¡Cuánto se desorienta una vida! Los años huyen y dejan al hombre, tras tantas peregrinaciones y tantas metamorfosis, absolutamente semejante a sí mismo con ocasión de una pequeña similitud moral de una circunstancia que hace que uno recuerde. ¿Es cierto que sólo se ama una vez en la vida? Conocí a quienes lo pensaban. Lo creí a veces. Ahora me opongo con violencia a esta concepción inhumana. El amor sigue sin embargo siendo muy importante para mí. Sigue siendo lo que más me gusta. Lo que doblega todo. Lo que hace abandonarlo todo en el mundo, y está muy bien así.

Hacía años que no había encontrado lo que para mí se reviste concretamente de una apariencia, ese espejismo del agua negra, Irene. La otra imagen, la viva, la que había intentado borrar con ella, ¿había realmente desaparecido? Es difícil creerlo, para alguien que siente con frecuencia el precio de la eternidad. Había desaparecido, había desaparecido. Estaba locamente enamorado de una mujer extraordinariamente bella. De una mujer en la que había creído como en la realidad de las piedras. De una mujer que había creído que me amaba. Yo era su perro. Es mi manera de hacer. Entonces ocurrió algo incomprensible, algo así como un pensamiento disimulado entre nosotros, y transcurrió el tiempo cruel de las vacaciones antes de que cayera en la cuenta de que algo insólito se producía en ciertas miradas. Era imposible que estuviésemos en el mismo lugar durante aquellos meses de verano. Mil razones. Me fui a una soledad en la que múltiples complicaciones de frontera, de redes ferroviarias, ponían entre ella y yo obstáculos apenas superables para la escritura. No hacían falta los obstáculos. Recibí dos cartas muy breves en tres meses. Dos cartas. Hay que sopesar esos sobres para comprenderme.

Me había refugiado en casa de unos amigos que mostraban por mí una inútil solicitud. El paso del cartero me dejaba cada día lívido hasta la noche. Superaba las veladas con dos o tres copitas. Ah, qué verano. Un verano de espera. Aquella a quien amaba, no, no me dejaré llevar a seguir hablando de ella. Vuelvo a ver con demasiada precisión un instante en un jardín público de París, ella tenía sobre las rodillas las resbaladizas hojas que yo le había escrito en aquella época, era primavera, detrás de un café, en sillas de hierro. Si quiere saber la idea que conservo de ella, que se alegre: me dejó la prodigiosa imagen de la agonía, ¡y se lo agradezco! Eso también ha terminado.

No había en aquel lugar meridional ninguna de las irrisorias posibilidades de C… El campo, y un torrente muy azul al que arrojé guijarros[13]. En un palomar que habían puesto a mi disposición, me entregué pues una vez más a mi droga. Escribía de la noche a la mañana. A veces evocaba fantasmas. Nuevos, antiguos. Un día me sorprendí pensando en Irene, y me vino de ella una idea social, una idea circunstancial.

Después de aquello, quizá desanimado, jamás volví a verla.