NOTICIA
La existencia de esta obra inacabada fue señalada por primera vez por André Gavillet en su obra La littérature au défi. Aragon surréaliste (A la Baconnière, Neuchâtel, 1957) en la que escribe, p. 377: «Nos ha sido señalado un inédito de esta época que Aragon tal vez haya destruido: Jean–Foutre La Bite».
André Thirion en Révolutionnaires sans révolution (Robert Laffont, 1972) evoca una lectura (p. 282) que hizo Aragon en presencia de André Bretón y de Georges Sadoul, en 1930:
«El texto tenía la brillantez y la suntuosidad del Traité du Style, pero dejaba al lector tan perplejo como después de una lectura de Léon Bloy (…) Cuando Aragon hubo terminado su lectura, Bretón dijo simplemente: “Si publicas esto la gente dirá nuevamente que eres genial. Al decirlo no descubrirán nada nuevo a nadie. Pero no creo que este texto añada nada a tus últimos libros ni pueda obtener el resultado que tú buscas, que buscamos los dos”. Aragon no insistió. Nunca más volvió a oírse hablar de este borrador».
La escritura de Jean–Foutre es posterior al mes de abril de 1929, como indica la alusión en el texto a la inauguración de la estatua de Mickewicz que se produjo en esta fecha (véase la nota 54).
Para este texto Aragon parece haber encontrado su inspiración en la lectura de las Onze Mille Verges de Guillaume Apollinaire, obra para la que escribió en 1930 (Éditions Les Ygrées, Montecarlo) el siguiente prólogo:
«Que Guillaume Apollinaire haya querido obtener la legión de honor y que la haya obtenido, es un hecho, como también es un hecho que para ello haya sido necesaria una guerra europea. El cortejo de los poemas patrióticos, algo desconcertado, se detiene ante su propia inutilidad, que está representada por el catafalco donde se acuesta nada más ser condecorado el encantador putrefacto. No seré yo quien le ni les busque excusas. No obstante habría que evitar considerar a Apollinaire como un patriota, a él, que deseaba la victoria de Alemania porque esperaba la victoria del cubismo. Era uno de esos aventureros que dicen siempre lo que se espera de ellos en las circunstancias en las que se encuentran, sus reverencias ante las reinas del carnaval no significan que estén convencidos de la grandeza de la Lavandería, por ejemplo; pierden y no pierden el sentido del humor. Lo que le importaba a nuestro hombre era el éxito, ¿qué digo?, el triunfo, de su poesía y de su personaje poético. Hay que abstenerse, y yo hago todo lo contrario, de sacar a relucir las circunstancias atenuantes, de considerarlo por ello como un arribista: se parecía extraordinariamente a esos señores que se pasean, con toda su importancia, por las salas del casino de Montecarlo, y que ostentan la legión de honor esencialmente para que el barman les preste dinero cuando han perdido.
»En buena y en mala parte es sobre todo en Montecarlo en lo que hace pensar Apollinaire. El prestigio desmoralizador de esta ciudad, sus terrazas, las carreras de victorias por las cornisas, el subterráneo que une el Sporting con el Hotel de París para poder asesinar a los ganadores, y sobre todo la decoración monegasca, con sus pompas, sus cañones, su falsa dinastía, todo ese oropel de libreas ante un puterío auténtico, la vida descompuesta por el juego, como un terrón de azúcar por la luz, y la música, ese abuso de confianza, y en estos tiempos, eso es lo que le faltaba, señor, en sus tiempos, la chusma con títulos de los rusos blancos, todo aquí opone más sórdida que en ninguna parte una imaginería de uniformes y de sentimientos, donde se dan la mano los remeros del Volga, la Marsellesa y Viens Poupoule. Abandonemos estas orillas donde estamos a punto de extraviarnos.
