XIII

Levantábase ya la luna, cuando Jesús se dispuso a ir al huerto de los Olivos, en donde pasó sus postreras noches. Como se retrasara, sin que se supiese por qué, sus discípulos, que ya estaban preparados, le dieron prisa y entonces les dijo de pronto:

- Quien tenga una bolsa que la tome, quien tenga un saco que lo tome también, que el que no tenga espada venda su hábito y la compre… Porque os digo que tienen que cumplirse conmigo aquellas palabras: "Fue puesto en el número de los malhechores".

Los apóstoles, turbados y asustados, se miraron. Y Pedro contestó: - ¡Maestro, he aquí dos espadas! Cristo las examinó, bajó la cabeza y murmuró: - Bastan. En las angostas callejuelas el menor movimiento despertaba un eco sonoro y los discípulos tenían miedo de sus propios pasos. Se dibujaban sus sombras en las blancas paredes iluminadas por la luna y también tenían miedo de sus sombras.

Así cruzaron silenciosos la dormida Jerusalén. Habían franqueado ya las puertas de la ciudad y en un desfiladero estrecho, lleno de tinieblas inmóviles y misteriosas, divisaron el torrente del Cedrón. Ahora todo les asustaba: el suave murmullo del agua, deslizándose por las piedras, les parecía la voz de gentes desconocidas que se acercasen de puntillas; las sombras fantásticas de los peñascos y de los árboles que cerraban el camino llenábales de terror, y hasta el sosiego de la noche les espantaba, dándoles la sensación de que todo en él se movía.

Pero a medida que subían y se acercaban al jardín de Getsemaní, en donde tantas noches apacibles y silenciosas habían pasado, sentíanse más animosos. Volviendo de vez en cuando la cabeza hacia Jerusalén, toda blanca en la claridad lunar, hablaban entre sí del miedo que acababan de pasar; y los que iban a retaguardia oían, a intervalos, una voz que se destacaba clara: era Jesús prediciendo que todos le abandonarían.

Los apóstoles se detuvieron al llegar al huerto. Los más se dispusieron a dormir allí y, hablando y discurriendo a media voz, extendieron en tierra sus capas que los juegos de los rayos lunares ornaban de transparente encaje. Jesús, atormentado por la inquietud, llamó a sus cuatro discípulos predilectos y avanzó con ellos hasta el fondo del huerto. Allí hicieron alto y se sentaron en el suelo, todavía tibio del ardor del sol.

Mientras que el Maestro callaba, Pedro y Juan cambiaban con indolencia palabras, casi sin sentido y desprovistas de interés. Bostezando de cansancio, hablaban del fresco de la noche, de la carestía de la carne en Jerusalén, de la escasez del pescado. Echaban la cuenta de los peregrinos congregados en la ciudad para las fiestas. Pedro, arrastrando las palabras, bostezando con ruido, afirmaba que había veinte mil, mientras que Juan y su hermano Santiago sostenían que no pasaban de diez mil.

De pronto, Jesús se levantó: - Mi alma está llena de mortal angustia —dijo—. Quedaos aquí y velad. Y con paso rápido se alejó bajo el follaje y desapareció en la penumbra. - ¿A dónde va? —preguntó Juan incorporándose. Volvió Pedro la cabeza hacia Jesús y contestó con cansancio: - No sé. Tornó a bostezar, se tumbó en el suelo, y se calló. Los demás le imitaron, y el sueño profundo que engendra la sana fatiga invadió sus cuerpos. A través de un sueño penoso, Pedro entrevió vagamente una forma blanca que se inclinaba sobre él; se alzó una voz y murió sin dejar huellas en su conciencia oscurecida:

- ¿Duermes, Simón? Se durmió de nuevo, y otra vez una voz dulce rozó su oído, y se apagó sin dejar eco: - ¿No has podido velar una hora conmigo? - ¡Ah, Señor! ¡Si supieses el sueño que tengo! —pensó, despertándose a medias, y creyó haber pronunciado estas palabras en alta voz. Volvió a dormirse; le pareció que habían transcurrido horas cuando, de repente, la blanca silueta de Jesús se perfiló a su lado y una voz sonora y penetrante le hizo inmediatamente salir de su sueño, lo mismo que a los demás discípulos.

- ¿Dormís todavía y reposáis? Todo ha concluido. El Hijo del Hombre va a ser entregado a manos de los pecadores. Levantáronse azorados los discípulos y recogieron sus capas con gestos torpes; temblaban de frío. A lo lejos, detrás de unos árboles iluminados por la claridad fugitiva de unas antorchas, distinguíase un grupo de soldados y servidores del templo. Les precedían el rumor de pisadas, choques de armas y crujidos del ramaje.

