Al dejarme la mala situación de mis negocios en una indigencia casi completa, la obsesión de una terrible historia que me habría gustado olvidar más aún que la miseria me hizo aceptar la invitación de unos parientes que vivían en provincias. C…, donde desembarqué con mis fantasmas[5] no me ofreció precisamente la diversión que esperaba. Estoy poco hecho para la vida de familia. La reduje al mínimo. Me veían a las horas de las comidas. El resto del tiempo lo empleaba en paseos, y más todavía en largas divagaciones en mi habitación, lejos de la ventana, por la que sólo veía un siniestro trozo de calle vacía, bordeada por esas grises casas que llevan en el rostro todo el desabrimiento del levante francés. La ciudad se acostaba temprano, se levantaba temprano, justo para despertarme con los golpes de las persianas, pues al acercarme a la ventana ya no veía ni un alma viviente en las aceras, excepto los ordenanzas de los oficiales de artillería que paseaban los caballos con aspecto acecinado de fámulos. Los tres o cuatro cafés no abrían más que hacia las once, hasta entonces te echaban agua sucia a los pies con el pretexto de fregar el suelo, luego volaba la arena, la recibías en las encías con rápidos perdón–disculpas; eran lugares piojosos, cuyos asientos desfondados habrían podido aceptarse, de no ser por la mugre increíble de las mesas y el luto realmente inquietante de los espejos que las moscas habían convertido en uñas innobles, semejantes a las de los camareros. El más accesible de esos lugares de solaz estaba en una plaza arisca, no muy lejos del barrio militar, un establecimiento en el que había terciopelo rojo y adornos en los marcos de los espejos. Aun así te ensordecía rápidamente el ruido del billar, pues la sala por desventura tenía un inoportuno eco, que aplaudía las carambolas. Después de dos estancias en ese edén, empecé a reconocer los rostros de los habituales, cinco o seis personas, entre ellas tres oficiales y sus amiguitas que era como si no estuvieran. Grandes explosiones de voz me revelaron rápidamente la horrible verdad de los cotilleos en C… La llegada de un nuevo recaudador de impuestos dio pasto a la conversación durante tres días. Supe que la mujer del profesor Tal no tenía nada de honorable. Se chismorreaba sobre la mujer de un relojero pero no se aseguraba nada preciso. En cuanto a la funcionaria de Correos, habían visto a alguien saltar su ventana, y podrían decir hasta su nombre, no era un misterio. Dejé de ir al café.

Durante cierto tiempo todavía me dediqué al campo y a los bosques. Luego sentí por ellos un violento asco y me confiné en la habitación. La prodigiosa longitud del tiempo, la horrible puntualidad de las comidas, la lectura de lo que encontraba en la biblioteca de la casa, y sobre todo un recuerdo que se encarnizaba, me dieron unas rápidas ganas de huir de aquel infortunado lugar. Pero ¿con qué medio? Todo radicaba en una imagen que me poseía y que estaba decidido a apartar definitivamente. Lo único que podía reprochar a esa mujer, ¿no es cierto?, era el que no me amara. Incluso si creyó amarme. Incluso si lo dijo. En fin, dejémoslo. Era tan increíblemente semejante a una perla. Físicamente. El resplandor de una perla. Para apartar ese oriente intenté pensar en otras mujeres. Volví a salir, a mirar. ¡Vaya una faena! La provincia francesa. La fealdad de las francesas. La estupidez de sus cuerpos, de sus cabellos. Agua de fregar. En fin.

El diablo era esa maldita polla. Primero, como si nada. No importa un comino. Y luego transcurre el tiempo. Pasa a ser un peso. Levantarse, sentarse. A mí me marea. No exactamente, sino que después de la comida, una… un malestar digestivo, una necesidad de moverse penosamente. Tengo sin embargo un temperamento muy tranquilo. Regular. Nada del otro mundo. Lo más lejos posible de las hazañas amorosas. Una vez hecho eso, no siempre tengo ganas de hacer lo. A veces no se me acaba de poner dura. Pero qué mal soporto la continencia prolongada. Es quizá cosa de la circulación. Mientras tanto me va demoliendo. Imposible pensar en lo que sea. Realmente, en C…, mejor habría sido hacerse pajas. Para lo que se veía en materia de muslos. Amantes de oficiales, que se aburren mientras sus porta–cojones se someten al ejercicio. Habría tenido que invitarlas a beber, y darles conversación. Así me habría informado sobre la guarnición. De todos modos ya estaba harto de las falsas intrigas, de las virtudes hueras, de las prohibiciones en chapa. No, no tenía paciencia. Mejor habría sido hacerse pajas. Muy fácil decirlo, es probable que a ustedes les arregle las cosas. Yo, entonces, me la meneaba un poco y luego, como en aquella condenada habitación no había aire, me asomaba a la ventana, escrutaba la calle. ¡Ah, la inspiración amorosa no subía de la calle con aquel mezquino olor a cocina que caracteriza nuestra heroica Lorena! Ya podía mirarme al espejo, de frente, de tres cuartos, de perfil. Pasarme la mano por los cojones. Apretarme el pito hasta llorar. Soy así, hay que aguantar el tipo. Me quedaba con ese apéndice congestionado, terriblemente ridículo. Me miraba con vergüenza. Y cierta rabia. Me metía pañuelos mojados en el pantalón. Regularmente las horas de las comidas me sorprendían en una postura imposible, y tenía que hacer toda una gimnasia para poder bajar a la mesa sin ofender elementalmente el pudor familiar.

