CAPÍTULO XIX

EL MUERTO ASESINO

DOC cayó al suelo. La pequeña ametralladora estaba amartillada de forma que dejaba salir una a una las postas y esto fue una gran suerte, pues no obstante hallarse cargada, de proyectiles anestésicos, una rociada de ellos recibida a quemarropa hubiera hecho un daño irreparable.

Conforme estaba, recibió Doc un solo tiro en el pecho. El anestésico obró en él rápidamente y, antes de caer al suelo, estaba probablemente dormido.

Monk y sus compañeros se le quedaron mirando con los ojos desorbitados.

Estaban aturdidos. Pensándolo bien era aquella la primera vez que veían totalmente indefenso a su jefe.

Ellos mismos se veían imposibilitados de acudir en su auxilio, ligados como estaban con cuerdas tan fuertes que era vano empeño tratar de romperlas.

—Bueno —dijo el atezado lanza cuchillos—. Ahora disparémosle un tiro de gracia... un tiro de verdad.

—No, amigos —dijo el enmascarado, con un gesto de reprobación—. Aplazaremos su muerte. Es muy posible que estos hombres hayan trasladado el tesoro de una parte a otra y si es así, tendrán que conducirnos hasta él.

Y, con estas palabras, penetró en el túnel, seguido por el grupo excitado de sus hombres. Todos ansiaban contemplar cuanto antes el tesoro que tanto trabajo les había costado adquirir. Ninguno se tomó la molestia de quedarse junto a los prisioneros. Evidentemente no podían escapar. Estaban bien sujetos.

Por fin, hasta el último hombre desapareció en el interior del túnel.

Entonces Monk forcejeó desesperadamente para librarse de sus ligaduras, y sus compañeros le imitaron. Cada uno de ellos trató de cortar con los dientes las ligaduras del vecino y al cabo lo hubieran conseguido, pero se requería tiempo.

—¡Jamás nos veremos libres de ellas! —gemía Johnny.

Repetidas veces había mirado a Doc. Le miraban todos. Su fe en el hombre de bronce era extraordinaria, sabían que era un mago, un artista. Las cuerdas que le oprimían las muñecas, por resistentes que fueran, no hubieran podido detenerle a él más de unos minutos. Pero, era víctima del gas anestésico.

Es decir: ¿lo era realmente?

Los atezados bandoleros habían dejado una lámpara encendida en un ángulo de la depresión y sus rayos daban de lleno en el semblante de Doc Savage. De pronto dijérase que se movían sus párpados... ¡Si, parpadeaba!

—¡Doc! —exclamó Renny, en voz baja.

Dudaba. Conocía los efectos del tiro de gracia y jamás hubiera creído que un hombre pudiera recobrarse de ellos en menos de treinta minutos.

Y desde que Doc cayera desvanecido hasta el momento presente, habrían transcurrido diez minutos escasos. Su pronto restablecimiento era efecto de su excelente estado físico.

El hombre de bronce permaneció algún tiempo sumido en una inmovilidad absoluta y cuando habló, al fin, su voz no denotaba la más leve excitación.

—¿Adónde han ido?

—¿Quiénes? ¿La pandilla y el jefe enmascarado que acaban de secuestrarnos? —interrogó Monk.

—Sí.

—Pues... han entrado en el túnel.

Doc se puso de pie mediante un esfuerzo convulsivo, sobrehumano y repentino. La herida de su pecho era muy pequeña; un agujero rojizo del cual apenas manaba sangre.

—¡Van a morir,.. dentro del galeón! —profirió vivamente—. ¡Corramos! Aun tenemos tiempo de advertirles...

Sus palabras vibraban todavía en el silencio de la noche, cuando retembló, se dilató, bajo sus pies, el suelo de la hondonada. Este movimiento fue seguido de un trueno sordo, prolongado, que partiendo, aparentemente del centro mismo del globo, aumentaba por momentos de volumen. La tierra tembló y se estremeció como si fuera a agrietarse y una nube de arena y de guijarros desprendidos súbitamente de las paredes del cañón, cayó en forma de lluvia polvorienta sobre Doc y sus hombres.

Simultáneamente les abrasó un hálito ardoroso. ¿Salía por ventura de las fauces de un dragón legendario? No. El túnel vomitaba rojas llamaradas. Una columna de humo amarillento les sucedió y después la entrada de la caverna se cerró lo mismo que una boca gigantesca.

Al propio tiempo cesó el temblor de tierra; se apagaron los ruidos subterráneos. Saltando, acabaron de bajar la pendiente unas rocas y después... se hizo el silencio en la hondonada.

Renny usó de la expresión que empleaba en los momentos de mayor emoción.

—¡Por el toro sagrado!¿Qué ha sucedido?

Doc no le replicó en el acto. Forcejeó en silencio, cambiando varias veces los brazos de posición. Sus músculos rígidos se aflojaron al fin y cayó al suelo la cuerda que los tenía sujetos.

Hecho esto, procedió a desatar a sus hombres, dándoles, mientras operaba, la explicación pedida.

—A través de uno de los departamentos del galeón —dijo—, observé que se había tendido un hilo que entraba en contacto con un detonador eléctrico disimulado hábilmente en un ángulo de la pared. Este detonador podía servir únicamente para provocar la explosión de un cartucho (o varios cartuchos) de dinamita, de pólvora, quizá...

—Y por ello nos hiciste salir tan deprisa del galeón, ¿eh? —exclamó Monk.

Doc hizo una señal de asentimiento.

