V

Un día, Jesús y sus discípulos subían por un sendero escarpado y, como hiciera ya cinco horas que caminaban, el Maestro se quejó de cansancio. Detuviéronse los discípulos. Pedro y Juan extendieron sus capas en el suelo y, colgando otras entre dos gruesas ramas salientes, hiciéronle a Jesús una especie de tienda. Aposentóse el Señor en ella y, a cubierto de los ardores del sol, púsose a descansar, mientras que sus discípulos conversaban alegremente, cambiando frases jocosas e inocentes chascarrillos. Pero al ver que su charla molestaba al Maestro, apartáronse a cierta distancia y entregáronse a diversos ejercicios, insensibles como eran al calor y a la fatiga. Uno, púsose a cortar raíces comestibles, llevándolas luego a Jesús; otro, subióse a una altura para mejor otear los límites de la azulada lejanía. Juan descubrió entre las piedras un magnífico lagarto y, con grandes precauciones, lo llevó junto al Señor para que lo admirase. Clavó el lagarto su mirada enigmática en los ojos del Nazareno y, escurriendo luego su cuerpecito fresco por entre los dedos tibios de Juan, fue a esconder su colita inquieta en los abrojos.

Pedro, que no gustaba de los recreos pacíficos, se divertía junto a Felipe arrancando de la montaña gruesos pedruscos y echándolos a rodar por la pendiente. Alardeaban de sus respectivas fuerzas, estableciendo entre los dos una especie de pugilato. Atraídos por sus risotadas, fueron poco a poco acercándose los demás, y ahora uno, luego otro, fueron tomando parte en la diversión. No sin grandes esfuerzos arrancaban piedras enormes, las alzaban muy en alto con los brazos estirados y arrojábanlas enseguida. Caían los pedruscos; oíase un choque breve y sordo; había una pausa, como si reflexionasen un instante; luego daban un salto vacilante, y, a cada contacto con la tierra, cobraban más fuerza y más velocidad, tornándose más ligeros y destructores. Ya no botaban; volaban rasgando el aire, silbando, hasta que, llegados al borde del abismo, daban el último brinco, y se precipitaban en el fondo invisible.

- ¡Vamos con otro! —gritaba Simón. Sus dientes blancos relucían en medio de su barba negra; su pecho hercúleo y sus brazos estaban desnudos. Habríase dicho que las mismas piedras quedaban asombradas de aquella fuerza tremenda con que las cogía y las lanzaba y una tras otra marchaban al abismo dócilmente. Juan, cuya fuerza no era muy grande, lanzaba piedras menores. Y Jesús miraba con sonrisa benévola y dulce el juego de sus discípulos. - ¿Y tú, Judas, por qué no vienes a tirar piedras? —preguntóle su amigo Tomás, viéndole sentado a distancia, tras un peñasco.

- Me duele el pecho, y nadie me ha invitado. - Pues si es eso lo que esperas, yo te invito. ¡Ven, mira las piedras que lanza Simón Pedro! Judas le miró de reojo, y entonces fue cuando Tomás advirtió vagamente, por primera vez, que aquel hombre tenía dos caras. Pero antes de que hubiera tenido tiempo de verlo por completo, el otro, con su tono habitual, halagador e irónico al mismo tiempo, le decía ya:

- ¿Hay alguien más fuerte que Simón Pedro? Cuando grita, todos los asnos de Jerusalén creen que es su Mesías que llega y se ponen también a rebuznar. ¿No los has oído nunca, Tomás?

Mientras tanto, con sonrisa afable y cruzando con gesto púdico la vestidura sobre su pecho cubierto de pelos rojos y rizosos, Judas entró en el círculo de los jugadores. Como estaban todos de buen humor, acogiéronle con júbilo y alegre alboroto. El mismo Juan tuvo para él una sonrisa indulgente cuando Judas, suspirando y quejándose como un enfermo auténtico, se apoderó de una enorme piedra. La alzó en alto sin la menor fatiga y la arrojó con habilidad; su ojo ciego y arrugado, tras una vaga vacilación, se clavó en Pedro mientras que la otra pupila llenábase de astucia y satisfacción.

- ¡Tira otra! —dijo Pedro molesto. Los dos, alternativamente, cogieron y lanzaron piedras enormes, cautivando la atención de todos los discípulos. Pedro levantaba un guijarro recio y macizo; pero Judas elegía otro mayor; Pedro, mohino y furioso, lograba arrancar un fragmento de roca, alzábalo con visibles esfuerzos y lo enviaba a lo lejos. Judas continuaba sonriendo; buscaba con la vista un bloque más pesado todavía; lo aprisionaba con sus férreos y largos dedos, lo alzaba, vacilaba con él y lo tiraba, palideciendo, al principio. Una vez lanzada la piedra se echaba Pedro hacia atrás y la seguía con la mirada, mientras que Judas, por el contrario, se inclinaba hacia adelante y extendía los brazos, como si intentara seguirla. Para concluir, Pedro primero y Judas después, se dirigieron a un enorme bloque; ninguno de los dos consiguió levantarlo. Con el rostro encendido, Pedro se acercó resueltamente a Jesús y dijo con su voz tonante:

- ¡Señor, no quiero que Judas sea aquí el más fuerte! ¡Ayúdame a levantar esta piedra! Jesús le contestó en voz baja, y Pedro, encogiéndose de hombros, se fue malhumorado a reunirse con los demás. - Ha dicho: "¿Quién ayudaría al Iscariote?". Aún persistía Judas en querer mover el bloque, forcejeando, apretados los dientes y sudoroso el semblante. Entonces Pedro se echó a reír. - ¡Mirad a nuestro enfermo! —exclamó—¡Ved lo que hace nuestro pobre Judas! El mismo Judas se echó a reír ante aquella prueba evidente de su hipocresía y todos se llenaron de regocijo, hasta el grave Tomás, cuyos labios se entreabrieron un poco y cuyo bigote gris, cerdoso y colgante se movió ligeramente. Y así, riendo y charlando, pusiéronse de nuevo en camino. Pedro, ya reconciliado del todo con su vencedor, dábale de vez en cuando amistosos golpecitos en la espalda:

- ¡Que taimado eres! Todos felicitaban a Judas, reconociendo su fuerza y su destreza; pero Judas tampoco en esta ocasión se asoció a las alabanzas. Iba solo, delante, con una brizna de hierba entre los labios. Poco a poco los discípulos cesaron de reír, y uno tras otro colocáronse al lado de Jesús. Y ocurrió pronto que de nuevo formaron un grupo compacto alrededor de El, mientras que Judas el vencedor, Judas el fuerte, se quedaba solo, atrás, respirando el polvo que los otros levantaban.

En esto los viajeros se pararon; Jesús puso una mano en el hombro de Pedro, y con la otra señaló a lo lejos Jerusalén, que se vislumbraba ya entre brumas. Y las espaldas de Pedro, anchas y robustas, estremeciéronse bajo el peso de aquella mano fina y atezada.