Un sueño dio una pequeña tregua a sobrexcitación tan continua: seis mujeres austeramente vestidas hasta la cintura me habían rodeado mientras yo me entretenía en anudar las cuerdas que sostenían el andamiaje de una casa en construcción a una anilla a la que también había atado un caballo. Habían hecho un corro a mi alrededor, inclinadas, pasándose una a otra el brazo alrededor de la cintura para, con la mano izquierda, llegar a toquetear el botón de su vecina, mientras sus lenguas meneaban por la derecha los culos de las que se retorcían para tocarlas. En mi sueño eso era totalmente natural, y todo daba vueltas. Y las chicas me rozaban con sus vulvas hinchadas. Yo, con unos calzoncillos pequeños de tela, me sentía alcanzar un volumen mitológico. Una vieja que estaba ahí, y que llevaba un rosario adornado con múltiples medallas religiosas, me agarró el miembro con la boca, y me desperté en la mayor confusión. Hay como para dejarte con resaca. Luego, esa molestia en las sábanas, los pelos que se pegan, y el rato que pasa antes de tomar la decisión de levantarse y lavarse. La tregua no fue ni de veinticuatro horas. Además de una horrible impresión de desperdicio, de asco y de todo lo que se quiera. Al cabo de tres días, otro sueño. Acostado en mi basura decidí ir al prostíbulo.

Las bromas familiares sobre aquel honorable edificio me habían dado a conocer el nombre de la calle en la que se encontraba. Lo descubrí fácilmente en el barrio más pobre de la ciudad[6], barrio obrero de cuya moralidad el municipio no se responsabilizaba, ya que no estaba habitado a la burguesa. Era un barrio de casas vacías. Hombres y mujeres trabajaban durante el día en las fábricas. En una calle muy curva vi la casa, que no tenía sobre esa calle más que dos ventanas con rejas y una pesada puerta con clavos al final de una larga pared gris. Una verdadera cárcel, de no ser por el farolillo. Era temprano después del almuerzo. La sustituta de la Madame, una mujer desgarbada, me pidió excusas por presentarme sólo tres chicas: dos estaban comprometidas y otras dos aún hacían la siesta. Un insulso olor a pitanza se arrastraba por la piel de las chicas. Un triste mes de agosto que sabía a cebollas tiernas. Tedio. La más gorda de las tres hacía melindres con un echarpe, tenía el aspecto de una gran mierda que se estremece. De un rubio pútrido. Y manitas cortas que no se habían lavado después de comer. Debía de ser de las que se atracan. En cuanto a la segunda, era lo que suele llamarse una soñadora, porque tenía una gran mandíbula que cerraba mal. Sus zapatitos incomodaban visiblemente sus enormes pies de criada. Debía de tener callos. Preferí la tercera. Hubiese sido castaña sin el agua oxigenada, que, mal aplicada, dejaba adivinar en las raíces de los cabellos un secreto relativo. Una cabecita de gata que ha fornicado con una rata, encima de un cuerpo mal cuidado que debía saber a fosfatina Fallieres: no me dejó insensible. Por lo demás, yo estaba empinado como una estaca desde hacía dos horas. Me llamó gatito lindo a pesar de mi aspecto esquelético, y me escupió en seguida en la boca con gran amabilidad. Las otras damas habían vuelto a sus ocupaciones, una hacía ganchillo, la otra leía La Vie de Guynemer de Henry Bordeaux[7]. Subimos. Mi compañera precisamente se aburría mucho, no le gustaba leer, no sabía hacer ganchillo. Así que yo había llegado en buena hora. Hacía valer al mismo tiempo el jarrón de porcelana naranja y oro, adornado con grandes lirios de tela que se abarquillaban enseñando el alambre, y sus pechos, que llevaba ya muy juntos, y que acercaba con una mano hasta que casi se tocaran, porque creía que aquella mezquindad natural era su mejor atributo. Su pubis quedaba bellamente sombreado por unos pelos que habían conservado su color natural. Los labios un poco largos colgaban. Para un cuerpo bastante largo, los hombros eran muy redondos, y el cuello empezaba apenas a marcarse de pliegues grasos, exagerados por la crema. En la cama tuvo de repente el aspecto de un plato de macarrones. Se aburría, quería hacer fantasías. Me enseñaba su culo con aire pícaro. Se ponía boca abajo. Pataleaba, y decía: te excito, ah cerdo, etc. Era inútil. Nada me hacía ya el más mínimo efecto, habría seguido teniéndola tiesa aunque sonara un cañonazo. Dijo que quería ponerse a tono y me agarró cuando me corría, con el pantalón caído y puestos aún los zapatos. Desde la cama donde se había echado, convertida en un animal, acercó su boca, en la que vi un diente azul, debido a un empaste barato. Su lengua aún no había alcanzado el miembro que su mano agarraba enérgicamente, cuando el semen le saltó a los ojos. Yo apenas había sentido lo que pasaba allí. Vamos, que eso no valía más que un sueño.