»Guillaume Apollinaire pertenece a la noche de los faroles de bicicleta. Para comprenderle hay que situarle en su época con sus costumbres hoy inaferrables, sus criterios morales árabes, sus extravagancias literarias, su edad media, en una palabra. Si se empieza este pequeño trapecio volante, no hay manera de hacerle un solo reproche al autor de Les mammelles de Tiresias. Por lo demás era un caso tan definitivamente zanjado este de los amantes de la bandera tricolor que no voy a perder mis canas en él. Maurice Barres me decía: “¿Apollinaire? Espere un momento. Voy a decirle todo lo que sé sobre él. Es un hombre que hace reediciones de libros eróticos…”. Viejo gilipollas. Pero yo no me inmuté, sabiendo con quién estaba hablando: “Era un poeta, imagínese”. “¡Ah!”, dijo Barres, “¿también hacía versos?”. La mala fe y la estupidez Amateur d’Ames ponen perfectamente de relieve la gran curiosidad de espíritu y la inteligencia absolutamente excepcional que caracterizan a Apollinaire. Sin embargo podría ser divertido encontrar también, por el lado de Morir por la Patria, del artificio de las frases, y de lo canallesco del período, algún parentesco entre estos dos humoristas de rostro impenetrable. Aviso a los amantes de paralelos.
»Lo que hace que Apollinaire sea grande es sin duda esta curiosidad que ha adquirido muy a menudo la forma admirable de la imagen, hasta el extremo de que puede decirse de su poesía que es por encima de todo una curiosidad de lo incognoscible. Y sin duda su mayor curiosidad era la curiosidad de las costumbres. No había nada de lo que este hombre, al principio vacilante y banal, supiese hablar con tanta brillantez. Todo lo demás tal vez le resultase falso, pero esto era consustancial consigo mismo. Hay que concederle un gran valor a la actividad que desplegó en favor de los libros prohibidos, poniendo a Sade, aunque fuese a trozos, en manos de una generación, y extrayendo de la traducción de Baffo el secreto del acento de muchos de sus poemas. Tal vez fuese él quien de esta forma, colocando Les Fleurs du mal en la colección de Maestros del amor, cuando todo un movimiento neoclásico intentaba disculpar a Baudelaire e inscribirlo en la línea de los grandes escritores franceses, fijó el retrato del amante de Jeanne Duval, tal vez fuese el único que reconoció el futuro. Una conciencia clara de los vínculos de la poesía y la sexualidad, una conciencia de profanador y de profeta, eso es lo que sitúa a Apollinaire en un punto singular de la historia, allí donde brutalmente se rompen los espejismos milenarios de la rima y de la sinrazón. Es en su prefacio a los Morceaux choisis du Marquis de Sade, en su prefacio a Les Fleurs du mal, donde quizás haya expresado más felizmente sus recónditos pensamientos sobre sí mismo. Quién sabe si no se consideraba el alquimista de una nueva ciencia, y la palabra ciencia revela por su inexactitud la gran turbación que sobrecoge al hombre frente a las cosas innominadas. El caso es que los artífices de compromisos que quieran hacer concordar los poemas de guerra de los Calligrammes con las Onze Mille Verges se verán abocados un día a singulares descarríos en la interpretación o la moral, según prefieran.
»Los que detestan con la violencia obligada este mundo en el que Apollinaire intentó hacerse un sitio; los que incluso han dejado de reírse de estos fastos burgueses donde la legión de honor se parece demasiado a una gota de sangre para poder seguir burlándose de quien se adorna con ella; los que preparan la descalificación definitiva de las ideologías con las que contemporizaron los Apollinaires, están en la obligación de comprender lo que un libro como las Onze Mille Verges supone de desconcertante y de equívoco entre las mismas filas del enemigo. En este sentido es una obra que debe ser vulgarizada. No quiero ser mal interpretado. Es que yo considero este libro como un libro erótico, desafortunada expresión bajo cuyas especies se confunden muchas cosas que sólo la hipocresía ha reunido. Cada vez que aparece la palabra empalmar, la justicia y el pudor se alarman. Esa es la anécdota del cuadro. Sin embargo, ¿quién tiene el valor de confundir las obras filosóficas de Sade, los textos estrictamente eróticos de Pierre Louÿs, y las historietas destinadas a la masturbación que constituyen la literatura francesa? Otras tantas categorías que habría de consagrar. Es indispensable para la independencia humana que todo esto sea contemplado con una nueva mirada. Habría que prohibir a Madame de Ségur, que sólo sirve para que se la meneen infames vejestorios.
