CAPÍTULO III

LA AMENAZA

LA ventanilla del coche en que yacían rígidos los cuatro amigos de Doc estaba cerrada herméticamente. El hombre de bronce se abalanzó a ella y alzó el bastidor.

Entonces, por el hueco abierto, penetró en el salón el sonido particular de las ruedas semejante al gemido de un monstruo mecánico.

Renny había lanzado una exclamación angustiosa: "¡Están muertos!", Más reaccionó al instante y mientras Doc abría las ventanillas él se arrodillaba junto a uno de los cuerpos inertes de sus camaradas. Era éste un personaje notable.

Membrudo y vigoroso como Renny, cuya talla sobrepasaba en muy poco, parecía pesar diez libras más. Casi tan ancho como alto, de rostro espantosamente vulgar y los brazos más largos que las piernas, hubiera podido jactarse de su parentesco con un mono, con un gorila gigantesco.

Así era Monk, o si se prefiere, Andrés Blodget Mayfair, cuyos experimentos en el campo de la química habían atraído sobre él la atención de los dos hemisferios.

—¡Por el toro sagrado! ¡Pues están vivos! —exclamó Renny, después de examinarle atentamente.

Su jefe no replicó. Husmeaba en torno de la pieza y sus ojos dorados la escudriñaba en todas direcciones.

A continuación examinó la cerradura de la puerta y la llave, pues en ella, evidentemente se había cerrado la puerta por dentro.

Luego se aproximó al grupo formado por sus compañeros y levantó del suelo al más próximo. Individuo extremadamente alto y tan flaco que parecía un esqueleto. La chaqueta pendía de sus hombros como un colador.

A caballo sobre la nariz llevaba todavía los lentes. En estos llamaba la atención el grueso desusado del cristal izquierdo.

Así era Johnny o Guillermo Harper Littlejohn. Un afamado museo de arte oriental contaba, entre sus instalaciones, una sala dedicada a la arquitectura de la vieja civilización maya.

Pues bien: Johnny había contribuido a esta instalación con sus valiosos conocimiento. También había escrito varios libros sobre geología que eran muy consultados por los ingenieros de minas.

Durante la guerra mundial había perdido la vista del ojo izquierdo y como para sus trabajos necesitaba una lente de aumento, lo llevaba colocado en el cerco de oro de sus lentes "para mayor comodidad", según decía.

Doc Savage salió apresuradamente al pasillo y, después de dos minutos, volvió a entrar en el coche, cargado con un botiquín. Lo abrió y comenzó administrar un tratamiento a los pacientes.

—En los cuatro noto el pulso muy lento —dijo Renny—, y su respiración es perceptible solamente aplicándoles un espejo los labios. ¡Están muy agotados! ¡Hay una marca en sus personas!

—Eso veo —confesó Doc.

—¿Qué les habrá ocurrido?

—Algo en extremo misterioso —dijo sombríamente Doc Savage—. Bueno, saquémosles de esto cuanto antes y veremos si pueden darnos alguna luz sobre el caso.

¡Cosa singular! El primero en volver a la vida fue el individuo de aspecto más enfermizo de los cuatro; el más débil, según todas las trazas. De estatura regular, más bien bajo, con cara de enfermo, cabellos y ojos claros, parecía haber pasado la vida encerrado en una celda.

Le llamaban "Long Tom" (Tom el largo) a este personaje. Tomás I. Roberts era su verdadero nombre y apellido. Su pericia en materia de electricidad le había valido el apelativo de "mago", y sus compañeros de profesión estaban conformes en que lo era, realmente.

Long Tom miró expresivamente la mesa y juego de ajedrez que había sobre ella y después contempló a sus compañeros, todavía tendidos al suelo.

—¿A qué juegan esos caballeros? —interrogó, con un hilo de voz.

La voz de Renny estalló como un trueno:

—¡Qué juego ni que calabazas! Al entrar aquí, Doc y yo, os hemos hallado patas arriba. ¿Qué ha sucedido?

Long Tom reflexionó un momento.

—No lo se —dijo al cabo.

—¿Qué no sabes? —Renny agitó sus manazas en el aire—, vamos, vivo, cuenta todo lo que ha pasado antes de que os halláramos en este estado.

—Ah, pues repito que lo ignoro —gimió Long Tom—, nos dormimos... teníamos mucho sueño, una somnolencia irresistible, y nos quedamos dormidos.

—¿Tienes idea de que fue lo que originó vuestro sueño? —interrogó su jefe.

—No.

Doc reanudó sus esfuerzos para reanimar a los demás hombres.

Ham fue el segundo envolver a la vida.