Por el lado opuesto acudieron los discípulos temblorosos; estaban medio dormidos y asustados y, sin comprender aún de qué se trataba, preguntaban: - ¿Qué hay? ¿Qué quieren esas gentes? Tomás estaba pálido como un cadáver; su bigote enhiesto caía a un lado; sus dientes castañeaban furiosamente, y dijo a Pedro: - ¿Vienen a buscarnos a nosotros? Les rodearon los soldados, y la luz humeante y agitada de las antorchas parecía rechazar no se sabía dónde, fuera del huerto, la apacible irradiación de la luna. A la cabeza de los soldados iba Judas de Cariote. Caminaba con paso rápido y buscaba a Jesús con su mirada fulgurante y aguda. Le descubrió y, después de contemplar unos segundos la figura esbelta del Maestro, cuchicheó a los servidores del templo:

- Aquel a quien bese, El es. Apoderaos de su persona y lleváoslo; pero con precaución; con precaución, ¿lo oís? Acercándose luego rápidamente a Jesús, que le esperaba en silencio, sumió su mirada afilada y fría como un puñal en los ojos tranquilos y ensombrecidos del Nazareno.

- ¡Salud, Rabí! —dijo muy alto, dando un sentido extraño y amenazador a esta habitual fórmula de saludo. Pero Jesús guardó silencio. Los discípulos miraban horrorizados al traidor; no comprendían que pudiese haber tanta maldad en un alma humana. El Iscariote lanzó una rápida ojeada al desordenado grupo de aquéllos; vio su turbación que iba a trocarse en miedo; observó la palidez de las caras, las sonrisas estúpidas, los movimientos flojos de los brazos; observó todo esto y una angustia mortal, idéntica a la que Jesús acababa de experimentar, heló el corazón del traidor. Alargándose como un haz de cuerdas vibrantes y sollozantes, se precipitó el Iscariote a Jesús y besó tiernamente su mejilla fría. Y aquel beso fue tan tierno, tan suave, tan lleno de angustia y de amor doloroso, que si Jesús hubiera sido una grácil florecilla en equilibrio sobre su frágil tallo, tal contacto no le habría quebrantado y las gotas del rocío hubiesen permanecido en la urna de gasa de los pétalos.

- ¡Judas! —exclamó el Maestro, y su mirada luminosa como un relámpago alumbró el terrible montón de tinieblas que era el alma del Iscariote, pero sin sondear el fondo—. ¡Judas! Con un beso entregas al Hijo del Hombre?

Y vio que el monstruoso caos vacilaba y se movía. Judas de Cariote permaneció silencioso y austero como la muerte en su altiva y fría majestad, mientras que en lo más hondo de su ser todo gemía, tronaba, rugía, estallaba en millares de voces impetuosas e inflamadas:

- ¡Sí! ¡Con un beso de amor te entregamos! Con un beso de amor te entregamos al oprobio, a la tortura, a la muerte. Con la voz del amor llamamos a los verdugos, ocultos en sus sombrías guaridas, y levantamos la cruz para Ti.

Con la irresolución brutal de la fuerza armada, con la torpeza de los que ejecutan una consigna sin conocer el fin preciso de su acción, los soldados se apoderaban del Nazareno y lo arrastraban con ellos. Semejantes a corderos asustados, los discípulos se habían reunido en rebaño inerte; sin oponerse con la violencia a aquel golpe de fuerza, entorpecían a todo el mundo y se entorpecían a sí mismos; muy pocos se atrevieron a marchar y obrar por sí, sin aconsejarse de los otros. Entre apretones, Pedro forcejeaba para sacar la espada de la vaina; hubiérase dicho que había perdido todas sus fuerzas; con golpe torpe y mal asestado la dejó caer sobre la cabeza de uno de los servidores del templo. Pero no le hizo ningún daño. Jesús, que vio la escena, ordenó a Simón que tirase la espada inútil; ésta cayó al suelo, y se comprendía que había perdido tan por completo todo poder de herir o de matar, que a nadie se le ocurrió recogerla. La olvidaron y la pisaron; mucho tiempo después la encontraron unos niños en aquel mismo sitio y la cogieron para jugar.

Los soldados dispersaron a los discípulos, pero éstos, sin ver ni oír nada, se reunieron nuevamente alrededor del grupo cuyo centro era Jesús. Persistieron en esta actitud equívoca hasta que se apoderó de los soldados una ira despreciadora. Uno de ellos se dirigió, frunciendo el ceño, a Juan, que protestaba; otro, sacudiendo bruscamente el hombro, sobre el que se había posado la mano de Tomás, blandió un enorme puño ante los ojos francos y transparentes del Apóstol, que trataba de persuadirle no se sabe de qué. Y Juan huyó, y Tomás y Santiago huyeron, y todos los discípulos huyeron igualmente, abandonando a Cristo. Perdiendo sus capas, tropezando en los guijarros, cayendo, levantándose, corrieron a la montaña, acosados por el miedo; y en el silencio de la noche de luna, la tierra temblaba bajo sus pies fugitivos. Un desconocido, que acababa sin duda de tirarse de la cama, porque no le cubría más que una manta, se mezclaba con curiosidad entre la turba de soldados y servidores. Como quisieran detenerle y le echaran mano, dio un grito de espanto y huyó como los otros, dejando la manta en manos de los guerreros. Corrió así, completamente desnudo, dando saltos, y su cuerpo blanco tomaba, bajo la luz de la luna, actitudes estrambóticas.