Ella se picó. Habría que volver a bajar, bostezar. Se aseaba con el agua preparada en el bidé. Se oía un ruido al lado. «Les va bien en la otra habitación» dije, por decir algo. Mi compañera se encandiló como un fuego de artificio que súbitamente comprendiera lo que escribe en el cielo. Apretó una vez más sus pechos, los habría cosido juntos, y me hizo una señal para que la siguiera. Me condujo a la puerta, miró por el agujero de la cerradura, y me explicó: «Es la ninfómana, así la llaman. Le va tanto la marcha que ya ha tomado por costumbre montárselo con tres a la vez; fíjate, mira». En efecto, a duras penas se distinguía en la cama a un artillero desaliñado, acostado de espalda, al que cabalgaba una chica gorda de pechos colgantes, con michelines y un cuello largo de exoftálmica, grandes ojos y una boca pequeña en forma de sablazo. Se agitaba como una perdida. Frente a ella, los otros dos clientes, dos reclutas sin frente ni mirada, con aspecto estúpido, se hacían tranquilamente una paja sentados en las sillas a la espera de su turno. «Ya te digo, le va la marcha, y aunque los clientes pagan menos, como son más las cuentas salen mejor. Todo el mundo sale beneficiado. Menos nosotras. Pero está en los papeles de la Madame. También le van las tías, ya me entiendes. Ya te digo que no para. Llega a resultar asqueroso. Cuando no tiene a nadie, se toca. No es una mujer, es un río. Reconoces las sillas en las que se sienta por las manchas. Incluso en la mesa, chico. Yo me sentaba a su lado y tuve que cambiarme, se me revolvía el estómago». En la habitación, uno de los militares sentados se impacientaba. Se veía su cara de cerdo con una pequeña lluvia de sudor que, por un fenómeno simpático, reproducía un rocío análogo muy visible sobre el culo regordete de la ninfómana, cuyas ligas azul claro me llamaron la atención. El hombre se levantó y, pesadamente debido a sus botas, se acercó a la cama, donde su compañero gruñía, tan atónito de gustarle tanto a una puta que olvidaba moverse. Ella, por su parte, se retorcía por dos. Noté también que, encima de la chimenea, el mismo jarrón contenía lunarias en lugar de lirios, y, anomalía sin precedentes que yo sepa, en la pared un calendario de las Galerías Nancéennes permitía casi distinguir el día del mes.