Tenía fama de dos cosas: de ser el abogado más ladino que Harvard había lanzado de sus aulas y de vestir muy bien. Más de un sastre habíale seguido en ocasiones para verle llevar un traje como es debido. Teodoro Marley Brooks era hombre esbelto, rápido de ademanes y ágil de pensamiento.

Casualmente, al abrir los ojos, la primera persona que vio fue al hombre —gorila, el de la cara de mono, a Monk, en una palabra.

—¡Dios mío! —exclamó, cómicamente—. ¡Con seguridad que no estoy en el cielo!

Renny lanzó un gruñido. Ham se divertía siempre a expensas de Monk.

De hacer caso al avispado hombre de leyes hubiera podido creerse que le deleitaba ver morir a Monk en la hoguera.

Esta antipatía de Ham databa de algún tiempo atrás y se debía al episodio que le valió su apodo (Ham, jamón). Ello sucedió durante la gran guerra.

Para divertirse a costa de Monk le enseñó Ham a pronunciar unas palabras insultantes en francés, diciéndole que eran de lo más florido y halagüeño que podía dedicar a sus compañeros de armas.

Monk cayó en la trampa. Cierto día las empleó ante un general y, naturalmente, fue arrestado.

Poco tiempo después de haber sido puesto en libertad, detuvieron a Ham con el pretexto de que robaba jamones. Ham estaba seguro de que su acusador no era otro que Monk, pero jamás pudo probarlo, ni demostrar su inocencia.

—Bueno, amigo, ¿qué os ha sucedido, si puede saberse? —le interrogó Renny.

El rostro de Ham expresó un gran azoramiento y a tientas, buscó por el suelo hasta que sus manos asieron un bastón, una caña negra de apariencia inofensiva.

Enfundado en ella, había un estoque afilado como una hoja de afeitar. Su punta estaba impregnada de un líquido, el contacto del cual en una herida producía instantáneo estado de inconsciencia. Pocas veces se veía a Ham sin su estoque.

—¡Tampoco sabe lo que ha sucedido! —tronó Renny, interpretando acertadamente su expresión de aturdimiento.

Johnny, el arqueólogo y geólogo, y Monk, el del aspecto simiesco, abrieron en aquel momento los ojos. El primero buscó sus anteojos con una prisa comparable a la demostrada por Ham para apoderarse de su bastón.

Y ambos confesaron que no tenían la más ligera idea de lo que había sucedido. Mientras jugaban al ajedrez se habían quedado dormidos, simplemente.

Monk poseía una vocecilla infantil sorprendentemente suave y meliflua para pertenecer a un cuerpo tan grande.

—Bien, y ¿qué me dicen de la cabeza de lobo que hay sobre la puerta? —les preguntó Doc Savage. Profundo asombro y confusión se pintó en el semblante de los cuatro hombres y Doc comprendió que no habían visto el fantástico dibujo.

—¡Una cabeza de lobo! —tartamudeó Monk.

—Sí, un esbozo grosero, con facciones humanas.

Ham trató inútilmente de incorporarse. Sentía vértigo.

—¡Caramba! ¡He perdido las fuerzas! —gimió.

—¡Que lástima! —comentó, con sorna, Monk.

Ham se hizo el desentendido.

—Por más esfuerzos que hago, Doc —siguió diciendo,— no puedo imaginar qué es lo que hay detrás de todo esto. Nos hallábamos jugando tranquilamente al aje..

Se interrumpió, con los ojos desorbitados, y sus manos agarraron convulsivamente el estoque.

Provocaba esta actitud un alarido repentino, sobrenatural, seguido de un gruñido fantástico, que acababa de oírse dentro del coche.

—¡Es Habeas Corpus! —chilló Monk, gozoso, con su voz débil todavía.

Un cerdo salió, bamboleándose, de debajo de uno de los asientos del coche, pero ¡qué cerdo! Jamás ha producido uno igual ni más grotesco la familia porcina. Tenía las patas largas como las de un perro y sus orejas rivalizaban con las alas de un aeroplano.

—¡Oh! —gimió Ham.

Habeas Corpus era su desesperación. Monk lo había adquirido en una reciente expedición a Arabia, pagando por él una suma equivalente a cuatro centavos americanos.

Según Monk, el dueño de Habeas Corpus, árabe legitimo, se había desprendido del animal a causa de su afición a la caza de hienas, cuyos esqueletos se llevaba a casa. Mas era muy posible que Monk, o el árabe, hubieran exagerado.

Fuese como fuese, Monk profesaba un gran cariño al cerdo. Probablemente porque su presencia irritaba a Ham.

—¿Teníais la puerta cerrada con llave y bajado el bastidor de la ventana? —interrogó de pronto Doc.

—Justamente —replicó Ham.

