IX

Precisamente por aquella época dio Judas el primer paso decisivo hacia la traición. A escondidas, sin ser visto de nadie, fue a casa de Anás, el sumo sacerdote.

Le recibieron muy fríamente; pero sin turbarse por tal acogida, pidió una audiencia, que concluyeron por concederle. Solo ya en presencia del sumo sacerdote, un anciano seco y adusto, que le miraba con desdén por bajo de sus párpados colgantes, le narró que él, Judas, era un piadoso israelita, que se había hecho discípulo del Nazareno con el solo y único fin de confundir al impostor y ponerlo en mano de las autoridades.

- ¿Quién es ese Nazareno? —preguntó Anás con desdén, haciendo como si oyera por la primera vez mentar su nombre. Fingió Judas que creía en la sorprendente ignorancia del sumo sacerdote, y con muchos detalles le habló de las predicaciones del Maestro, de sus milagros, del odio que el Nazareno sentía contra los fariseos y contra el templo, de sus constantes violaciones de la ley y, como remate, de las intenciones que abrigaba Jesús: arrancar el poder al sacerdocio y crear un nuevo reino. Supo Judas mezclar tan diestramente la verdad con la mentira, que Anás empezó a considerarle con mayor atención y le dijo con tono indolente:

- ¡Hay tantos impostores y tantos insensatos de esos en Judea! - ¡Pero no como El! ¡Es un hombre peligrosísimo! —contestó Judas con vehemencia—. Viola la ley. Y es preferible que un solo hombre perezca, a que sucumba todo el pueblo.

Anás asintió con un gesto. - ¿Parece que tiene muchos discípulos? - Muchos. - ¿Y le quieren? - Sí; por lo menos afirman todos que le quieren más que a sí mismos. - Entonces, si intentáramos apoderarnos de él, lo defenderían. ¿No provocarían una revuelta? Rió Judas maliciosamente. - ¡Oh, no! Son unos perros miedosos que se largan en cuanto uno se baja para asir una piedra. - ¿De veras? —preguntó con acento distraído el sumo sacerdote—. ¿Tan viles son? - No es que sean viles, al contrario, pero los buenos son, los que corren para escapar de los malos. Son hombres de buena índole, y por eso huirán y no volverán a aparecer hasta que haya que enterrar a Jesús. Ellos mismos le enterrarán; tú no tienes más que decretar su muerte.

- Pero, sin embargo, le aman ; tú mismo lo has dicho. - Los discípulos quieren siempre a su Maestro; pero más le aman muerto que vivo. Si vive, puede preguntarles la lección y castigarles si no la saben; mientras que muerto se convierten ellos en Maestros y entonces castigan a los demás. Anás clavó en el traidor una mirada penetrante y sus labios secos se contrajeron en una sonrisa malévola.

- Por lo que veo te han ofendido. - ¡Nada se te puede ocultar, sabio pontífice! Has leído en el corazón de Judas. Sí, han ofendido al pobre Judas; le han acusado de haber hurtado tres dineros. ¡Como si Judas no fuera el hombre más honrado de Israel!

Largo tiempo hablaron aún de Jesús, de sus discípulos, de su nefasta influencia en el pueblo. Pero Anás, prudente y astuto, nada prometía con seguridad. Hacía ya tiempo que vigilaba al Nazareno y a sus apóstoles, y la suerte de Jesús estaba ya decidida en los secretos conciliábulos celebrados en casa de Anás con sus partidarios. Mas el gran sacerdote no tenía confianza en Judas, a quien conocía de fama como embustero y un depravado. Por otra parte, no compartía su confianza en la cobardía de los discípulos y temía que el pueblo se alzase en defensa de Jesús. Anás estaba seguro de su poder, pero quería evitar toda efusión de sangre. Sabía que los habitantes de Jerusalén eran indóciles, prontos a la cólera; temía, en fin, la intervención brutal de las autoridades romanas. Las persecuciones no servirían sino para acrecentar el número de adeptos a la nueva secta, y la sangre derramada, para regar y fertilizar el terreno de la nueva doctrina. ¡Quién sabe si con el tiempo concluiría por ahogar al mismo sacerdote y sus fieles!

