VI

En Betania entraron en la casa de Lázaro para pasar allí la noche. Cuando todos estuvieron reunidos, acercóse Judas al grupo, suponiendo que se iba a hablar de su victoria de la mañana; pero los discípulos estaban más callados y pensativos que de costumbre. Las imágenes del camino recorrido —el sol, los peñascos, las praderas, el Señor descansando bajo la tienda improvisada— flotaban en sus mentes, suscitándoles dulces pensamientos y el deseo de marchar eternamente bajo el sol. Reposaban los cuerpos rendidos de cansancio, y nadie se acordaba ya de Judas.

Este salió y volvió. Jesús hablaba a sus discípulos, y a sus pies, inmóvil como una estatua, estaba sentada María, con la cabeza echada hacia atrás, contemplando el rostro del Maestro. Cerca de Jesús se hallaba también Juan, y sin que de ello se apercibiera el Nazareno, rozaba delicada y tiernamente con los dedos sus vestiduras, mientras que Pedro respiraba ruidosamente, acompañando con el ritmo de su aliento las palabras de Jesús. Judas se detuvo en el umbral, y sin hacer caso alguno de los demás, observó con mirada ardiente al Señor. A medida que le miraba, las cosas se oscurecían a su alrededor, se apagaban, llenábanse de misterio y de silencio; sólo Jesús permanecía luminoso y blanco con la mano alzada. Luego le pareció a Judas que también el Maestro se esfumaba, elevándose por los aires, semejante a la suave neblina que flota sobre los lagos, atravesada por la luz de la luna. Parecióle asimismo, que sus palabras, impregnadas de ternura, venían de muy lejos, quién sabe de dónde; y al contemplar aquella vacilante silueta, al escuchar la armoniosa melodía de sus palabras, Judas apretó los dientes y cerró la boca como si quisiera contener así su alma; y en las tinieblas que le bañaban púsose a imaginar una obra muy grande y gigantesca. Levantaba no se sabe qué masas semejantes a montañas y las amontonaba sin esfuerzo unas sobre otras; cogió otras más y las juntó a las primeras. Y aquello crecía sin ruido, se extendía como un campo del que han reculado indefinidamente los límites; entonces Judas sintió que su cabeza era como la cúpula de la obra misteriosa que se cimentaba en las insondables tinieblas. Y la mole colosal fue subiendo, subiendo cada vez más alto, mientras que de los divinos labios seguían emanando tiernas palabras, venidas de muy lejos.

Judas permaneció en el umbral, enorme y negro, cerrando el paso; hablaba Jesús acompañado del resuello de Simón Pedro. De repente calló el Maestro. Como si se despertase, Pedro exclamó con entusiasmo:

- ¡Señor, tú conoces la verdad de la vida eterna! Pero Jesús, con los ojos inmóviles, no contestó. Los que siguieron su mirada, vieron en el umbral de la puerta a Judas que entreabría la boca y arqueaba las cejas. Sin comprender de qué se trataba, echáronse a reír, y el sabio Mateo tocó en el hombro al Iscariote, recitándole las palabras de Salomón:

"Se tendrá misericordia con los humildes; pero el que se queda en las puertas cohíbe a los demás". Judas se estremeció, lanzando un débil grito de espanto. Hubiérase dicho que todo su cuerpo, los ojos, las manos y los pies, huían. Parecía en aquel instante un animal de improviso sorprendido por la presencia del hombre.

Se levantó Jesús y caminó derecho hacia Judas; llevaba una palabra en los labios, pero nada le dijo y franqueó el umbral, que el otro no entorpecía ya… A media noche Tomás, inquieto, se acercó al lecho de Judas, se agachó y le preguntó: - ¿Estas llorando, Judas? - No, Tomás, vete. - Entonces, ¿por qué gimes y rechinas los dientes? ¿Estás mal? Judas guardó silencio un instante; luego, una tras otra, escaparon de sus labios palabras rudas, llenas de dolor y de cólera. - ¿Por qué no me ama? ¿Por qué ama a los otros? ¿No soy yo acaso el mejor, el más hermoso y el más fuerte? ¿Quién, si no yo, le salvó la vida, mientras los otros huían como perros cobardes?

- No tienes razón, amigo; tú no eres hermoso, y tu lengua es tan pérfida como repulsivo tu rostro. Mientes; calumnias sin cesar. ¿Cómo quieres que te ame? Pero Judas parecía no oírle y continuaba moviéndose en las tinieblas: - ¿Por qué no está con Judas, sino con los que no le quieren? Juan le ofreció un lagarto; yo le hubiese llevado una serpiente venenosa. Pedro lanzó gruesas piedras; yo, para agradarle, hubiera removido una montaña. ¿Qué es, al fin y al cabo, una serpiente venenosa? Se le arrancan los dientes emponzoñados y se la arrolla uno al cuello como un collar. ¿Qué es, al fin y al cabo, una montaña? ¿No puede acaso vaciarse con las manos y hollarse con los pies? Algo mejor le hubiera yo dado: ¡le hubiera dado a Judas, el hermoso, el valiente Judas! Pero ahora perecerá, y Judas perecerá con El.

- ¡Qué cosas tan raras dices, amigo mío! - "Una higuera seca que es preciso derribar con el hacha". ¡He ahí lo que de mí ha dicho! ¿Por qué no me derriba? ¡Porque no se atreve, Tomás! Lo sé; tiene miedo a Judas, al guapo, al fuerte, al valiente Judas. Y prefiere a los demás, a los imbéciles, a los traidores y a los mentirosos. Tú también eres un mentiroso, Tomás. ¿Qué, no?

Tomás, maravillado, iba a contestarle; pero pensó que Judas le injuriaba como de costumbre y se limitó a mover significativamente la cabeza. Judas se indignó más todavía; rechinaba los dientes y se agitaba febrilmente bajo la manta.

- ¿Qué es lo que hace tanto daño a Judas? ¿Quién ha prendido fuego a su cuerpo? Supongamos que haya dado su hijo a los perros, su hija a los bandidos y su prometida a la prostitución. ¿Pero es que no tiene Judas un corazón sensible y tierno? ¡Déjame, Tomás; vete, imbécil! ¡El hermoso, el fuerte, el valeroso Judas quiere estar solo!