—Pues parece ser que el cerdo se ha dormido lo mismo que vosotros ¡Qué raro es todo esto! Claro que no es la primera cosa extraordinaria que nos ocurre...

Ham pestañeó.

—¿Qué quieres decir?

Doc le explicó el incidente del telegrama.

—¡Ah! ¿Y supones tú que guarda relación con lo que acaba de sucedernos? —interrogó Ham, después de haber escuchado.

—¡Quién sabe! —replicó Doc.

Fue en busca de un saco de mano y lo abrió en silencio. Contenía varias armas de fuego, poco mayores que una pistola automática. Para que no chocaran unas con otras, Doc las había envuelto en papel de periódicos.

Estas ametralladoras eran un invento del propio Doc Savage, y eran realmente diminutas en proporción a la destrucción que producían.

Además se descargaban tan rápidamente que sus disparos producían un efecto singular al oído: algo así como las notas bajas de un violón gigantesco.

De ordinario sus recámaras se llenaban de balas de gracia, como les llamaban los aficionados a la caza mayor, de postas, que provocaban un estado de inconsciencia en lugar de muerte.

Doc distribuyó sus armas entre los cuatro compañeros, diciéndoles:

—¡Vigilad bien!

Renny preguntó:

—¿Qué vas a hacer, Doc?

—Voy, contigo, a ver a las tres personas que nos espiaban mientras hablaba con el jefe del tren —explicó Doc.

Y, seguido por Renny, salió al pasillo.

No tuvieron que andar mucho para encontrar a Wilkie.

—Desearía que me informara acerca de la identidad de dos hombres morenos, con aspecto de extranjeros, que viajan en este mismo tren —le dijo Savage.

Wilkie se rascó la voluminosa cabeza.

—Le diré: hombres morenos hay muchos —replicó.

Esta respuesta provocó una mirada penetrante de Renny a su jefe, pero el hombre de bronce no movió ni un solo músculo facial.

—Las personas a que me refiero —aclaró—, van en compañía de una lindísima muchacha.

—¡Ah, ya! Pues ella y el viejo subieron cuando yo al tren. Dos estaciones hemos pasado desde entonces.

—¿Sabe cómo se llama?

—No. No es costumbre que los pasajeros den sus nombres al jefe de tren.

—¿Ha notado algo raro en su conducta? —insistió Doc.

Wilkie tornó a rascarse la cabeza.

—Nada. Me parecen algo inquietos; esto es todo.

—¿Recuerda si los dos hombres morenos iban juntos desde un principio?

Wilkie movió la cabeza en sentido afirmativo.

—Sí, señor; en la estación de empalme.

Doc y Renny se separaron del jefe tan semejante a un gnomo, por su cuerpo grotesco.

—Bueno, el asunto comienza a tomar un cariz muy feo. Me parece un enredo de los más grandes y va a darnos muchos disgustos —comentó Renny, pensativo, mientras andaban por el pasillo.

Doc no dijo nada. Buscó y halló a un mozo y éste le dirigió a un departamento reservado por los tres individuos a quienes Savage deseaba ver.

Una vez que hubo llegado a él, Doc llamó a la puerta. Nadie le contestó; por segunda vez tornó a dar con los nudillos sobre la puerta y después hizo girar el pomo. La puerta estaba cerrada con llave.

Doc llamó entonces al mozo.

—¿Está seguro de que los señores se encuentran ahí dentro? —dijo.

—Sí, señor —replicó el empleado—. Por lo menos estaban hace cinco minutos. He visto a la señorita y a su papá. Lo que no sé a punto fijo es si les acompaña el señorito de la cara de mujer.

Renny alzó el puño, dirigiendo al propio tiempo a Doc una mirada de interrogación.

—Adelante; tenemos que entrar —replicó Doc a la muda pregunta.

Retrocedió, entonces Renny imprimiendo a su brazo un movimiento de rotación y se bamboleó. El tren había acortado la marcha bruscamente y el gigante tuvo que asirse al pomo de la puerta para no perder el equilibrio.

—Debe ser que llegamos a una estación —observó con voz de trueno.

¡Bang!... hizo su mano cerrada sobre la puerta. La hoja metálica se abolló. ¡Bang! ¡Bang!... Por milagro no se magullaba también el puño.

La locomotora tiraba ahora pesadamente de los vagones.

Por fin, el puñetazo siguiente astilló y abrió la puerta. Renny franqueó el umbral de un salto, para detenerse en seco, con la boca abierta.

—¡Por el Toro sagrado! —tartamudeó.

En su lecho, vestidos e inmóviles como difuntos, yacían el señor Corto Oveja y su encantadora hija. En sus gargantas anudábase negras correas de cuero, tan apretadas que se enterraban en la carne.