«Perdí la cuenta de los años. En los primeros tiempos, acechaba la mano que arrancaba una hoja del calendario negro en el límite de mi campo visual. Lunes, martes, ya no entendía muy bien esas distinciones humanas. ¡Los días se parecían tanto en mi cuerpo! El enésimo producía un sonido especial en mis oídos debilitados. Ese número que crecía en la pared no alcanzaba jamás el valor que hubiese querido darle. Cada mes esperaba de un modo insensato que se atravesara sin posible retorno la frontera más allá de la cual el hombre vuelve a contar a partir de su pulgar. Luego, ¿qué pasó? ¿Habrán empujado ligeramente mi sillón, o mi campo óptico se habrá estrechado una vez más? Dejé de ver el calendario, confundí días y meses. Al principio las estaciones me permitieron orientarme, pero finalmente perdí la cuenta de los años.
»Tenía veinticinco años cuando me senté para siempre. La hija de mi hija ya tiene edad de inspirarme amor. Tengo pues mucho más de sesenta, y ese fuego no se apaga, no puede apagarse en el corazón de mi inmovilidad. Al principio, cuando aún esperaba una curación lejana, hacía esfuerzos sobrehumanos para hacer entender a mi mujer, con la mirada, cuando esta me rozaba, que yo era aún, que era precisamente entonces un hombre. Decía ella, poniendo la mano sobre mi hombro: “Pobrecito ¡cómo se agita!”, con la suave esperanza, sólo perceptible para mí, de que una buena congestión se me llevara al fin un día. Se quedaba ahí durante horas prodigándome calma, consejos, muy cerca, muy cerca de mí, sin ver, jamás supe si veía, sin ver en mis trágicas pupilas el odio y el deseo mezclados, sangrientos. En el silencio y en la quietud mis ojos bailaban para conmover. Una marea de imágenes subía hacia ellos, se interponía poco a poco entre el mundo y yo. Cuerpos, cuerpos, cuerpos de toda la gente a mi alrededor, mis manos impedidas arrancaban los trajes, os arrancaban los vestidos reveladores de las formas condenatorias, y a la vez, arrancaban, desollaban vuestra piel tentadora y dejaban sobre vuestras blancuras y sobre mi córnea grandes regueros rojos hasta morir de mala muerte sin confesor, de la divina y rabiosa muerte que reclamaba sordamente mi carne trastornada en la orilla que no consigue gritar el placer, vedado al que ya no dispone de sus manos sujetas a un lado y a otro de los muslos inertes entre los cuales se levanta enorme, ¡maldita sea, chúpala, hazle una paja o jódela!, la polla a punto de levantar las paredes, tiesa hacia las estrellas. Una mañana, a mi devota esposa se le ocurrió leerme, cuando mis ojos traicionaban una desesperación salvaje, los rezos de los agonizantes. A veces obligaba a mi hija a sentarse a mis pies, y en mi espíritu trastocado, el incesto unía entonces su gran voz de trueno a la tormenta de blasfemias que me atravesaba. “Jamás olvides a tu padre, Victoria, ni la paciencia que tuve en su desgracia”, murmuraba la buena madre, “ni cómo le cuidé, ni cuánto lo amé. Los enfermos tienen ya un pie en el paraíso. Participan del eterno descanso en el que se ve a Dios en medio de las nubes. Poco a poco les abandona el espíritu del pecado. No mueren de golpe, no se vuelven repentinamente ángeles: pero la gracia les invade como la marea que sube. Victoria querida, mira bien a tu padre en los ojos, y verás cómo sube lentamente la azul marea celestial”. Y Victoria levantaba hacia mí aquellos ojos suyos, sus ojos de niña ingenua, oscuramente turbada. Leía en ellos un misterio naciente, semejante a los secretos de los grandes bosques cuando respiran en las frondas las primeras violetas. Luego, mi mirada se deslizaba desde los bordes de los párpados puros de mi hija a su piel nacarada: al pasar, me detenía un instante en los labios. Una mancha revelaba la tinta ingerida a escondidas. El cordón del escapulario asomaba de la camiseta bordada sobre la delgada nuca. Dos ágiles manitas tocaban a veces mis rodillas.
