces fue tan floreciente y tan poco amenazada; las únicas reglas a observar eran las de que los libros fueran caros y el tiraje corto. Las buenas costumbres del lector «corriente» quedaban así a salvo, y se suponía que las de los ricos bibliófilos estaban por encima de toda sospecha. Pudieron pues esos aficionados cultos y económicamente solventes enriquecer durante unos años sus bibliotecas con obras nada despreciables y muy bien impresas, aunque en mi opinión a menudo estropeadas por ilustraciones que me atrevería a calificar de demasiado relamidas. Aun así, hubo aquí y allá, sin contar las reediciones de clásicos, poesías inéditas de Radiguet; otras firmadas por Apollinaire, entre las cuales algunas eran de él; la primera edición completa y crítica, en 1927, de Lettres à la Présidente de Théophile Gautier, donada por Helpey (Louis Perceau), «bibliófilo poitevino»; numerosas ediciones originales de Pierre Louÿs (sobre todo, en 1926, el admirable Las tres hijas de su madre); e incluso un falso volumen de la Bibliothéque Rose, y también una revista clandestina, L’Amour, que se las arregló para publicar ocho números en 1925. No podemos citarlo todo, y sólo el erudito Pascal Pia, que se niega a escribir sus memorias, podría completar el catálogo de Perceau. (Habría no obstante que hablar un día más largamente de lo que aquí puedo hacerlo de, por ejemplo, Faure y sus Orties Blanches, de la cual perfectos entendidos, como André Pieyre de Mandiargues, proclaman los desconocidos méritos. La colección Orties Blanches, textos e ilustraciones, no ha dejado de tener influencia en la sensibilidad erótica contemporánea, y sería interesante investigar lo que le deben, directa o indirectamente, ciertos textos, e incluso algunos comics). Por falta de espacio, tengo que ceñirme a lo que nos ocupa, y a esta lujosa producción que personajes hoy en día eminentes no desdeñaban entonces alimentar en semi–secreto. El Magazine Littéraire de noviembre de 1967, «revelando» en sus columnas que el señor André Malraux, ya citado, fue en aquellos años difíciles editor encubierto, entre otros, de una edición escogida e ilustrada de la Juliette de Sade, sólo habría sorprendido a lectores poco informados. Entre los jóvenes que invadían entonces alegremente el comercio de la librería «libre», el autor de La condition humaine no era el único en comprometer su talento, su naciente reputación y su futura gloria. Podríamos nombrar a Jean Cocteau, quien publicó, en 1928, la edición privada y reducida de un Livre Blanc Illustré del autor anónimo de dibujos tan reconocibles. El editor clandestino era Maurice Sachs. El mismo año, cierto lord Auch, más conocido por Georges Bataille, ofrecía la edición original de Historia del ojo, ilustrada por un pintor hoy célebre. Cierto número de ejemplares de esas escasas ediciones circularon, aún circulan, con dedicatorias que no están en clave y con firmas legibles.
Estaban también los que se llamaban entonces, indiferentemente y en bloque, «los surrealistas».
