III
Poco a. poco, fueron todos habituándose a Judas, y ya ni siquiera notaban su fealdad. Jesús le había confiado el cofrecillo del dinero, y con ello le quedaban atribuidos los menesteres de la comunidad. Compraba los alimentos y las vestiduras que hacían falta, distribuía las limosnas y, en viaje, se cuidaba de buscar albergue para pernoctar. Tan esmeradamente cumplía su cometido, tanto celo y tanta habilidad mostraba en sus funciones, que no tardó en granjearse la benevolencia de sus compañeros.
Judas mentía en toda ocasión, pero no hacían de ello ningún caso, porque sus embustes no ocultaban actos reprochables; daban, por el contrario, como cierto relieve a sus historias y a su conversación, y esto quitaba a la vida que llevaban los discípulos gran parte de su monotonía.
A juzgar por los dichos de Judas, conocía al mundo entero y todos aquellos que traía a colación habían cometido en su vida una mala acción, o hasta un crimen. Según él, no había gentes honradas, sino hombres que sabían ocultar mañosamente sus actos e intenciones; pero si se los adulaba, se los halagaba o se usaba de astucia, la mentira, la villanía y la abominación emanaban de ellos como el pus de una llaga. Concedía de buen grado que a veces mentía él, pero juraba y perjuraba que los otros mentían más, y que, si había en el mundo alguien al que hubiesen engañado, era él, Judas.
A veces —decía— había logrado arrancar la confesión de proyectos criminales a gentes tenidas en gran estima. Así, el guardián de los caudales de un gran hacendado, le hizo un día la confidencia de que llevaba ya diez años con el deseo loco de robar a su señor; pero no se atrevía a ello por temor de su conciencia y de su amo. Judas dio crédito a las palabras del guardián, y éste pronto le engañó, robando, en efecto, el caudal que le confiaran. Entonces Judas quedó persuadido de que el hurto estaba consumado, pero también esta vez fue engañada su buena fe; el guardián había devuelto a su señor todo el dinero robado.
Según Judas, todo el mundo le engañaba, incluso los animales. Cuando se aventuraba a acariciar un perro, éste le mordía la mano y, por el contrario, cuando le daba con un palo, el animal le lamía los pies y le miraba con sumisión. Habiendo matado un día uno de estos animales, lo enterró en hoyo profundo, sobre el que colocó luego una roca, y - ¡cosa estupenda! - el perro saltó de la fosa, corriendo alegremente en busca de sus prójimos.
Reían todos al oír a Judas; él también se sonreía, guiñando el ojo sano, y no tardaba en reconocer, con la misma sonrisa de agrado, que había mentido un poco. No, no había matado al perro, pero podía darse por seguro que, si lo encontraba de nuevo en su camino, lo mataría, porque no quería ser engañado. Y estas palabras excitaban más aún la hilaridad de sus compañeros.
Les contaba a veces cosas fantásticas, inverosímiles, atribuyendo a los hombres sentimientos que ni los mismos animales tienen, acusándoles de crímenes imposibles, de monstruosidades inexistentes. Y, como un día mentase el nombre de un personaje muy respetable, sus oyentes, sublevados por la calumnia, le preguntaron bromeando:
- ¿Y tus padres, Judas, eran buenas personas? Judas se sonrió, meneando la cabeza. - De mis padres habláis… ¿Y quién fue mi padre? Quizá el hombre que me apaleaba, quizá el diablo, o un macho cabrío, o un gallo. ¿Por ventura puede conocer Judas a todos los que compartieron el lecho de su madre? Judas tiene muchos padres… ¿De cuál de ellos habláis?