El impaciente había agarrado a la mujer que se retorcía. «Acaba de una vez, me haces cosquillas» y redoblaba con mayor vigor los golpes de culo. Eso tentó al intruso, y pude verle con increíble precisión, con una rapidez que tenía algo de milagroso y probablemente algo de la excelente instrucción pirotécnica de los cuarteles de C…, saltar sobre el edredón sin soltar ni su polla ni a la mujer, ni tampoco desenvainar esta, que estaba bien clavada encima de su pareja, y con el mismo movimiento introducir la polla entre las nalgas de la tunanta con tal suerte que la metió a la primera en el culo, mientras que su dueño, deslizándose un poco para atrás, se encontró sentado al pie de la cama, con las piernas estiradas a lo largo del primer ocupante, acariciándole los sobacos con las botas. Este pegó un grito, y el trío vaciló mientras la chica, en la gloria, brincaba sobre los dos pitos, que soltaban continuamente su inquietante semen habitual. El tercer hombre seguía entreteniéndose con un gesto amplio y despreocupado. La ninfómana le llamó. «Psst, chato, sube a la cama. No, delante. Sí. Quédate de pie, dobla un poco las rodillas. No eres muy alto». Se dispuso a chupársela. La postura era lograda. Dejé de mirar. «¿Qué?», me preguntó la chica haciéndome cosquillas, «¿no te animan un poco estos truquitos?». Nada de nada. Volví a subirme los pantalones. ¡Qué condenada tristeza la de todas esas realizaciones del erotismo! Pienso en la torpeza de los perros de la calle, achuchándose e intentando ensartarse más y mejor. Los perros del cuarto de al lado llevaban botas, eso es todo. Y luego todo vuelve a caer en la misma vulgaridad arquitectónica. Cuando ya han construido una pirámide con sus cuerpos, se les ha acabado la imaginación. Todos descargan, un poco al azar, y al final el pelele múltiple se deshincha y se aplana en el sudor, los pelos y el semen. Grotesco globo. ¡Cuándo pienso que no hace mucho estas máquinas estaban de moda en el mundillo! Pero es que entonces eso se hacía artísticamente. Era de muy buen ver construir una catedral. Hasta se cuenta que, una noche, personas cuyos nombres se mencionan en todas las conversaciones organizaron en su residencia particular ¡una reconstrucción de la catedral de Chartres, sin olvidar ni una sola ojiva! Se veían obligados a cambiar continuamente los contrafuertes, y no esperaban a que se colocara la última piedra para hacer lo suyo.

Mi compañera no tenía ganas de volver al salón. Le gustaban las habitaciones, a la pobre le parecía eso muy chico Y le prohibían permanecer en ellas entre dos clientes con el pretexto de que eso no se hacía en una casa como Dios manda. «En el fondo, te comprendo, a mí tampoco me gustan todos esos tinglados, pero ¡si vieses la otra habitación!». Se arrepintió enseguida. «No, no, no puedo enseñártelo. Un hombre tan educado (me ha elegido dos veces) ¡y con su reputación!». Dejé de vestirme, la última frase me interesaba. Me hizo jurar que yo era un extraño de paso por C… y que no conocía a nadie, luego me arrastró a la segunda puerta a la izquierda, donde tras un tapiz hábilmente deshilachado por una curiosidad que ya debía de ser habitual, una pequeña mirilla permitía ver lo que sucedía al lado, sin que el cliente, demasiado confiado en la virtud de los tapices Gobelins, pudiese sospecharlo. Vi en primer lugar a una mujer que me pareció incontestablemente la más bella de todo aquel indiscreto tugurio. Era una flor silvestre, morena, con los pechos pequeñitos, cuyos pezones eran tan largos como cigarros puros. Tenía unas caderas muy anchas y unas nalgas absolutamente redondas. Las medias negras sentaban de maravilla a sus piernas finas y agitadas. Jugaba con unas chinelas pequeñas y rojas que se sacaba y volvía a ponerse sin parar, mientras miraba desnudarse a su cliente. Este, un hombre rechoncho que empezaba a perder el pelo, se giró. Tenía una gran barba rubia en abanico. ¡Vaya por Dios, era el alcalde de la ciudad, al que había visto una noche en casa de mis parientes! «Todo un señor», explicaba mi cómplice, «no siempre puede ir a París, lo entiendes, ¿no? Entonces viene aquí, pero todo queda entre nosotros. Mantener a una fulana, aquí, es imposible. Además de que cuesta lo suyo, ya no lo votarían. ¡Caramba, en su situación!». De momento, el alcalde, con la camisa por fuera, extendía un hule doblado. Me extrañó: «Ya lo verás tú mismo. Tiene una pequeña dolencia. Cuando goza, ¡vaya!, pues que caga; oh, no mucho, pero un poco. No puede aguantarla. Una caquita blanda y líquida. Como la de un niño. Ya verás». Pues no, no lo vería, me levanté y me aparté del puesto de observación. Tuve entonces que soportar mil arrumacos cuyo objetivo comprendí muy bien. El dinero se deslizó en el zapato, yo a la calle.

Esta breve excursión no arregló nada: dormí tranquilo una noche. Al día siguiente, todo volvió a empezar. Con el inconveniente de que regresar a aquel lupanar me daba asco. Y además no tenía ganas de ser exhibido a los vecinos a través de cerraduras o mirillas. Volvieron los sueños. Algunas escenas familiares acabaron con mi humor. Hubo un pequeño lío por un tenedor desaparecido y yo me puse del lado de la criada. Para mayor desgracia, la criada era vieja y fea, y olía mal.