—Si —contestó—. Temí que hubiera más contactos y mejor disimulados en otros departamentos del buque y me pareció conveniente abandonarle cuanto antes.

—Eso ha sido obra de Boat Face —adivinó Monk—. Pero, ¿con qué objeto?

—Sí. Evidentemente él tendió los hilos. Nadie más que él antes que nosotros, ha visitado la caverna, como lo demuestra la señal de sus pies en la arena. Debía saber qué clase de gente le rodeaba y es posible que dispusiera la trampa para librarse de ella. Pensaría desde luego, entregarles la caja de marfil con objeto de que hicieran una visita al galeón, y cogerlos en la red...

Monk se quedó mirando la cerrada boca del túnel.

—No obstante hallarse muerto —observó—, hay que convenir en que Boat Face nos ha hecho un gran servicio. ¿De modo que ahora todos los bandidos están ahí dentro, muertos?

Doc afirmó con un gesto.

—Sí; no cabe duda.

Monk le dirigió una mirada penetrante.

—Oye, Doc: ¿quién era el caballero enmascarado? —deseó saber.

Doc iba a contestar, mas le cerró la boca un grito lejano. La voz que así rasgaba el silencio nocturno era una voz penetrante, Inconfundiblemente femenina, ¡la voz de Patricia Savage! Sin duda estaba deseosa de saber lo que había sido de los hombres.

—Han oído la explosión y están inquietos —manifestó Doc, en voz alta, en lugar de contestar a la pregunta del químico:— Vamos a tranquilizarles.

Dicho esto salió al encuentro de su prima, a quien halló a unos metros de la hondonada. Con ella llegaban Long Tom, la voluminosa Tiny, la señorita Oveja y su padre. Pero faltaba el Rábanos.

Long Tom estaba excitadísimo.

—¿Qué ha sucedido? —tartamudeó.

¿Dónde está el Rábanos? —dijo Monk al mismo tiempo.

—¡Que me aspen si lo sé! —exclamó Long Tom—. Desapareció. Entretenido como estaba con el micrófono, no le vi escapar, pero supongo que saldría de casa al mismo tiempo que vosotros y, de este modo, se confundieron sus pasos con los vuestros. ¿Os ha seguido?

—¡Ahora me explico por qué ha dado la pandilla con nosotros! —exclamó Doc.

Monk emitió un silbido prolongado.

—¡Vaya, vaya! —dijo—. Conque el enmascarado y el Rábanos eran una misma persona, ¿eh?

—Sí —afirmó Doc—. Él ha sido el alma de toda la intriga, el inspirador de todas las violencias que hemos presenciado.

—¡Oh! ¡Eso hace temblar! —gimió, en español, el señor Oveja.— ¿El Rábanos, mi mejor amigo, era un ser falso y depravado?

—¡Ya lo creo! —dijo Doc—. Él fue quien en el tren, ordenó a sus hombres que le ahogaran valiéndose de las correas de mi equipaje. ¡Oh, poseía una astucia infernal! Se ponía a cubierto de toda sospecha, inculcando en usted la idea de que yo era su enemigo.

—Pero ¿y el tesoro? ¿Dónde está el tesoro? —inquirió Monk.

Doc se encaró con Patricia.

—Cuando te mostré la arena hallada en los «mocasines» de Boat Face —observó—, me hablaste de otra igual. La que llena el fondo de un remanso del río que al vadear éste, viste en cierta ocasión. Yo te he enviado a examinarla. ¿Qué has descubierto?

—El tesoro —repuso miss Savage—. Indudablemente lo llevó Boat Face hasta allí y lo dejó caer en el fondo del remanso, que es bastante profundo. Mientras lo acarreaba, debió ser cuando se le llenó de arena el calzado.

De uno de sus bolsillos extrajo un hilo fino y centelleante. Era una sarta de esmeraldas montadas en oro.

—Ved aquí la muestra —dijo.

AL contemplar la joya, el señor Oveja relegó a un olvido momentáneo el pesar que acababa de ocasionarle la traición de su falso amigo, y exclamó, agresivo:

—¡Señores, exijo una parte; Por lo menos unas tres cuartas partes del tesoro!

Pero Doc se hizo el desentendido.

—Y bien: ¿qué haremos con él? —quiso saber Patricia, añadiendo en el acto, por si acaso se habían interpretado mal sus palabras:— Yo no pido nada.

—Ninguno percibiremos nada —replicó Doc, en tono seco—. Buena parte del tesoro procede de las iglesias de la antigua ciudad de Panamá, y como dicha parte se identificará sin esfuerzo, volverá a la iglesia, su legítima dueña.

Tras de reflexionar un instante, siguió diciendo:

—El resto se empleará en la construcción de hospitales aquí, en el Canadá, y en construir un fondo común que administrará una junta nombrada exprofeso. Ella se encargará de costear todos los gastos de las operaciones que se lleven a cabo, de modo que resulten gratuitas para los pacientes. Es así como utilizamos, usualmente, el dinero que cae en nuestras manos.

—¿A cuánto ascenderá el tesoro hallado? —Preguntó, con aire pensativo, Monk.

Por lo menos a varios millones —repuso Patricia—. Entiendo bastante de joyas para calcular su valor.

—Perfectamente —dijo, el señor Oveja—. Creo, señor Savage, que no puede emplearse mejor un tesoro que tantas vidas ha costado.

—Me alegra que haya reaccionado usted tan caballerescamente, señor Oveja —replicó Doc, estrechando la mano del español y dirigiendo una sonrisa a la hija de éste.

FIN

Título original: The brand of the werewolf