Un gran murmullo acogió estas sacrílegas palabras, porque todos veneraban a sus padres. Mateo, que conocía muy bien las Santas Escrituras, citó con voz severa las palabras de Salomón:
- "Si alguien maldice de su padre y de su madre, su lámpara se apagará en las tinieblas". Luego, Juan, hijo de Zebedeo, preguntó con altivez:
- ¿Y de nosotros? ¿Qué es lo que tienes que decir malo de nosotros, Judas de Cariote? Judas simuló gran terror, lanzando lastimeros gemidos, cual mendigo que en vano pide limosna a un transeúnte. - ¡Ah! ¿Por qué tentar a Judas? ¿Por qué burlarse de Judas? ¿Por qué engañar a Judas, tan crédulo? Y mientras que una mitad de su cara se contraía en mil grotescas muecas, la otra mitad permanecía grave, severa, y su ojo muerto se clavaba en el vacío. Simón Pedro era el que más se regocijaba con las patrañas de Judas; pero un día se puso taciturno y pensativo y, tirando a Judas por la manga, le llevó aparte. - ¿Y Jesús? ¿Qué piensas tú de Jesús? —le preguntó, inclinándose a su oído—. ¡Pero nada de bromas, te lo ruego! Judas le miró, lleno de cólera: - Y tú, ¿qué es lo que piensas de El? Asustado y gozoso, Pedro murmuró: - Yo creo que es el Hijo de Dios. - ¿Por qué, pues, me vienes con preguntas? ¿Qué puede contestarte el hijo de un macho cabrío? - Quiero saber si le amas, porque, según parece, tú no amas a nadie, Judas. Con la misma cólera extraña, el Iscariote pronunció en tono breve y cortante: - ¡Le amo! Durante los dos días que siguieron a aquella conversación, Pedro llamó a Judas: "mi amigo pulpo", y éste, con manifiesto malhumor, procuraba ocultarse de él, metiéndose en un rincón, en el que permanecía largos ratos cabizbajo y sombrío.
La única persona que escuchaba a Judas con verdadera seriedad era Tomás. No entendía éste de bromas, patrañas y mentiras, y a cada palabra que oía le buscaba un sentido claro y categórico, interrumpiendo a menudo los malignos relatos de Judas con sus meticulosos reparos: - Habría que probar lo que dices a propósito de ese hombre. ¿Lo has oído tú mismo? ¿Quién estaba allí contigo?
Se enfurecía Judas; chillaba que todo lo había visto con sus propios ojos y oído con sus propios oídos. Pero Tomás continuaba obstinadamente dirigiéndole pregunta tras pregunta, hasta que le obligaba a confesar su embuste. A veces, para eludir el interrogatorio, pasaba a otra historia más verosímil, sobre la que luego Tomás meditaba en silencio, y si encontraba en ella algún punto flaco, reanudaba con voz calma su requisitoria, acabando por hacerle declarar que había otra vez mentido. Judas excitaba la curiosidad de Tomás, y ello creaba entre los dos hombres una especie de amistad, llena de gritos, de invectivas y de risotadas, de una parte; de preguntas tranquilas y continuas, de la otra. A veces, Judas sentía una insoportable aversión hacia su caro amigo, y atravesándole con la mirada, le decía:
- ¿Qué más quieres? ¿No te lo he dicho todo? - ¡Quiero que me demuestres de qué modo un macho cabrío ha podido ser tu padre! —contestaba Tomás impasible y obstinado. Judas oponía el silencio a demandas de este género, y clavaba una mirada de asombro en el cuerpo rígido, los ojos francos y claros, la frente ceñuda y la barba hirsuta de su amigo.
- ¡Qué tonto eres! —decía—. Quisiera saber qué es lo que ves tú en sueños, si un árbol, una pared o un asno. Tomás no replicaba; pero por la noche, cuando Judas, que se acostaba junto a él, bajo el cobertizo, cerraba para dormir su ojo vivo, exclamaba en alta voz: - Te engañas, Judas; tengo malísimos sueños. ¿Tendrá el hombre que responder también de sus sueños? ¿Qué piensas tú? - ¿Los ve acaso otro que no sea el que sueña? Tomás suspiraba calmo y se ponía a reflexionar. Judas sonreía con desprecio, entornaba el ojo socarrón y se entregaba al descanso; descanso poblado de pesadillas monstruosas, de quimeras insensatas, de visiones espantosas, que bullían y se atropellaban bajo su cráneo abollado.