»No, jamás pude saber si mi mujer veía. A veces, corría entre nosotros, lo hubiese jurado, una especie de escalofrío que no era el recuerdo. Sí, y luego nada más. ¿Habré soñado? Tomaba mi fiebre por la suya. Ahí la tienen, la dignidad misma, yendo y viniendo, toda de negro, porque conviene más a su situación. ¡Ah, cuánta rabia me daba ese duelo preventivo! Hubiese querido vestirla como una saltimbanqui, desnudarla, maquillar la, no dejarle más que las medias negras. Ella, en cambio, rezaba el rosario, ya veces me besaba la frente. ¡Qué monstruo! Pero me traía a la pequeña, y yo creía captar en su rostro una expresión de socarrona complicidad, y ya no sabía qué pensar. Tanto más cuanto que otro sentimiento se apoderaba de mis sentidos, e intentaba sonreírle a Victoria. ¡Vaya!, otro delirio: mi mujer habla con esa voz fría que conozco. Me da las noticias. Piedad cotidiana, implacable. Sin embargo, una tarde, sigo en lo mismo, ella acababa de darme de beber. Agosto entero abochornaba la habitación. El aire no había golpeado las puertas desde hacía semanas. En el patio desplumaban un pollo. Me cogió de pronto. Una ráfaga. Huracán inmóvil entre nuestros rostros cercanos. Sentía ferozmente la belleza madura y dispuesta a deshacerse de aquella compañera inaccesible. Textura magnífica de la piel ligeramente húmeda, olor moreno, inmenso calor. No me tocaba, permanecía erguida. ¿Habrá entendido? Me parece que se aparta cerrando los ojos, se pone rígida, qué silencio. Me parece. Me parece. Huye desviando la cabeza. Después de todo, era simple tristeza, de mí o de ella. De ella probablemente.
»Entretanto, Victoria crecía. Sus ojos esquivaban los míos. A hurtadillas, espiaba a los chicos. Al principio no se escondía de mí. Hojeaba a mi lado libros ilustrados y permanecía todo un cuarto de hora ante la misma imagen haciendo morritos. Una vez, estaba precisamente ahí, en el vano de la ventana. Cosía, y, mientras cosía, alguna atracción en la calle la había interrumpido. Con la aguja en el aire, permanecía así, con la boca entreabierta; yo veía su brazo redondo. Contra la luz, su pecho se estremecía. Lo sentía bajo el corpiño escocés: apenas formado, inconsciente, como ciego. Sentía aquel pecho infantil volverse duro, duro. El cuello se inclinó, los labios temblaron. Luego la mano, ardiente, volvió a su labor. Victoria no levantó la cabeza cuando del patio entró uno de los criados, con cara inocentona, y atravesó la sala abrochándose el pantalón. Cuando a mis espaldas se cerró la puerta de la cocina, los ojos de Victoria se apartaron de la tela, lentamente, y miraron hacia el fondo de la habitación, pero por el camino tropezaron con los míos. Desde aquel día mi propia hija me cogió manía.
»Victoria y su madre no eran las únicas en reanimar esos deseos mal apagados que cualquier tontería encendía en mí. Había criadas cuya sola presencia me revolvía como un arado la tierra. Sólo las nuevas me hacían caso. Con la costumbre se volvían indiferentes. Cuando yo era muy joven aún, algunas se turbaban al ver aquella fuerza yerta. Hubo algunas cuyas miradas se extraviaron. Huían entonces, temerosas: o reían. Una, una vez. Se había dado cuenta de lo que me sucedía. Una chica alta, lenta, con manos grandes, lentas. Una lavandera. Cuando no había nadie en la sala, se plantaba ante mí sin decir palabra. Se ensombrecía. Dejaba correr el tiempo. Luego separaba los muslos. Hacía esto dos, tres veces al día. Recorría la habitación con la mirada. Con una mano se aseguraba el peinado. No me rozó siquiera con la manga en los seis meses que la tuvimos en la granja. Una mañana, en época de siega, estando todo el mundo en el campo, entró como de costumbre y vino a colocarse ante mí. Pero algo la preocupaba. Sacudía la cabeza para decir no. Debatía una cuestión profunda. Bruscamente se levantó la falda y enseñó su monte. Un hermoso montecillo castaño claro, abombado. Llevaba medias de algodón gris sostenidas por cordeles. La falda volvió a caer, la chica salió diciéndose: “Tengo que ir a ver dónde puse la leche”. Tres días después dejaba la granja, había recibido una carta.
