II

Entonces llegó Judas. Se acercó en una actitud rastrera, doblando el espinazo, con la fea carota inclinada hacia adelante, medroso y circunspecto, tal cual lo describieron aquellos que le conocían. Era más bien enjuto y de alta estatura, casi como la de Jesús, el cual, no obstante, por la costumbre que había adquirido de meditar mientras andaba, tenía algo encorvadas las espaldas y parecía más bajo de lo que era en realidad.

Se observaba que a Judas no le faltaba la fuerza muscular y, sin embargo, no se sabe por qué afectaba siempre un aire de hombre endeble y enfermizo. Su voz igualmente se mudaba a voluntad, y ora resonaba cual si saliera de pecho esforzado y vigoroso, ora se tornaba acre y chillona, como la de una vieja arpía que reta a su marido. Los que le oían experimentaban el vago prurito de arrancar de sus oídos las palabras de Judas, zahirientes y desgarradoras como espinas.

Su pelo corto y bermejo, apenas le disimulaba el cráneo estrambótico, dividido desde de la nuca en cuatro partes, como por un doble sablazo. Dentro de un cráneo semejante —decían las gentes— no puede haber ni armonía ni paz; dentro de un cráneo semejante, debe retumbar incesante el fragor de feroces y sangrientas batallas.

También era su cara irregular: una de sus mitades tenía un ojo negro y penetrante, y vivía, se agitaba sin cesar, se fruncía en mil diminutas arrugas; la otra sin un pliegue, lisa e inmóvil, parecía muerta, y, siendo como era de idéntico tamaño, el ojo ciego que se arqueaba desmesurado bajo el párpado la hacía parecer enorme. Cubierto de una catarata blancuzca, aquel ojo no se cerraba nunca; de día, de noche, siempre estaba igual, insensible como era a la luz y a las tinieblas. Pero quizás porque junto a él estaba el otro, vivo y malicioso, nadie lo tomaba por muerto.

Cuando, en un acceso de emoción o de humildad, entornaba el ojo sano e inclinaba la cabeza, el ojo ciego iba siguiendo los movimientos de la cara y miraba silencioso. En aquellos momentos, hasta las gentes de más menguados alcances comprendían bien que nada bueno cabía esperar de un hombre como aquel.

Y, no obstante, le llamó Jesús a su lado, y le dio un lugar entre sus escogidos. Aquel día, Juan, el discípulo predilecto de Jesús, tuvo un gesto de disgusto; los otros discípulos, que amaban al Maestro, se ensombrecieron también; pero Judas de nadie hizo caso: se sentó, balanceando la cabezota, y se puso a dolerse de su suerte. Según él, sufría mucho de noche acosado por la enfermedad; le faltaba el aliento cuando trepaba por una colina, y, si se asomaba al borde de una sima, le costaba gran trabajo no ceder al estúpido deseo de tirarse al fondo del abismo.

Inventaba descaradamente una porción de historias de este género, se frotaba el pecho con su manaza y, en medio del general silencio, se esforzaba en toser para persuadir a todos de que su dolencia era real. Y, silenciosos, con la mirada en el suelo, le escuchaban los otros.

De pronto, sin mirar al Maestro, Juan pregunto en voz baja a su amigo Simón Pedro: - ¿No te cansan tantas mentiras? Yo no puedo aguantar más, y me voy. Pedro puso los ojos en Jesús. Su mirada se cruzó con la del Maestro. - ¡Aguarda! — dijo, levantándose, a su amigo. Pero, como mirara otra vez a Jesús, se acercó a Judas con la rapidez del guijarro desprendido de la montaña y le dijo, solícito y cariñoso: - ¡Hete aquí con nosotros, Judas! Y, diciendo esto, dio un golpecito amistoso en la espalda al recién llegado. Luego, sin mirar al Maestro, cuyos ojos, sin embargo, sentía puestos en él, añadió resueltamente con una voz clara y segura, que descartaba toda réplica.

- No importa que tu aspecto sea desagradable y antipático; a veces se prenden en las redes de los pescadores peces de asqueroso aspecto y, sin embargo, son los más sabrosos… No es a nosotros, pobres pescadores de nuestro Señor, a quienes toca rechazar el pez capturado por que sea repugnante a la vista y esté erizado de espinas. Una vez, en Tiro, vi un enorme pulpo que acababan de pescar, y me asusté tanto, que estuve a punto de echar a correr. Pero los pescadores se burlaron de mí y me hicieron comer de aquel monstruo. Tan excelente me supo, que pedí más. ¿Te acuerdas, Maestro? El relato de aquel suceso te hizo sonreír. Tú, Judas, te asemejas a un pulpo… pero tan solo en parte.

