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Durante los últimos días de su corta vida, el infortunado Jesús recibió de Judas constantes pruebas de un afecto delicado, de una dulce ternura, de un amor silencioso. Púdico y tímido como una joven que ama por primera vez, y cuya sensibilidad es exquisita, adivinaba los más ínfimos deseos de Jesús, penetraba en lo más profundo de los sentimientos íntimos del Maestro, de sus accesos de tristeza, de sus desfallecimientos, de su fatiga abrumadora.
Doquier posara el Señor su planta, hallaba un suelo blando; doquier dirigiera su mirada, encontraba regalo para sus ojos. Antes, no sentía Judas afecto alguno por María de Magdala ni por las otras mujeres que rodeaban a Jesús. Procurábales continuamente innumerables sinsabores y las perseguía con sus burlas groseras e impertinentes. Ahora se había hecho amigo de ellas, su aliado divertido y fiel. Lleno de interés, hablaba con ellas de las conmovedoras costumbres del Maestro, haciéndoles incesantemente mil preguntas. Con un aire de misterio, les daba dinero, para que compraran ámbar y mirra de mucho precio, el perfume que tanto gustaba a Jesús, y con el que le ungían los pies.
Regateando encarnizadamente compraba vino muy caro que destinaba al Maestro, y cuando veía que Pedro, con la indiferencia de un hombre para quien sólo la cantidad tiene valor, lo bebía sin miramiento, se encolerizaba con él. En la Jerusalén pedregosa, donde casi no existían árboles ni flores, Judas buscaba, no se sabía con qué trazas, florecillas primaverales, finas gramíneas que hacía llegar a Jesús por mediación de las mujeres. Por primera vez en su vida, tomaba en brazos a los chiquillos que encontraba en el patio o en la calle, besábalos de mala gana para que no llorasen, y los llevaba a Jesús. Sucedía a veces que un niño de nariz sucia y rizos negros trepaba a las rodillas del Maestro pensativo, pidiéndole besos y caricias. Entonces, mientras que los dos permanecían juntos, Judas, un poco aparte, paseaba con el aire de un carcelero adusto que en primavera hubiera dejado entrar una mariposa en la celda de un preso, y fingía gruñir y refunfuñar contra el intruso.
De noche, cuando con las sombras venía la inquietud a montar la guardia bajo las ventanas, Judas hacía que recayese la conversación sobre Galilea con sus ríos apacibles y sus verdes praderas, que no conocía, pero que era grata al corazón de Jesús. Y avivaba al pesado Simón Pedro hasta despertar en él recuerdos adormecidos y hacer que evocase los cuadros familiares y pintorescos de la dulce vida galilea.
Jesús escuchaba los dichos alegres, impetuosos y sonoros de Pedro con apasionada atención, entreabierta la boca, como un niño. Sus ojos reían de antemano, y a veces su hilaridad era tanta que el narrador tenía que pararse un instante. Y Juan hablaba todavía mejor que Pedro; no decía nada divertido ni inesperado; pero en él era todo tan sugestivo, tan extraordinario y tan maravilloso, que asomaban lágrimas a los ojos de Jesús. Judas daba entonces con el codo a María de Magdala, murmurando con entusiasmo:
- ¡Qué bien sabe narrar! ¿Le oyes? - Le oigo, sí. - ¡Oye mejor! Ustedes, las mujeres, no saben escuchar. Luego todo el mundo se iba a dormir. Jesús besaba a Juan con tierno agradecimiento y ponía afectuosamente la mano en el hombro de Simón Pedro. Judas asistía a aquellas escenas sin sentir celos; estaba lleno de un indulgente desdén. Ninguna importancia tenían aquellas historias, aquellos besos y aquellos suspiros en comparación de lo que sabía él, Judas de Cariote, el horrible Judas de pelo rojo, crecido como una mala hierba entre piedras.