De la granja donde creció, ni un detalle que no esté largamente impreso en su cabeza: de todo el edificio, Irene no sólo conoce la disposición que se aprecia, sino que conoce las desigualdades de la pared, lo que distingue a una baldosa del embaldosado, las variaciones del color de las vigas en los techos. Adquirió la costumbre, como el que cuida mucho su cuerpo y anota sus accidentes, de interesarse por el yeso, la madera, el ladrillo. Vive con esa casa como consigo misma. Está impregnada de sus olores. Siente las estaciones como la granja, por las ranuras de los postigos, la recogida de las cosechas. Le gusta esa gama infinita del año, su límite, en el que se exaspera también una sensualidad salvaje que traiciona ese moño mal anudado, negro y salvaje, que se deshace con frecuencia y que ella vuelve a levantar con impaciencia.
No sabe negarse nada. No le gustan los demás. Jamás le han gustado los demás. Son sus enemigos, lo pensó desde la infancia. Los olvida, a veces, inmóvil. Es como si ya no tuviera motivo alguno para despertarse. Ni de su sueño, el más recio del mundo. Pesada y violenta. Bastante alta con todo, altanera. Indolente. Si la madre la atosiga, ella le lanza una mala mirada. Piensa mucho en los hombres. Como en todos los placeres. Es sensible a su vigor y a su belleza. No es lo que se dice fácil, pues se cuida mucho de no prostituir su cuerpo. No por virtud. Parece que se acueste con todo el mundo. Es un error. Piensa mucho tiempo en aquel a quien marcó con su deseo. No se entrega a la primera, por sorpresa. Siente muy poco el gusto por la fantasía. Se apodera de un hombre como el agua de las marismas, por sorda infiltración.
A los catorce años, se entregó a un mozo de labranza. Luego hizo que lo despidieran enseguida. Decir que está enamorada, es como decir que lo estuviera una perra. No es sentimental con sus amantes. Cuando tiene ganas, hay que satisfacerla. O adiós. Más de uno no pediría otra cosa. Y es que es bella, y complaciente, y fresca. Y dotada para los quehaceres del amor. No permanece ajena a él. No se echa atrás ante el acto. Es incansable, y cuando un suave sudor la recubre de perlas, tiene el brillo del placer, resplandece. La voluptuosidad con ella no es un asunto cualquiera. Entiende que debe compartirla. Dice que no tiene el sentido del engaño. Que eso es lo que hace que odie a los curas, que en su mayoría tienen costumbres lamentables. Ni se le ocurre comprometerse. Quienes hablan, no tienen más remedio que callarse. Sólo contesta a su madre. Y los que se le someten, pues no es ella la que se somete, lo hace sólo cuando quiere, siempre han bajado los ojos ante ella. Tiene boca de escorpión, y generalmente vuelve la cabeza, se la ve de tres cuartos, como si no viese a la gente. Luego su mirada arremete contra los ojos como un animal de presa. No es habladora. Pero es dura para todos. Despreciativa.
Sabe muy bien que los placeres del amor son lo esencial de su vida. Se siente hecha para ellos. Todo lo demás le parecen moratorias, bagatelas. Tiene cierta seriedad que otorga un carácter brutal a sus besos. El dinero, en una existencia como la suya, tiene poca importancia. Jamás pensó en vivir en otra parte, y es, será aquí el ama. El bienestar que reina en la granja y en sus dependencias, pacientemente acumulado por su madre, Victoria, no le deja, a falta de imaginación o conocimiento, más que deseos muy simples, el hambre, el deseo… Un hombre le aburre por momentos, sus palabras, su estupidez. No cree que se pueda hacer nada mejor que dejarlo, y tomar a otro. El cuerpo del hombre tiene algo muy fuerte que la atrae. Se lo confiesa a sí misma, sin remilgos y además, ¿qué podría hacer, si no amase? ¿Pasearse? El trabajo del campo no corresponde a su rango, y hay suficientes sirvientas en la casa como para hacer otra cosa que simular que la gobierna. Hay muchas viejas, muy capaces. Su madre se ocupa de los hombres, y es la reina. Las dos mujeres se odian; pero no se molestan. Se estiman. Se parecen mucho.
Extraña familia esta en la que desde hace dos generaciones los varones han sido dominados por sus compañeras. El padre de Irene murió poco después de su matrimonio. Corrió por la región la voz de que Victoria se lo había sacado de encima, no gustándole tener que alimentar a un hombre al que tenía que considerar como a un igual. El padre de Victoria sigue estando ahí en su sillón de enfermo que contempla desde hace cuarenta años el triunfo de las mujeres y su orgullosa salud. Él fue quien se estableció en aquel campo que debía convertirse en su trágico horizonte. ¿Qué era exactamente? Tenía algún dinero, había seducido a la hija de un campesino. Se casó con ella, compró la granja y un poco de tierra. Luego, una vez enfermo, vio cómo a su alrededor aumentaba tanto la fortuna de los suyos como su descendencia. Sin embargo; parece ser que al principio de todo sólo hubo por su parte una bravata. Un reto que tomó cuerpo. Pero el pensamiento inicial se perdió. Lo que de singular había en esa ruina murió antes que ella misma. De una hija a otra, hasta llegar a Irene, se mezcló sin duda al salvajismo campesino una especie de ardor sin escrúpulo que se propagó. En toda la comarca se cuentan historias, se teme la sangre furiosa que fluye aquí.