»Las Onze Mille Verges no es un libro erótico, y este es probablemente su peor defecto. Es un juego, donde todo lo que es poético es admirable, a causa de Apollinaire y en función suya, por el fondo que este libro aporta a sus poemas. El que todo el romanticismo de las Rhénanes sirva de perspectiva a la escena del tren, por ejemplo, donde la mierda y la sangre se detienen para contemplar el paisaje, hace pensar en los considerandos de los poemas de Alcools y de Calligrammes. Es un libro en el que toda la habilidad de Apollinaire y su conocimiento de cierta vulgaridad turbadora cuya mejor expresión es la postal, se abren paso a costa de la sinceridad y de la vida. Pero es tal vez el libro de Apollinaire en que el humor aparece con mayor pureza.
»“La carta anunciaba al príncipe Vibescu que había sido nombrado lugarteniente en Rusia, a título extranjero, en el ejército del general Kouropatkine”.
»“El príncipe y Cornaboeux manifestaron su entusiasmo dándose respectivamente por el culo”.
»Permitidme observar que esto no es serio.
»La indignación de Nicolás Restif respecto a la obra del Marqués de Sade así como el mal libro que este le hizo escribir, sería imposible intentar explicarlos por el humor. Igual que los textos de Apollinaire respecto a la patria. Habría que meditar algunos adverbios de Monsieur Nicolás: inocentemente por ejemplo, en el que se escuda a lo largo de un relato de extravíos varios. No es de esta clase de virtud de la que se jacta Apollinaire. Cuestión de época. El mecanismo es el mismo. Las emociones de Nicolás en distintas iglesias junto a señoritas por desflorar equivalen a las verlainerías de Guillaume en la cárcel por robo de Gioconda, y a la honestidad con el corazón en la mano que entonces supo defender. Recordamos tal vez las cartas del Barón d’Ormessan para dejarle a este su nombre sacado de L’Hérésiarque et Cié, donde precisaba su propio papel en este asunto. Nada puede situar mejor la diferencia existente entre el hombre que introduce el humor en su vida y el que hace humor, entre un aventurero y un hombre al que le gusta la aventura. Nos gustaría saber qué ha sido del barón: no gran cosa, sin duda.
»Sin embargo es suficiente que en sus obras libres, como se las llama, Guillaume Apollinaire haya hablado este lenguaje que es el de todos los hombres, aunque sea en aras de una tabulación humorística, para que no sea únicamente ese adalid del mundo exterior del que sólo cabría apartar la mirada. Él no se avergonzó de ello, él, que tan bien supo ocultar detrás de sus ortodoxias nacionales sus secretos y muy distintos pensamientos. De esta mezcla de hipocresía y de cinismo que salpica un poco por todas partes, sólo hay que retener lo que tiene de humano y de revelador de la roñería de este siglo.
»En este sentido ciertamente yo colocaría muy por encima un poema como Lundi Rué Christine que las Onze Mille Verges, aunque en opinión de muchos contemporáneos de Apollinaire haya que considerar este libro como la obra maestra de su autor. He oído esta boutade, entre otros, de labios de Picasso. Se le puede perdonar lo que tiene de fácil en función de la preferencia que la mayoría acabará teniendo por los versos más hermosos de Guillaume Apollinaire, desde el Larron a ese Chant de l’Honneur, después del cual se cierra un capítulo muy particular.
»Quedan por hacer muchos y preciosos abusos de la libertad. El hombre que vive, dicen, en sociedad conoce a su enemigo pero inexplicablemente le trata con consideración. No es la anarquía la que habla por mi boca. Esto es lo contrario de una precaución oratoria. Desacreditar profundamente lo que adorna esta vida de la que no voy a hacerme en absoluto cómplice es una tarea que nadie puede asignarse sin correr el riesgo de incurrir en equivocaciones, que sólo depende de mí no considerar dramáticas. No creo que sea una quimera imaginarse el momento en que casi todos los caminos intelectuales están pergeñados por la iniciativa de unos cuantos, de tal forma que los que quieran tomarlos serán desviados de la inconfesable meta lejana que se proponían, y a pesar de sus esfuerzos egoístas, llevados a una encrucijada de imposibilidades donde lo único que podrán hacer es someterse a la evidencia de sus destinos. Esta frase es mucho menos oscura que larga. Nadie está obligado a sentirse amenazado. Nadie está obligado a reírse de lo que antecede. Nadie está obligado a prestarle la menor atención».
Mayo de 1930