Cuando se presentó Judas en la casa de Anás por segunda vez, titubeó éste, y optó por no recibirle. Pero Judas insistió y volvió por tercera vez, por cuarta vez, porfiado y tenaz como el viento que día y noche golpea en la puerta cerrada y sopla por las rendijas.

Cuando por fin consintió el sumo sacerdote en recibirle, díjole Judas: - ¡Bien comprendo que tiene miedo de algo el sabio pontífice! - ¡Soy muy poderoso para tener miedo de nada! —contestó Anás con tono altivo. Dobló Judas el espinazo, extendiendo las manos. - ¡Veamos! ¿Qué quieres? - Quiero libraros del Nazareno. - No lo necesitamos. Se inclinó Judas otra vez y esperó un instante, la mirada fija con sumisión en su orgulloso interlocutor. - Vete. - Pero volveré, ¿verdad, noble señor? - No te dejarán entrar. ¡Vete! Otra y otra vez el Iscariote volvió a llamar a la puerta, y el viejo sacerdote consintió de nuevo en que llegara hasta él. Ya en su presencia, examinóle Anás atentamente y en silencio, con irónica mirada; hubiérase dicho que contaba los pelos del cráneo deforme del traidor. Permanecía éste igualmente silencioso, como si también contase los pelos de la perilla gris y rala del Sumo Sacerdote.

- ¿Otra vez tú? —gruñó con tono irritado y desdeñoso Anás. - Quiero entregaros al Nazareno. Callaron los dos y siguieron examinándose recíprocamente con la mayor atención. Pero mientras que Judas se mostraba tranquilo, al gran sacerdote se le veía agitado y descompuesto por la cólera interior, seca y fría, como la helada en amanecer de invierno.

- ¿Y cuánto quieres por Jesús? - ¿Cuánto me daríais? - ¡Todos sois unos bribones! —replicó Anás, con tono insultante, recalcando sus palabras con un placer cruel—. Treinta monedas de plata. He aquí lo que daremos. Y se rió al ver a Judas agitarse y moverse con rapidez en su sitio, como si tuviese una docena de piernas.

- ¡Por Jesús! ¡Treinta monedas de plata! —exclamó el traidor estupefacto—. ¿Por Jesús de Nazaret? ¿Quieren comprar a Jesús de Nazaret por treinta monedas de plata? ¿Y creen seriamente que se puede vender a Jesús por treinta monedas de plata?

El traidor se volvió vivamente y se echó a reír, tendiendo sus brazos hacia la superficie blanca y lisa de la pared. - Sí, treinta dineros -dijo secamente Anás-. ¡Treinta dineros! ¡Por Jesús de Nazaret! Con la misma alegría secreta, añadió afectando indiferencia: - Si no te acomoda, vete. Ya encontraremos otro que nos lo venda más barato. Y como traperos que en medio de una plaza llena de lodo se disputan un trapo viejo y gritan y se insultan, así se pusieron los dos a regatear con aspereza, airados, brutales. Ebrio de un raro entusiasmo, Judas daba vueltas, corría, chillaba, enumerando con los dedos los méritos de Aquél al que traicionaba.

- ¿Y su bondad? ¿Y su don de curar a los enfermos? ¿No es esto nada? ¡Contéstame francamente! ¿No vale nada? El gran sacerdote quería contestar, pero Judas no le dejaba decir palabra. Anás se irritaba; sus mejillas empezaban a colorearse. - ¿Y su juventud? ¿Y su belleza? Porque es hermoso como el narciso de Sarón, como el lirio del valle. ¿Tampoco eso vale nada? ¡Decid, decid! - Si sigues… Pero su voz caduca era arrebatada por los gritos de Judas cual pluma en el viento. - ¡Treinta dineros! ¡Pero si eso ni siquiera hace un óbolo por cada gota de sangre! ¡Si ni siquiera llega a medio óbolo por cada lágrima! ¡Ni un cuarto de óbolo por cada gemido! ¿Y los gritos que lanzará? ¿Y su agonía? ¿Y cuando su corazón deje de latir y sus ojos se cierren? ¿Nada vale eso?

