XVI
Cuando Pilatos hizo salir a Jesús de su palacio y le puso ante el pueblo, Judas estaba pegado a una columna; parecía mirar la espalda maciza de los soldados; alargaba el cuello con cólera y trataba de ver lo que pasaba entre dos cascos brillantes. Sintió muy claramente que todo había concluido. Bajo el sol, mucho más alto que las cabezas de la multitud, vio a Jesús, pálido y ensangrentado, en la cabeza una corona de espinas, cuyas puntas le penetraban en la frente. Estaba de pie, al borde de una eminencia pequeña; se le distinguía por completo, desde la cabeza serena hasta los pies pequeños y curtidos. Esperaba con tal calma, estaba tan radiante en su pureza y su inocencia, que sólo un ciego no lo viera, sólo un loco no lo hubiese comprendido. Y la multitud callaba; el silencio era tal, que Judas oía respirar al soldado que tenía delante; sus aspiraciones hacían rechinar la correa que llevaba a la espalda.
"¡Sí, todo ha concluido! Van a comprender —pensaba Judas—; y de pronto, algo raro, algo que se parecía a la sensación fulminante que se experimenta al caer una montaña infinitamente elevada, en un abismo abierto y azul, paralizó los latidos del corazón del Iscariote.
Los labios de Pilatos, con una mueca desdeñosa, dirigieron a la multitud palabras breves y secas, como se tira un hueso a un perro hambriento a fin de engañar su sed de sangre fresca, su hambre de carne viva y palpitante.
- Me habéis traído a este hombre diciendo que incitaba al pueblo a la rebelión, y he aquí que le he interrogado y no le he hallado culpable de nada de lo que le acusáis.
Judas cerró los ojos. Esperó. Y toda la muchedumbre se puso a clamar, a rugir; resonaron miles de voces bestiales: - ¡Que muera! ¡Crucifícale, crucifícale! Y como si quisiera hastiarse de una vez del infinito oprobio de su caída y su demencia, la multitud continuaba vociferando con sus miles de brutales voces: - ¡Danos a Barrabás! ¡Crucifica al Nazareno!… ¡Crucifícale! Pero Pilatos no había pronunciado aún la palabra decisiva; en su altanero rostro se dibujaban muecas de repugnancia y de ira. "¡Comprende! ¡Ha comprendido! Habla en voz baja a sus servidores; pero el rugido de la multitud cubre el eco de su voz". "¿Qué dice? ¿Les da orden de sacar sus espadas y atacar a aquellos insensatos?".
- Traedme agua. - ¿Agua? ¿Qué agua? ¿Para qué? Se lava las manos, ¿Por qué se lava sus manos blancas, limpias y resplandecientes de sortijas? Las levanta y con irritación contenida grita a la multitud congregada, que se calla y se asombra:
- Soy inocente de la sangre de este justo. Allá, vosotros. El agua gotea de sus dedos y cae sobre las losas; de pronto algo blando viene a ponerse a los pies de Pilatos; unos labios delgados y ardorosos le besan la mano, que procura sustraer; los labios se pegan a los dedos como tentáculos que chuparan la sangre, y, en vez de besar, parece que muerden. El gobernador mira lleno de repugnancia y espanto, y ve un cuerpo que se contorsiona, una cabeza desigual y dos ojos inmensos, extrañamente distintos; diríase que no es un ser que se le agarra a los pies y a las manos, sino una verdadera multitud. Pilatos oye:
- Tú eres sabio… Tú eres noble… Tú eres sabio… sabio… Y llamea una alegría tan satánica en la cara del Iscariote, que el otro, sobrecogido de terror, le rechaza con el pie. Judas cae hacia atrás; yace en las losas como un demonio derribado; tiende todavía la mano hacia Pilatos, que se aleja, y murmura con voz de amante apasionado:
- Tú eres sabio. Tú eres sabio. Tú eres noble. Luego se levanta ligeramente y se aleja entre las risas de los soldados. Porque no ha terminado todo aún. Cuando vean la cruz, cuando vean los clavos, comprenderán tal vez, y entonces… Sí, ¿y entonces?…
Judas ve pasar a Tomás, lívido y convulso; mueve la cabeza para tranquilizarle, y sigue a Jesús camino del suplicio. La marcha es penosa, los cantos ruedan bajo los pies del Iscariote, y nota de pronto que está cansado. No se preocupa más que de una cosa; de no hacerse daño; mira vagamente a uno y otro lado; entrevé a María de Magdala, que llora, y con ella a otras mujeres lacrimosas. Con el pelo en desorden, con los ojos encarnados, la boca entreabierta, se entregan a la infinita tristeza que la tierna alma femenina siente ante el crimen triunfante. Judas se anima de pronto, y aprovechando un momento favorable se acerca a Jesús:
- Estoy contigo —murmura precipitadamente. Los soldados le apartan con un palo; se agacha para no recibirlo, enseña los dientes, e inclinado hacia Cristo, añade muy de prisa: - Voy contigo… allí, allí, ¿comprendes? Enjuga la sangre que corre por el rostro de Jesús, y amenaza con el puño a un soldado, que se vuelve riendo para enseñárselo a los otros. Busca a Tomás, sin saber por qué; pero no le encuentra en la comitiva, ni a él, ni a ninguno de los apóstoles. El Iscariote vuelve a sentir cansancio; anda pesadamente, y evita con cuidado los guijarros puntiagudos que ruedan bajo sus pies.