IV
Durante las peregrinaciones de Jesús y sus discípulos a través de Judea, cuando los viajeros se acercaban a algún poblado, Judas se anticipaba a prevenirles contra sus moradores, hablando de ellos muy malamente y prediciendo que iban a ser recibidos con hostilidad. Pero casi siempre ocurría que los habitantes acogían con gozo a Jesús y a sus discípulos, los rodeaban de afección y de amor y adoptaban con entusiasmo sus enseñanzas. El cofrecillo donde Judas guardaba los dineros se iba haciendo tan pesado, que a duras penas podían ya llevarlo. Se burlaban entonces todos de sus recelos, y él respondía, gesticulando con aire sumiso:
- ¡Sí, sí! Judas creía que eran malos y son buenos. Se han convencido pronto y nos han dado dinero. Han engañado, pues, al pobre Judas, al crédulo Judas de Cariote.
Pero un día, cuando se hallaban ya muy lejos de un pueblo, donde fueron muy bien recibidos, se entabló entre Tomás y Judas una violentísima disputa, y para ventilarla regresaron ambos al lugar. Al día siguiente alcanzaron a Jesús y a los otros discípulos. Tomás venía triste y perplejo, mientras que Judas se mostraba orgulloso, cual si esperase que todos le colmaran de felicitaciones y agasajos. Cuando se acercó a Jesús, Tomás declaró resueltamente:
- ¡Señor, Judas tenía razón! Las gentes del lugar de donde venimos son estúpidas y malvadas. La simiente de tus palabras ha caído en terreno pedregoso.
Y se puso a narrar lo qué había acaecido en el pueblo. En cuanto se marcharon Jesús y los discípulos, una vieja empezó a gritar que le habían robado un cabrito blanco y acusaba del robo al Nazareno y a sus acompañantes. Al principio la contradijeron; pero ella se obstinaba en que nadie más que Jesús podía ser el culpable y, le al creerle muchas gentes, querían salir en persecución de los ladrones. Aunque al poco rato apareciera el cabrito, que se había perdido entre las zarzas, decidieron, no obstante, que Jesús era un impostor y quizá también un ladrón.
- ¡Miserables! —murmuró Pedro—. ¿Queréis, Señor, que corra allá y…? Pero Jesús, que durante aquel relato no había desplegado los labios, le lanzó una severa mirada, y Pedro, sin terminar su frase, se retiró, yendo a esconderse entre los otros.
Nadie habló ya más de aquel suceso, como si en realidad nada hubiese pasado. Se habría dicho que Judas no tenía razón. En vano procuraba dar una expresión ingenua y modesta a su semblante monstruoso, en el que se destacaba su nariz corva y rapaz; nadie le hacía el menor caso y, si alguien de vez en cuando le miraba, lo hacía con visible animosidad y desdén.
A partir de aquel día, la actitud de Jesús para con Judas cambió de un modo singular. Hasta entonces el Maestro había hablado contadísimas veces con Judas, el cual, jamás se había dirigido a él directamente. Se limitaba Jesús a mirarle de vez en cuando con ojos cariñosos, sonriendo a alguna de sus bromas, y, cuando tardaba demasiado en verle, preguntaba por él: —¿Dónde está Judas?
Ahora parecía no hacerle caso, aunque le siguiese buscando con la mirada cada vez que hablaba al pueblo o prodigaba sus enseñanzas a los discípulos. En muchas ocasiones Jesús o volvía a Judas la espalda y lanzaba sus palabras por encima del hombro de éste, o bien simulaba no advertir siquiera su presencia. Pero siempre parecía que las frases del Maestro iban contra el Iscariote, y lo parecía aun en las ocasiones en que éste se hallaba de perfecto acuerdo con ellas.
Para todos, Jesús era como una flor suave y bella, como una fragante rosa del Líbano; en cambio para Judas sólo era espinas, como si Judas no tuviese corazón, como si estuviera desprovisto de ojos y de oídos, como si fuera diferente de sus compañeros, incapaz de apreciar el esplendor de los pétalos frágiles e inmaculados.