Furioso, Judas avanzó hacia el gran sacerdote, al que pareció envolver en el torbellino de sus gestos y palabras. - ¡Sí, treinta dineros por todo! —pudo al fin decir Anás. - Y, sin embargo, ¡qué enorme ganancia obtendréis vos! Pero ¡ah! es que queréis explotar al pobre Judas, ¡robarle el pan de sus hijos! ¡No! ¡No lo consentiré! Iré a la plaza pública y gritaré con todas mis fuerzas: ¡Socorro! ¡Anás quiere robar al pobre Judas! ¡Socorro!

El gran sacerdote, aturdido, atolondrado, golpeaba furiosamente el suelo con la planta de su pie, calzado con flexible sandalia, y, agitando sus brazos, gritaba: - ¡Vete! ¡Vete! Pero de pronto Judas dobló el espinazo con sumisión, dejando caer sus brazos. - ¡Bueno, tanto peor! No hay que incomodarse con el pobre Judas, que quiere solamente el pan de sus hijos. También tú tienes hijos: unos apuestos y guapos mozos…

- ¡Vete! Otro nos servirá. - ¿Como? ¿Yo he dicho que no cediera? Ya sé que otro puede venir y entregar a Jesús por quince óbolos, por dos óbolos, por un óbolo… Y se inclinaba cada vez más. Obsequioso y vil, consentía al fin en aceptar la suma propuesta.

Con mano temblorosa y seca, Anás le dio el dinero. Luego se apartó sin decir palabra, mientras que Judas inspeccionaba las monedas, una tras otra, mordisqueándolas para ver si eran buenas. De vez en cuando lanzábale el sacerdote una mirada, en la que relumbraba su ira.

- ¡Se fabrica ahora tanta moneda falsa! —explicó Judas. - ¡Ese dinero lo han dado al templo manos piadosas! —replicó Anás, volviéndose y ofreciendo a los ojos de Judas su nuca calva y rosada. - ¿Saben por ventura las almas piadosas distinguir la moneda falsa de la buena? Sólo los bribones entienden de eso. Judas no se llevó a casa el dinero que acababa de recibir; salió de la ciudad y lo escondió bajo una piedra. Hecho esto volvió lentamente, con paso lento, como un animal que después de mortal combate arrástrase penosamente hasta su oscura madriguera.

Pero Judas no tenía madriguera; tenía una casa, y en aquella casa vivía también Jesús, Jesús cansado, enflaquecido, extenuado por su lucha incesante contra los fariseos, cuyas frentes blancas y lisas de hombres instruidos le cercaban a diario en el templo como una muralla.

Estaba Jesús sentado, con la mejilla apoyada en la pared, y parecía dormir profundamente. Por la ventana abierta llegaban los rumores confusos de la ciudad; afuera, Pedro martilleaba y componía una mesa, canturreando una canción de Galilea. Pero Jesús nada oía y continuaba durmiendo con apacible sueño.

El era al que habían comprado por treinta dineros. Judas avanzó sin ruido, con la tierna solicitud de una madre que teme despertar a su hijo enfermo, con el asombro de una fiera salida de su cubil y a la que una blanca florecilla encontrara de repente; tocó, rozó los sedosos cabellos del Maestro, y enseguida retiró la mano. Luego los volvió a tocar y salió de puntillas.

- ¡Señor! —murmuró—. ¡Señor! Y se fue a la letrina, en donde lloró largo rato, retorciéndose los brazos y arañándose el pecho. Acariciaba cabellos imaginarios y murmuraba palabras tiernas y risibles. Calló luego y quedó sumido en una dolorosa meditación. Con la cabeza gacha, tenía el aspecto de un desgraciado que teme oír los pasos de su enemigo. Y así permaneció largo tiempo, extraño a todo como el destino mismo.