XII

Transcurría el tiempo impasible. Los treinta dineros estaban escondidos bajo una piedra, y la hora de la traición se acercaba implacablemente. Ya Jesús había entrado en Jerusalén, montado en un asno, y el pueblo le había recibido con gritos de alegría, había tendido vestiduras en su camino, le había aclamado.

- ¡Hosanna! ¡Hosanna! ¡Bien venido el que llega en nombre de Dios! El entusiasmo fue tan grande, el amor que vibraba en estas aclamaciones fue tan sincero que Jesús lloró, y sus discípulos decían con orgullo: - ¿No es el Hijo de Dios el que está con nosotros? Y triunfantes, ellos también gritaban: - ¡Hosanna! ¡Hosanna! ¡Bien venido el que llega en nombre de Dios! Aquella noche se separaron muy tarde; cada cual comentaba de un modo la alegre y solemne acogida que Jerusalén había dispensado al Maestro. Pedro se agitaba como un loco; parecía poseído por el demonio de la alegría y del orgullo, y sus rugidos de león tapaban las voces de los demás; reía y sus risas llovían sobre las cabezas de los otros como gruesos cantos rodados. Abrazaba a Juan, abrazaba a Santiago, abrazaba hasta a Judas; confesaba francamente que había tenido miedo por Jesús, pero que ahora ya no temía porque había visto el amor que el pueblo profesaba al Maestro.

Judas estaba estupefacto. Giraba sin cesar el ojo vivo, y ora escuchaba, ora se sumía en sus reflexiones. Llevó a Tomás aparte, y clavándole en la pared con su mirada aguda, le preguntó con la voz ronca de perplejidad, de miedo y de vaga esperanza:

- Oye, Tomás, ¿y si El tuviese razón? ¿y si en realidad tuviese El roca firme bajo sus plantas y yo arena solamente sobre las mías? ¿Qué sucedería entonces? - ¿Qué quieres decir con eso? - Te pregunto: ¿Qué sería entonces de Judas de Cariote? Entonces para que la verdad triunfase me vería obligado a ahogarle yo mismo. ¿Quién engaña a Judas? ¿Vosotros o Judas mismo? ¿Quién engaña a Judas? ¿Quién?

- No te entiendo nada, Judas. ¡Es tan misterioso lo que estás diciendo! ¿Quién engaña a Judas? ¿Quién tiene razón? Y Judas, inclinando la cabeza, repitió como un eco: - ¿Quién engaña a Judas? ¿Quién tiene razón? Al día siguiente las mismas raras preguntas: - ¿Quién engaña a Judas? ¿Quién tiene razón? Y al decir esto levantaba la mano, doblando hacia atrás el dedo pulgar según su costumbre. Tomás escudriñaba la mirada de Judas y leía en ella las mismas enigmáticas preguntas. Pero su asombro fue mayor cuando oyó de repente en plena noche la voz sonora y como alegre de Judas que decía:

- ¡Entonces, Judas de Cariote ya no existirá! ¡Entonces tampoco Jesús existirá! Sólo quedará… ¡Tomás, estúpido Tomás! ¿No tienes tú nunca el deseo de asir la Tierra, levantarla en alta y arrojarla luego?

- ¡Qué cosas más extravagantes dices! Eso es imposible. - No; es posible —afirmó el otro con convicción—. Y el día menos pensado, cuando tú, necio Tomás, estés durmiendo, la levantaremos nosotros. No tengas miedo, Tomás; es una broma. Duerme. Es muy divertido verte dormir; tu nariz canta como una zampoña galilea.

Pero los creyentes, dispersos por el corazón de Jerusalén, se habían ocultado en sus casas, detrás de las paredes, y los rostros de los transeúntes se hacían enigmáticos. El júbilo y el entusiasmo se habían apagado. Ya vagos rumores de inseguridad surgían, flotaban, se insinuaban. Pedro, contristado, se ejercitaba en el manejo de la espada que Judas le había regalado. Y la cara del Maestro tomaba un aire cada vez más triste y cada vez más severo. Pasaba volando el tiempo, y el día de la traición se acercaba implacablemente. La hora de la última cena sonó; la atmósfera estaba cargada de tristeza y de vago terror. Ya se habían oído las palabras indecisas que Jesús pronunció sobre quién iba a traicionarlo.

- ¿Sabes tú quién lo venderá? —preguntó Tomás, volviendo hacia Judas sus ojos francos y claros, casi transparentes. - Sí que lo sé —contestó Judas resuelto y rudo—. Tú, Tomás, tú serás quién lo entregue. Pero ni El mismo cree lo que dice. Todavía es tiempo. ¿Por qué no llama Jesús a su lado al fuerte, al hermoso Judas?

* * * Ya no quedaban días, sino cortas horas, que corrían rápidas, veloces, implacables. Descendía la calma sobre la tierra; largas sombras se extendían por el suelo, primeras flechas agudas de la inminente noche en que debía librarse la gran batalla.

De repente se oyó una voz triste y ruda. - ¿Sabes a dónde voy, Señor? Voy a ponerte en manos de tus enemigos. Un profundo silencio pareció envolver la paz del anochecer y el misterio de las sombras fijas como lágrimas negras. - ¿No contestas, Señor? ¿Me ordenas partir? Por toda respuesta, se hizo el silencio más profundo todavía. - ¡Permite que me quede! ¿Acaso no puedes? ¿O es que no te atreves? ¿O es que no quieres?

Y seguía el silencio, un silencio vasto y profundo como la mirada de la eternidad. - Y, sin embargo, sabes que te amo. Tú lo sabes todo. ¿Por qué, pues, miras a Judas de ese modo? Grande es el misterio de tus hermosos ojos; pero ¿es menos profundo el mío? Dime que me quede. ¿Por qué te callas siempre, oh, Señor? Te he buscado en la angustia y el dolor. Te he buscado y te he hallado. ¡Sálvame! ¡Líbrame de mí mismo! Quítame de encima esta carga, más pesada que el plomo, más pesada que una montaña. ¿No oyes cómo cruje, bajo este peso, el pecho de Judas de Cariote?

Y se hizo un postrer silencio, profundo, como la suprema mirada de la eternidad. - Voy a entregarte. La paz del anochecer no se turbó con esta marcha, no gimió el viento entre el follaje, no sollozaron las fuentes, ni la tierra, fría crujió; tan débil y atenuado era el rumor de aquellos pasos que se alejaban. Desvaneciéronse y todo calló. Y el crepúsculo pareció sumirse en profundo sueño y las sombras se extendieron más. De repente, la tierra toda suspiró con el rumor desolado de las hojas agitadas; suspiró otra vez, y se inmovilizó en espera de la noche.

Otras voces sonaron, se entrechocaron; hubiérase dicho que acababa de abrirse un saco repleto de voces y que éstas, como piedras, caían sobre el suelo, una a una, dos a dos y, por último, a montones. Eran los discípulos que hablaban. Y la voz potente de Pedro cubría las palabras de los otros, yendo a chocar contra los árboles, contra las paredes, para caer de nuevo en tierra. Pedro juraba que nunca abandonaría al Maestro.

- Señor —decía con angustia—; Señor, dispuesto estoy a ir a la prisión contigo y hasta a sufrir la muerte a tu lado. Y la respuesta implacable llegó como un eco debilitado de los pasos que se alejaban: - En verdad te digo, Pedro, que antes de que el gallo cante esta noche me habrás negado tres veces.