Una vez le preguntó Judas a su amigo Tomás: - ¿Te agrada la rosa amarilla del Líbano de rostro atezado y ojos como los de las gacelas? - Sí, me agrada su perfume —contestó el otro con indiferencia—. Pero jamás oí decir que las rosas tuvieran rostros atezados y ojos de gacela. - ¿De veras? Y acaso no sepas tampoco que el cactus que desgarró ayer tus vestidos nuevos tiene una sola flor roja y un ojo único. Tomás no lo sabía, aunque, en efecto, días antes un cactus le había desgarrado sus vestiduras. El cándido Tomás nada sabía, a pesar de su insaciable curiosidad y de sus sempiternas preguntas. Tenían sus ojos un mirar franco y sincero, y sus pupilas eran tan diáfanas, que todo a través de ellas era visible, como a través de un cristal fenicio.
Algún tiempo más tarde, acaeció un hecho en el que Judas tuvo de nuevo razón. Fue en el pueblo de Judea, al que decidieron ir, a pesar de sus consejos y advertencias. El vecindario acogió a Jesús y a los apóstoles con muestras de desagrado y, al acabar la plática, en la que el Señor fustigó y censuró a los hipócritas, la multitud se enfureció y quiso lapidar al Maestro y a sus discípulos.
Aquellos energúmenos eran legión y, a no ser por la intervención de Judas, hubieran llevado a cabo su criminal proyecto. Sobrecogido de loco terror, cual si ya viera la sangre en la túnica inmaculada de Cristo, se abalanzó Judas sobre la muchedumbre y amenazó, gritó, suplicó y mintió para dar tiempo a Jesús y a sus discípulos de ponerse a salvo. Se hubiera dicho que tenía diez pies; grotesco y espantable en sus súplicas y en sus imprecaciones, se agitaba como un poseído ante la multitud, a la que paralizaba con ayuda de una fuerza extraña y desconocida. Les decía con voz estentórea que Jesús no era en modo alguno una hechura de Satanás, sino que era sencillamente un impostor, un hombre aficionado al dinero ajeno, como todos sus discípulos, y Judas mismo. Y hablando así sacudía con estrépito el cofrecillo, se arrastraba por el suelo y se esforzaba en dar señales de la mayor humillación.
Poco a poco, el enojo de la multitud se fue trocando en asco; empezaron a llover las burlas, y las manos que aún tenían alguna piedra, se dejaron caer inertes.
- ¡No son dignas esas gentes de morir por nuestras manos honradas! — declararon los habitantes, siguiendo algunos con la mirada a Judas, que se alejaba a grandes zancadas.
También aquella vez esperaba Judas las felicitaciones y palabras de gratitud de los apóstoles, a quienes mostraba sus rotas vestiduras, asegurándoles que le habían llenado de golpes; pero le acogieron todos con un silencio glacial. Jesús, enojado, caminaba a grandes pasos sin despegar los labios, y ni Juan ni Pedro osaban acercarse a El. Y los que, de vez en cuando, echaban una furtiva mirada a Judas, al observar sus vestidos desgarrados y su rostro satisfecho, animado, en el que persistían, sin embargo, vestigios de terror, experimentaban una fuerte repulsión y evitaban su contacto con gestos irritados. Nadie hubiera dicho que era él quien acababa de salvar la vida al Maestro y a sus discípulos.
- ¿Ves qué imbéciles? —le dijo Judas a Tomás que caminaba rezagado, sumido en sus reflexiones—. Míralos: van por el camino como un rebaño de corderos, levantando el polvo con sus talones. Tú, Tomás, que eres inteligente, y yo, el hermoso y noble Judas, vamos aparte, como esclavos indignos de la compañía del Maestro.