»Cada primavera observaba la crecida de las pasiones entre los comensales de la granja. Las chicas y los chicos no se molestaban demasiado por mí. Conocía sus relaciones, sus engaños, sus vicios. Desde mi rincón, veía cómo se hacían y se deshacían parejas, a veces curiosos tríos, matrimonios complejos. No tenían en cuenta mi presencia para besarse: “¿El viejo? No dirá nada, no puede decir nada”. A ciertos enamorados incluso les divertía mi presencia. ¿Divertía? No deja de ser cierto que el aparcero, el padre de Gastón, durante muchos años y con distintas mujeres, se las arregló, no cabe duda, para que yo lo viera. Se ponía en la ventana, como si tomase el fresco. A veces incluso fumaba su pipa. La mujer, agachada en el suelo, lo manoseaba, mirándome. O bien no podía mirarme. Él vigilaba el patio. A menudo gritaba unas palabras a alguien. La mujer entonces se asustaba. Él le daba un golpe con la rodilla.
»Yo experimentaba un placer positivo viendo a los hombres y mujeres juntos. Me parecía que el ejemplo acababa con mi mal. Me excitaba terriblemente. Llegó a ocurrir que estos espectáculos me arrastraban más lejos de lo que hubiese pensado. Eso me dejaba siempre en una gran confusión. Pero cada vez me gustaba más esa confusión. Cada vez me gustaba más lo que era mi vergüenza en los primeros tiempos de mi parálisis. Llegaba a acechar a los hombres, a querer que desearan a las sirvientas, a mi hija. Las desnudaba para ver el efecto que un pecho entrevisto, un hombro, no podía, no debía dejar de causarles.
»Un invierno, mi mujer murió sepultada en su duelo. Me condujeron ante el cadáver. Tenía los labios apretados. Se llevaba su secreto. Hubiese querido gritar el mío, torturaba mi rostro reacio. La gente se daba codazos. “Es triste, pobre viejo. Fue tan buena con él”. Eso simplificó un poco la vida. Victoria no se creía obligada a los remilgos de su madre. Reía incluso cuando los campesinos me hacían bromas. Yo pensaba: en lugar de ocuparos de mí, tomadla pues, a la niña. Hacia el mes de mayo, probablemente abril, mayo, el aparcero volvió a la ventana, y esa vez estaba Victoria a sus pies. Creía hacerme una mala pasada. Reía con maldad. Yo la miraba fijamente: volvía a encontrar los ojos puros de antaño, el cuerpecito ahora desarrollado. Seguía llevando un escapulario. La escena se reprodujo varias veces. Me agitaba un placer singular que Victoria tomaba por rabia. Una vez al levantarse pasó muy cerca de mí y me mostró las grietas de sus labios.
»En cuanto todo esto pasó a ser suyo, Victoria, mi hija Victoria, se casó. Tuvo amantes, tuvo niños. Jamás dejó de perseguirme con su odio. Y yo le tomé a ese odio un gusto que ella no puede imaginar. Amo a Victoria, jamás amé a nadie más en el mundo, palabra. Se mostró ante mí en los brazos de todos los hombres con quienes estuvo, creo efectivamente que de todos ellos. La vi hasta con sirvientas. Es ahora toda una mujer, sólida. Se ha ajado un poco. Ha llegado a los cuarenta. Es mi hija. Hay una larga historia en el fondo de las miradas que cruzamos. Me gusta su odio tenaz, y lo experimento cada día. Me gusta el desprecio oculto en cada palabra que me dirige. Domina a los hombres. Sigue teniendo al aparcero de antaño a su servicio. Él también está casado. Es como un perro que se estira ante ella. Toda una mujer. Ah, si su madre hubiese sido como ella.
