CAPÍTULO V
DOC era un ser excepcional, dotado de cualidades asombrosas y de un talento muy superior al del resto de los hombres, pero no poseía el don de la doble vista. De ser así hubiera visto enseñorearse el horror y el misterio en los dominios de Alex Savage.
Así en ellos como en el tren, desarrollaba su pavorosa violencia el hombre —lobo.
La propiedad de Alex Savage no era una mera cabaña de troncos en toda la acepción de la palabra. Lo fue en un principio como construida por las propias manos de Alex, pero con el tiempo había ido haciendo mejoras en ella y en aquellos momentos era una extensísima propiedad que ocupaba varios kilómetros cuadrados a lo largo de la costa y hacia el interior.
Diseminados por otras provincias poseía varios ranchos trigueros, minas y una o dos industrias florecientes. Se le consideraba afortunadísimo en los negocios.
Mas su propiedad de la costa era sobre todo un “Minting preserve” o terreno acostado, de caza, dentro de cuyos límites se hallaba la parte occidental más agreste del suelo canadiense.
En aquellos parajes alzábase la costa en acantilados pedregosos e interminables que surgían bruscamente del agua y, frente a ella, se extendían como ramificaciones nacidas de su seno, una profusión innumerable de isletas y de escollos.
Tan accidentado como el suelo lindante con el mar era el de la propiedad, verdadero laberinto de cimas rocosas, “cañones”, piedras y matorrales.
Savage aseguraba que jamás la había visto en toda su extensión y asimismo que existían en ella rincones inexplorados todavía. Esto era muy posible.
Muchos de ellos parecían inaccesibles.
En mitad de aquel caos pedregoso y selvático había erigido Alex su cabaña o casa hecha de troncos y en ella pasaba parte del verano y toda la temporada de caza.
Alex Savage la había dotado de luz eléctrica, de calefacción, aparatos de radio y de un aparato purificador de aire, innecesario a todas luces.
Constaba de varias habitaciones ricamente alfombradas y en cuyos mullidos sillones hundíase el cuerpo corriendo peligro de desaparecer entre sus almohadones. No, en realidad no podía llamarse “cabaña” a tan confortable mansión.
Desde su amplia veranda o pórtico rectangular exterior dominábase el mar en una gran extensión. A su alrededor elevábanse árboles corpulentos y peñascos gigantes; espesos matorrales convertían en intrincada selva las cercanías de la casa y el crepúsculo descendía sobre ella una hora antes de la puesta de sol.
De ordinario las aves promovían en esta selva verdadero alboroto antes de instalarse en sus nidos para pasar la noche.
En aquellos momentos imperaba un silencio desusado, aun cuando estaba anocheciendo. ¿Qué motivaba la quietud extraordinaria de la alada hueste bulliciosa? Un sonido imprevisto, imponente. Un grito errático.
En ocasiones se apagaba, moría, y le sucedían cinco minutos de una calma profunda, inquietante y pavorosa. Luego tornaba a sonar más, no uno solo, sino una profusión desconcertante. Era una serie de aullidos que tenían algo de humano, y temblaban, plenos de un horror incoherente.
De haber presentido la proximidad de la muerte no hubiera quedado más en suspenso la vida de la fauna en torno a la casa.
La última sucesión de alaridos fue de una calidad humana más intensa que las precedentes. Vibró como el grito de socorro de un ser presa de sufrimientos inexplicables.
Dentro de la vivienda de troncos exclamó entonces una voz femenina, con mal reprimida impaciencia:
—¡Boat Face!¿Pero cuándo vas a venir con el rifle, hombre?
No obtuvo respuesta.
—¡Boat Face! —tornó a llamar la mujer, irritada.
Del interior de la cocina surgió, al rato, arrastrando los pies, una mujer, una “squaw” gruesísima, cobriza y tan maciza como el peñón de Gibraltar. Claro es que llevaba puesta ropa en cantidad suficiente para haber vestido con ella a varias de sus hermanas blancas.
—Boat Face en la cocina, miss Patricia —dijo, sin alterarse—. Él no querer salir.
—¿Se niega a averiguar la causa de esos aullidos o el lugar de donde salen?
—El ser un gran cobardón —replicó la “squaw”.
Patricia se retiró de la ventana desde la cual había estado observando la fronda que rodeaba la vivienda.
Era muy alta. Tenía el cuerpo modelado de manera perfecta; las facciones tan armoniosas como si las hubiera trazado la pluma de un dibujante de Revista; el cabello espléndido y muy semejante al de Doc Savage.