Y Pedro, regocijado con su gracia, soltó una sonora carcajada. Cuando Pedro hablaba, su voz tenía una vibración metálica, cual si remachara con un martillo sus palabras sobre un yunque; y cuando caminaba, cuando trabajaba, todo era movimiento y estruendo a su alrededor; el enlosado sonaba bajo sus pasos, las puertas rechinaban y crujían, y hasta el aire parecía estremecerse temerosamente. En las montañas, su voz despertaba sonoridades brutales, y por la mañana, cuando bajaban hacia el lago, esa voz corría rodando sobre las aguas soñolientas y centellantes, como una pelota en el piso, haciendo sonreír a los primeros rayos tímidos de la aurora. Se habría dicho que la Naturaleza amaba con predilección a Pedro a causa de su voz. Al alba, cuando los semblantes de sus compañeros permanecían sumidos aun en la penumbra y como envueltos todavía en el velo de la noche, él, con su cabeza grande y su pecho ancho y desnudo, resplandecía ya de luz.

Las palabras que Pedro había dirigido a Judas y que el Maestro visiblemente aprobara, desvanecieron el malestar que pesaba sobre los asistentes; pero los que habían tenido ocasión de estar en la mar y, como él habían visto pulpos, quedaron con el ánimo embargado por la semejanza que Pedro indicó entre los monstruos marinos y el nuevo discípulo. Les venían a la memoria aquellos ojazos enormes, aquellos tentáculos rapaces, aquella fingida calma que ponía el monstruo al lanzarse sobre su presa y envolverla, estrujarla, aplastarla y engullirla, sin que nada perturbase la espantosa inmovilidad de sus ojos.

Esta semejanza les sugería los más sombríos pensamientos. Pero el Maestro callaba y sonreía, observando con mirada irónica y benévola a Pedro, que con gran vehemencia continuaba su charla. Entonces, ligeramente cohibidos, fueron los discípulos unos tras otro acercándose a Judas; le hablaron cual amigos; y luego, perplejos, se apartaron de su lado.

Juan, hijo de Zebedeo, callaba huraño, lo mismo que Tomás, que tampoco se decidía a hablar, absorto en sus reflexiones sobre lo que acababa de suceder. Observaba con atención a Judas sentado junto al Maestro, y aquel extraño grupo de la belleza divina y de la fealdad monstruosa, del hombre de suavísima mirada y del pulpo de ojos fijos y rapaces, torturaba su mente como un enigma insoluble. Arrugaba la anchurosa frente, fruncía el ceño, entornaba los ojos para observar mejor, y una visión fantástica se apoderaba de su espíritu: le parecía que Judas tenía en realidad unos tentáculos que se movían sin cesar. Pero pronto volvió en sí, y se puso a observar fríamente al recién llegado.

Este cada vez se sentía más a sus anchas; sus brazos encogidos se alargaban, distendía los músculos de su mandíbula y erguía su cabeza disforme. Poco a poco, como si saliera de un hoyo, los discípulos vieron iluminarse su cráneo, luego sus ojos y por último su cara toda.

Pedro se había ido, se ignoraba a dónde; el Maestro continuaba sentado con la cabeza apoyada en la palma de la mano, pensativo, balanceando suavemente su pie curtido por el sol. Conversaban los discípulos entre sí; sólo Tomás, impasible y mudo, fija en Judas la mirada, le observaba con atenta gravedad, semejante a un sastre concienzudo que tomara las medidas a un parroquiano. Judas sonrió, y Tomás, sin contestar a esta sonrisa, continuó su examen. Algo desagradable inquietaba entretanto a la mejilla izquierda del judío; se volvió; era Juan que desde un rincón le dirigía los rayos límpidos y fríos de sus pupilas; Juan, el bello discípulo inmaculado, de conciencia virginal y blanca como la nieve de la sierra.

Judas se acercó a él con paso temeroso de perro apaleado. - ¿Por qué estás callado, Juan? —le preguntó—. Tus palabras se asemejan a frutos de oro servidos en vasijas de plata; dale uno a Judas, que es tan pobre. Juan no contestó, y Judas andando con paso lento, desapareció en el vacío de la puerta, abierta de par en par. Era plenilunio y casi todos los discípulos paseaban; Jesús había salido también, y Judas, desde el angosto cobertizo en que se había arreglado un lecho, podía ver a los discípulos ir y venir. A la luz de la luna, sus blancas siluetas parecían tenues y ligeras, deslizándose seguidas por sus sombras opacas. A veces se desvanecían en la oscuridad y entonces se oía una voz: la del Maestro; pero, vueltos a la luz, reinaba de nuevo el silencio, y todo, todo quedaba mudo: las blancas siluetas, las paredes indecisas, las negras sombras, la noche, a un tiempo oscura y transparente.

Ya dormía casi todo el mundo, cuando Judas oyó la voz contenida del Maestro; y todo se calló en la casa y en los alrededores. Cantó un gallo; un asno rebuznó estrepitosamente, como si el día fuese ya a despuntar, y enmudeció a desgana. Judas continuaba velando, vigilando, aguzando el oído. La luna iluminaba la mitad de su cara, reflejándose de un modo singular en su ojo inmóvil, como en un lago cubierto de hielo.

De pronto, acordándose del papel que le tocaba representar, se esforzó en toser, y se rascó con la manaza el anchuroso pecho velludo; podía ocurrir que alguien estuviera allí, tras de él, al acecho de sus secretos pensamientos.