Sin reconstruir la historia del grupo, podemos recordar los principales síntomas del vivo interés que despertaba en él todo lo erótico: las grandes encuestas de La Révolution Surréaliste sobre el amor, los manifiestos en favor de la técnica amorosa, en defensa de Chaplin o del exhibicionismo a propósito de algún suceso, y la rehabilitación de Sade, entre otros, muestran que el poder liberatorio del erotismo acababa de ser finalmente reconocido. No por casualidad uno de los primeros libros de Aragon se llama Le Libertinage, incluso si el contenido no corresponde exactamente al título; y no por casualidad entre los trabajos alimenticios propuestos al modisto–mecenas Jacques Doucet figura un estudio de Robert Desnos sobre L’erotisme consideré dans ses manifestations écrites, et du point de vue de l’esprit moderne[3]. ¿Y quién sino uno de los mejores escritores del grupo escribirá hacia 1930 un brillante prefacio para una edición clandestina del mejor texto erótico de Apollinaire, Las once mil vergas? En 1931 saludarán todos convenientemente la sensacional edición de Los ciento veinte días de Sodoma (oficial y muy limitada) hecha por Maurice Heine. Podemos pensar también que, gracias a un grupo de simpatizantes, serán entregados durante esos años en edición privada a un público poco numeroso de enterados, textos muy libres atribuidos a autores que figuran en el panteón surrealista y en la Antología del humor negro: Les Stupra, algunas de cuyas obras son indudablemente de Rimbaud, o Les Silènes de Alfred Jarry. En 1929 emergerá por otra parte casi a la luz del día un álbum muy curioso, titulado, como un almanaque, con una simple fecha. Con una tirada de doscientos quince ejemplares, compuesto por una docena de poemas y cuatro fotografías, unos y otras sin equívoco pero de muy buen gusto, se destaca 1929 sin nombre de editor, pero con tres nombres de autor, legibles y cuidadosamente impresos: Benjamin Péret, Aragon, Man Ray. Es como si la expresión erótica surrealista, contenida durante demasiado tiempo, hubiese explotado por una vez, una sola, fuera de la clandestinidad.
Todo esto es muy sabido por todos, y sólo lo he evocado para intentar mostrar cuál podía ser la coyuntura, en el mundo del libro y de la literatura en aquel año 1928 que vería la aparición de El coño de Irene. Y luego un día el libro estuvo ahí, anónimo, cuadrado, un poco desabrido de aspecto[4], y comenzó su carrera sofocada, de impresor a editor, de vendedor a cliente. Sin ruido, sin artículos. Algunos ejemplares regalados a los amigos, el resto para los bibliófilos, los aficionados, los especuladores. Enterrado. Sólo veinticinco años más tarde, con la primera reedición, también clandestina, pero con un tiraje de aproximadamente dos mil ejemplares a un precio asequible, que circularon sobre todo por la Rive Gauche, se empieza a leer El coño de Irene. Hacia esa época, en la Rué Séguier, donde yo vivía en aquel momento, recuerdo haber oído a Camus decir que consideraba este texto, que acababa de descubrir, como el más bello de los relacionados con el erotismo. Por lo que a mí respecta, me parece que lo había leído por primera vez hacia 1943 o 1944, en la época en que mis dieciocho años se alimentaban de lecturas y de pequeños beneficios que obtenía comerciando con libros más o menos buscados. Era la época en que las prohibiciones, la falta de papel, hacían del libro uno de los más preciosos bienes de tráfico, demasiado a menudo fuera del alcance de una adolescencia desde todos los puntos de vista mal alimentada. Había entonces —ahora quizá menos— jóvenes que se sabían de memoria, como en Farenheit, páginas enteras de Lautréamont, Bretón, Valéry: «Tanta creencia en la vida, en lo que la vida tiene de más precario, en la vida real, se entiende, que al fin esa creencia se pierde. El hombre, ese soñador definitivo…». «Me he perdido pocas veces de vista; me he adorado, me he odiado, luego hemos envejecido juntos…». «Ahí, en un bosquecillo rodeado de flores, duerme el hermafrodita, profundamente adormecido sobre el césped mojado con sus lágrimas…». Algunos podían recitar a Lacios: «Al entrar en el mundo, en la época en que, niña aún, estaba destinada por estado al silencio o a la inacción, supe aprovecharlo para observar y reflexionar…», e incluso, rareza entre las rarezas, a Sade: «La crueldad, fruto de la extremada sensibilidad de los órganos, sólo es conocida por los seres extremadamente delicados, y los excesos a los que les lleva sólo son refinamientos de su delicadeza». Tan desconocida como poco corriente, Irene quedaba apartada de esos homenajes nemotécnicos de los que no hubiese, sin embargo, sido indigna. Yo, cuya vocación se ha sensibilizado sin duda a los interdictos morales y materiales que vi florecer entre mis quince y mis veinte años, puedo decir que El coño de Irene es uno de los títulos que durante mucho tiempo deseé publicar alguna vez en mi editorial. Si a fin de cuentas no lo hice fue por culpa de ese autor desconocido del que ahora, por fin, ha llegado el momento de hablar.