Lo que distingue bastante a Irene de Victoria, lo que por otra parte ha alejado mucho a esta de su hija, es el hecho de que Irene jamás se aficionara a las mujeres, por quienes su madre sintió y sigue sintiendo una fuerte atracción, hasta el punto de que jamás se dio el caso desde que ella dirige la granja de que una sirvienta se haya quedado, sin ser o llegar a ser una tríbada. Esa particularidad no ha dejado de contribuir al éxito de Victoria. Se ha unido a ella toda una población de mujeres que no tienen otro deseo que la grandeza de su casa. Se siente cierto respeto en la región por esa irregularidad que no se oculta demasiado, y que parece constituir una virtud. Ha hecho mucho por el prestigio de Victoria, a quien los hombres tratan como a una igual, a una temible igual. Ha sido considerado como un honor el ser distinguido por sus favores. Algunos campesinos de otras regiones recuerdan con orgullo que ella no se mostró feroz con ellos. Una mujer como esa. Como sus bienes se han extendido como una mancha de aceite a su alrededor, la admiración se impuso a todos los sentimientos que suscitó Victoria. A pesar de los curas, por quienes nadie siente mucho afecto. Que hacen cosas peores, y que vienen a dar la lata con el cuento de lo que es o no natural.
A Irene pues no le gustan las mujeres, aunque en casa siempre haya estado rodeada de líos de mujeres. Lo probó, por supuesto. Era muy simple, y tentador. Una rubia alta la había poseído varias veces en su cama antes de que ella tuviera a su primer amante. No puede decir que eso le resultara desagradable. Valía si se daba el caso, si se aburría. Pero en fin, ni tan sólo un poco más tarde, con una chica de su edad a la que aterrorizaba, o con otras que los hombres con frecuencia le habían llevado en broma, pues aquel lugar se había acostumbrado a esos caprichos y los hombres se habían aficionado a esas zalamerías, no había gozado muy vivamente de un placer que llegaba a la larga, pero que no le parecía muy distinto del que ella misma podía darse, y por lo tanto ya no vale la pena. Entiende mucho de gozar. Necesita al hombre. Y sus comodidades. Pero entonces no pierde ni un momento. El placer es el placer. Sabe lo que quiere. Algunos se andan con cumplidos. Ella los ve venir. Habla, chato. Y luego venga, ya no respeta nada. El hombre. Todo lo que se aprende en la ciudad no significa nada. No le gusta eso. Algunos se hacen los finos por una tontería. Primero a su antojo. Luego, ya veremos.
Victoria nota muy bien, y con bastante lucidez, que Irene no concuerda en todo con ella. No le importa demasiado. Pero tampoco le gusta. Naturalmente le reconoce a su hija el derecho de actuar como le venga en gana. No la cree tan tonta como para censurar unas costumbres que son las suyas. Sin embargo se hizo la pregunta. Si a Irene le gustaran las mujeres, todo sería más sencillo. No habría entre ellas una especie de molestia que se debe quizás a otra cosa, pues Victoria se acuerda de haber aguantado muy mal a su propia madre, pero que quizá se debe a eso. Victoria no está muy segura de que Irene resista siempre a los hombres, moralmente se entiende. Encuentra a su hija muy ociosa, ¡y no vaya a ser que haya trabajado tanto para un yerno al que odia ya de antemano! Victoria, cuando se habla a sí misma por la noche —empieza a no dormir tan bien—, se muestra severa para con las chicas que se enamoran, así como así, de un hombre, sólo porque sirve para la cama y no en el campo. Ya se ha dado cuenta de que su hija no suele acostarse con los mejores trabajadores. Hasta granujas le han gustado. Yeso sí que irrita a Victoria. Además, piensa ella, no es que ella misma hubiese querido… sí hubiese querido, pero al fin y al cabo, Victoria no está acostumbrada a que se le resistan. No lo ha probado, pero es que se hubiese topado con un rechazo, con un desprecio. En fin, digámoslo de una vez, no hay intimidad posible entre una madre y una hija en esas condiciones. Victoria, cansada de dar vueltas en la cama, se levanta y va a contemplar por la ventana sus propiedades en la noche.