»Así pues, desde hace cuarenta años, ni más ni menos, permanezco estático entre las pasiones que me desgarran sin destruir el dique que me separa del universo. Una gran conmiseración indiferente rodea el sillón de los impotentes. Espectadores imbéciles, jamás comprenderéis nada. No cedería mi lugar por todo el oro del mundo. Fuera de toda humana consideración pueril, dedico aquí todo mi tiempo a la voluptuosidad. Mis sentidos reducidos se han afinado en extremo, y es en su pureza donde al fin encuentro el placer. La vejez ha rozado apenas mi cuerpo. Si ha blanqueado mi cabello, no he malgastado en cambio mis días en la cama de una mujer que cada noche hace agonizar en su piel arrugada. En mi aparente esclavitud, qué libertad verdadera. Cuando tenía el poder de andar, de hablar, tenía que tener en cuenta a los demás. No me atrevía a pensar, todo me parecía criminal. Me limitaba. Temía las preguntas que acudían a mi mente. Una gran injusticia le pone a uno a sus anchas. Ninguna desgracia puede ya alcanzarme hoy, ningún acontecimiento puede desconcertarme. Así pues, he aprendido a gozar de mí mismo, a gozar del prójimo. No pienso en morir. No me aburro. No es más difícil no aburrirse que no hablar, y yo ya no puedo hablar. De vez en cuando vuelven a apoderarse de mí unas ganas violentas de estar vivo como todo el mundo. Son crisis breves, que me hacen sentir mejor mi felicidad. ¿Puede sucederme algo peor? ¿El fuego en la granja? Casi ningún lugar de mi cuerpo es apto para el sufrimiento físico. Aún sería un hermoso espectáculo, y poco me falta para desear ese incendio aunque sólo fuera para descubrir los gestos del instinto en todos esos hombres, en esas mujeres, en Victoria, y en su hija Irene, y para morir en el escenario de esas revelaciones embriagadoras, en medio de esa población descabellada, medio desnuda, corriendo al ritmo más acelerado de su vida y de sus sentimientos. Si sólo supieseis, jóvenes que os reís de este inválido, qué especie de sorda alegría, qué estremecimiento despierta en el fondo de mi carne entumecida el ruido ligero de vuestras irrisiones. Ah, reíd, seguid riendo, hermosos brutos de veinte años. Os puedo por el placer mismo que siento al escucharos. Más, reíros aún más de mí, por favor, hasta poneros morados, hasta atragantaros, hasta sofocaros. Así, así. Cómo se tensa su piel. También ellos creen entonces que me enfado. Se ponen a odiarme cordialmente. Viejo cochino, piensan, nos haría la vida imposible si no se pudriera en sus babas. Me insultan: se atreven porque saben que Victoria, doña Victoria, no se opondrá. Los más valientes me dan empujones. Por desgracia no se atreven a maltratarme demasiado. A veces creo que algunos están a punto de pegarme. Pero no. Al menos no hoy. Fui antaño un hombre más bello y más fuerte que todos vosotros, y más inteligente. Un hombre instruido, pedazos de bestia. Me amaron. Entonces me hubieseis saludado. Vivía en la ciudad. Me apasionaban los problemas insolubles. Os diría demasiadas cosas si pudiese hablar. Pero ¡bendita sea la sífilis!, ya no puedo hablar. No adivinaréis jamás quién está aquí desde hace cuarenta años. Ah, ¿por qué no me pegáis?, ¿qué superstición de la debilidad os retiene? Mi vida me da vértigo. Siento en mis pantalones que ensucio una inmensa alegría arrebatadora: ¡pegadme, os digo, soy quizás algo mejor, algo más que Alejandro o Julio César!».