Porque, de todos modos, este libro no nació espontáneamente de la noche clandestina. Diez años después de 1918, un hombre, un escritor, dejó transcurrir ante un papel en blanco el tiempo necesario para hacer vivir a los habitantes de una granja sin amo, a sus criados socarrones, a sus generaciones de patronas imperiales, para sondear en el cerebro de un paralítico, para, finalmente —y volveremos sobre ello—, hablarnos de sí mismo. No puedo decir de ese hombre, que está o ya no está vivo, otra cosa que lo siguiente: creo conocerle, aunque puedo equivocarme. Hasta el momento, siempre se ha negado tanto a reconocer este libro como a dar su aprobación, ni siquiera en forma oculta, a una reedición oficial. Posición incómoda y absurda, tanto como la entrevista que tuve hace años ya con ese fantasma, y durante la cual, yo, editor, hablaba al quizás autor de un libro que quizás había escrito. Extraño encuentro, y reflejo de una posible conversación. Él decía «el autor», hablando (quizá) de él: «el autor se niega… el autor prohíbe… le es imposible al autor…». Yo respondía, pues la tercera persona es contagiosa: «Sin embargo, el editor estaría dispuesto a…». A muchas cosas, a las concesiones extremas. Pero nada que hacer: no quería que nadie recogiese a ese hijo que él negaba. Hay que reconocer que esa actitud es jurídicamente imposible de mantener. Si un escritor tiene perfecto derecho, como ha sucedido ya, a arrepentirse de un texto tras haberlo publicado y vetar toda reedición, no puede a la vez negar haberlo escrito y reivindicar su propiedad para vetar su circulación. Nada me impedía publicar El coño de Irene. Un poco tontamente quizá, siempre me sentí vinculado desde entonces a esa negativa terca e ilógica.
En cuanto a las razones profundas de este rechazo, quisiera decir de paso que creo comprenderlas. La censura, degollada en nuestros tiempos por publicaciones mucho más violentas, no tiene nada que ver en todo eso; nadie condenaría a El coño de Irene hoy. Pero lo que sí es cierto es que en el texto —sin embargo no muy autobiográfico en apariencia, y que es sin duda, al menos de partida, un trabajo de encargo—, un joven, hace cuarenta años, reveló de sí mismo mucho más de lo que esperaba al trazar la primera palabra en la primera página de su manuscrito. Haya escrito o no otros libros, este sigue siendo el retrato de cuerpo entero de su juventud inquieta y arrogante, de pie entre su debilidad y sus insolentes dones. También veo desmontada en él una parte del mecanismo de su genio. Es, en suma, incluso si se trata de un libro en cierto sentido único, su obra maestra. Y es probablemente aquello mismo que le da su valor lo que sin duda nos impedirá saber jamás quién lo escribió.
Dicho esto, hay que elegir lo que se quiere y, si se tienen razones para no reconocer un texto, saber resignarse a dejarlo leer. Es bueno, es excelente, que un joven editor inicie sus actividades editoriales con El coño de Irene, manifestando así diversas formas de audacia. Si la edición es un oficio en el que empezamos a aburrirnos, es porque el relevo no es muy masivo, y porque las nuevas generaciones parecen temer los riesgos, cualesquiera que sean. Deberíamos, sin embargo, sin inquietarnos por el resto, intentar hacer con tinta y papel las cosas más bellas y más sorprendentes, antes de que las bibliotecas hayan desaparecido de nuestra vida y de que los hijos de nuestros hijos hayan olvidado hasta lo que podía ser un libro.
Jean–Jacques Pauvert
(Prefacio a la edición francesa de
L’Or du Temps, Règine Deforges, París, 1968).