Ha llevado muy lejos los límites de su poder. Reina sobre esta región. Y como no es reina, todo lleva la señal de sus combates. Entrevé en la sombra la gran masa de las dificultades vencidas. La tierra y la gente le pertenecen por vínculos que no están sólo escritos. Ha llevado adelante por igual su vida y su sensualidad. No se ha contentado con adquirir, se ha comprometido. Pudiendo dominar, poseer es muy poco, sin duda. Ella posee y domina a la vez. Se detiene a veces ante su padre, y lo mira, baboso. Viéndolo fue como comprendió que los hombres son buenos criados, pero deplorables amos. Cuando dejan de corretear por ahí, beben, gritan. Apenas saben ir al prostíbulo a coger la sífilis, como el viejo. Está claro que fue allí donde la cogió, con esa cara. Lo encuentran más cómodo, con chicas a quienes les importa un comino, que obedecen a todos sus sucios deseos, y además no son guapas; delgadas, pálidas, viejas. Sólo la idea del prostíbulo pone a Victoria fuera de sí. Vuelve a acostarse.
Irene, en el fondo, es cierto, concibe los vicios de su madre con cierta altura. No piensa realmente que sean vicios. Lo encuentra vulgar, simplemente. Y no muy inteligente. Sin embargo no niega la habilidad de su madre. La admira bastante por haber sabido arreglárselas con los campesinos, que son toscos y retorcidos, por haberse valido de todo, hasta del hecho de ser tortillera, para reinar en la casa y sobre todas las tierras a su alrededor. Sabe qué reputación mantiene el respeto en torno de la granja. Encuentra la jugada bien hecha, y defendería sin duda a su madre si a alguien se le ocurriese atacarla. Pero quererla, lo que se dice quererla, no la quiere nada. Si su madre, por ejemplo, cometiera la imprudencia de oponerse a sus placeres, no vacilaría ante nada contra ella. Por otra parte, según ciertos movimientos que sintió en sí misma, tuvo que reconocer las grandes probabilidades de la leyenda que le contaron con malicia, según la cual su madre habría hecho matar a su padre, o más bien lo habría matado ella misma. Eso hace que Victoria le sea a la vez bastante simpática y maravillosamente ajena. Además, Irene no es capaz de muchos sentimientos. Dice que esos matices son buenos para los hombres, pero que las mujeres no necesitan tantas argucias para engañar a quien se les resiste, las mujeres que encuentran siempre a alguien para realizar sus deseos naturales, a menos que sean unos petardos, no tienen más que gozar todo lo que puedan, sin buscarle tres pies al gato.
Y, de hecho, no se enreda en las sutilezas de sus amantes quienes por ser campesinos resultan a veces sentimentales y curiosos, creen en ciertas ocasiones en un progreso respecto al rústico amor que conocen. Es este un rasgo que comparte con su madre, en lo que esta tiene de viril. Irene se porta con los hombres como se portan los hombres con las chicas, abominablemente impacientes si estas hacen proyectos para el porvenir, cuentan su vida, se enternecen. Piensa sin grandes rodeos que el amor no difiere de su objeto, y que no hay nada que buscar en otras partes. Lo dice si es preciso de un modo francamente desagradable, directo. Sabe ser grosera y precisa. Teme tan poco a las palabras como a los hombres, y como ellos estas le producen a veces cierto placer. No las escatima en plena voluptuosidad. Salen de ella entonces sin esfuerzo, con toda violencia. Ah, qué basura puede llegar a ser. Se calienta, y su amante con ella, con un vocabulario ardiente e innoble. Se revuelca en las palabras como en su sudor. Cocea, delira. Qué más da, vale mucho el amor de Irene.
No lo ignora, y cuando el animal cansado que acaba de someter descansa, se yergue con su cuerpo saludable, sus largos pechos, en el abandono de su victoria, y habla con vanidad de sí misma. Oh, no mucho tiempo. Enseguida, si no se arroja sobre el hombre para extenuarlo una vez más, lo echa, no le gusta que se arrastre así a su lado, holgazán. Y sola de nuevo, realmente sola como siempre sintió que lo estaba en el mundo, se mira en un espejo enmarcado de cañas de bambú. Hermoso rostro en el que brilla el gusto por el placer, desdeñoso y ávido. Con esa nariz aguileña que le viene de su madre. Los ojos cercanos a la nariz, pero grandes, y oscuros, como de estatua. La frente muy alta, los cabellos espesos. La boca determina la voluntad. Y, sobre todo, un aire que no se puede definir, en el que se presiente el peligro sin que nada lo precise, la sensualidad conquistadora y una especie de vulgaridad que embriaga. Se gusta. Sus manos por supuesto no están cuidadas, y son demasiado fuertes para una chica. Pero eso también forma para ella parte de su belleza. Juega con sus manos mientras vuelve a peinarse, y su imagen es muy blanca entre los cabellos. Flota a su alrededor un gran perfume de morena, de morena feliz, en el que la idea del prójimo se disuelve.