- ¿Por qué dices que eres hermoso? — preguntó Tomás estupefacto. - ¡Porque lo soy! —replicó, convencido, Judas. Y se puso a contarle con muchos floreos de qué singular manera había logrado burlar a los enemigos de Jesús, mofándose de ellos y de sus amenazas. - Pues bien, he mentido —asintió tranquilamente Judas—. Les he dado lo que pedían, y ellos me han devuelto lo que necesitaba. ¿Qué es, por otra parte, la mentira, sapientísimo Tomás? ¿No hubiera sido la muerte de Jesús una mentira mucho más funesta?
- No, Judas; obraste mal. Ahora sí que creo que el diablo fue tu padre. El es, Judas, quien te ha inspirado. El Iscariote se puso lívido y, plantándose ante Tomás, le miró fijamente en las pupilas, le atrajo a sí, le estrechó con fuerza, y le dijo:
- ¿De modo que fue el diablo quien me inspiró?… Bien, muy bien, Tomás. Pero dime: ¿he salvado, o no he salvado a Jesús?. Sí ¿verdad? Luego el diablo tiene interés en salvar a Cristo. Luego Jesús y la verdad son necesarios al diablo. Bien, muy bien. Pero has de saber, Tomás, que el diablo no es mi padre; es un macho cabrío. Quizá éste necesite también a Jesús, ¿eh?. Y vosotros, ¿no tenéis necesidad de él? ¿No tenéis necesidad de la verdad?… Contesta, anda, contesta…
Tomás, espantado, temblando de indignación, se desasió como pudo de los brazos de Judas y echó a andar con paso rápido; luego moderó la marcha y se puso a caminar lentamente; trataba de comprender cuanto acababa de oír.
Mientras tanto caminaba, Judas se rezagaba cada vez más, y ya el grupo compacto de los apóstoles aparecía lejos, sin que pudiera distinguirse entre ellos la figura de Jesús. El mismo Tomás no fue sino un punto gris en la sombra, y, de repente, todos desaparecieron en un recodo del camino.
Después de echar una ojeada a su alrededor, se apartó Judas del sendero y, dando enormes saltos, llegó al fondo de un barranco profundo y pedregoso. A medida que bajaba, el aire hinchaba sus vestiduras, y sus brazos se agitaban por encima de su cabeza como si fueran a tomar vuelo. Por un lugar cortado a pico resbaló y fue rodando como una pelota, magullándose con las piedras y las malezas todo el cuerpo. Cuando logró detenerse, se levantó y mostrando el puño a la montaña, gritó con voz áspera y colérica:
- ¿También, tú, maldita? Luego moderó su descenso y, llegado que hubo al fondo del barranco, eligió una piedra gruesa y se acurrucó contra ella como un perro. Allí se quedó una hora, dos horas, confundido con el color de la peña, burlando a los pájaros con su inmovilidad. Se alzaban ante él los flancos abruptos del barranco, cuya línea quebrada se dibujaba en el cielo azul oscuro; se erguían por todas partes enormes bloques de granito clavados en la tierra; parecía que en tiempos remotos había caído allí una lluvia de piedras en pesadas gotas, inmóviles ahora por toda la eternidad. Aquel salvaje y desierto barranco, semejante a un cráneo colosal vuelto del revés y separado del tronco, erguía cada una de las rocas como otros tantos pensamientos petrificados en un sueño pesado, obstinado, eterno.
Un alacrán pasó vacilante cerca de Judas. Este le vio mirar fijamente hacia un punto invisible con sus dos ojos inmóviles, cubiertos por un extraño velo blanquecino. Aquellos ojos parecían ciegos y, a la vez, videntes. De la tierra, del pedregal, de las hendiduras comenzaron a subir las tinieblas apacibles de la noche; pronto envolvieron a Judas y flotaron rápidas hacia el cielo luminoso, que ya palidecía.
Llegaba la sombra con sus fantasmagorías y sus sueños. Aquella noche Judas no durmió en el albergue común, y los apóstoles, obligados a interrumpir sus meditaciones para atender a los cuidados domésticos, murmuraron contra la negligencia del ausente.