Es decir, rico en tonalidades bronceadas.
Vestía un traje apropiado a la región, consistente en pantalón corto, botas altas y un jersey de lana fina. El cinturón enroscado a su talle ostentaba una cartuchera y, además, llevaba pendiente un “Fronter Single Action” de seis tiros, muy de moda entre los habitantes de las fronteras, que le tienen por el arma indispensable y más perfecta que ha salido de las fábricas de armas. Su brazo doblado sostenía un rifle automático, moderno, propio para la caza mayor.
—Voy a hablar con él, Tiny —dijo a la “squaw”.
—Oh. Miss Patricia —replicó la india,— pero tú no convencer a él. Mestizo marido mío tener mucho susto.
Tiny, la “squaw” era la cocinera; Boat Face hacía un poco de todo. Los dos componían todo el servicio doméstico que había en la casa.
Patricia entró en la cocina, pisando fuerte.
Sentado en un rincón, con el rifle atravesado sobre las rodillas, estaba Boat Face. Tenía los hombros cuadrados. Su esposa Tiny le había llamado mestizo, pero era indio de pies a cabeza. ¿Por qué le llamarían Boat Face (cara de bote)?
El origen de tal nombre era un misterio de esos que únicamente un indio puede profundizar. Sus hoscos ojillos negros rehusaron obstinadamente encontrarse con la mirada de miss Patricia.
La muchacha iba a hablar, mas de pronto cerró la boca. El alarido imponente tornaba a hacerse oír. Surgía al parecer de la masa oscura de verdor que había en el exterior de la vivienda. Inconfundiblemente humano, se oía ahora como en demanda de socorro.
Boat Face dejó errar la mirada en torno suyo y su mano empuñó con fuerza la culata del rifle.
—Yo no salir —murmuró—. Rifle roto.
Patricia tuvo un arranque inesperado. Alargó el brazo y se apoderó del arma.
Después de echar una ojeada a la recámara, la apoyó en el hombro y disparó.
—¡Mientes! —exclamó, al ver salir el tiro—. ¡El arma está intacta!
—¡Trapacero mestizo! —rezongó Tiny.
Los ojos de Boat Face giraron en sus órbitas.
—Ese ruido hacer el hombre —lobo— dijo, misteriosamente.
—¡Que bobada! —replicó vivamente Patricia—. Ese animal no existe. Es un mito, una patraña.
Pero Boat Face no parecía estar muy convencido.
—Si papá viviera, no pedir mí fuera a ver qué hace ese ruido —observó.
Estas palabras disiparon como por encanto la rabia que consumía a miss Patricia, quien palideció visiblemente. Incluso los dedos que sostenían el rifle se pusieron rígidos hasta quedar sin sangre.
—¡Esos aullidos guardan relación con la muerte de mi padre! —exclamó.
—Mi no salir —murmuró Boat Face—. Usted adoptar medidas que guste, pero mi no salir.
—Tranquilízate; no te despediré —le aseguró Patricia, en tono cansado,— aunque, después de todo no te pido nada que yo no esté dispuesta a hacer. Quédate; yo saldré.
Tiny se acercó, anadeando, a un rincón oscuro y volvió cargada con una escopeta de dos cañones.
—Mi salir contigo —dijo heroicamente.
—¡Gracias Tiny! —exclamó Patricia, con fervorosa expresión de agradecimiento,— pero no te necesito. Acompaña a tu marido y guarda bien la casa.
Tiny asintió, de mala gana, con un gesto silencioso. A Boat Face se le iluminó el semblante.
Patricia penetró en el gran salón de la casa y bajó cuidadosamente las persianas de fuelle. Hecho esto señaló una de las vigas maestras que servían de soporte al rústico techo. Era dicha viga un tronco de un pie de grosor que estaba cubierto todavía de su corteza.
—Sobre todo guardad eso —les recomendó, en tono significativo.
A Tiny y a Boat Face no pareció sorprenderles la advertencia.
Evidentemente sabían de qué se trataba.
Después de meterse en el bolsillo unos cuantos cartuchos adicionales, por si acaso, Patricia abrió la puerta y salió rauda, al exterior.
Tiny la vio marchar con visible ansiedad. Las facciones del aborigen Boat Face continuaron inescrutables.
En el claro en que estaba enclavada la “cabaña” de Savage penetraban todavía los rayos de sol poniente; más allá, sobre la enmarañada masa de rocas y maleza, acechaba la oscuridad. Apartarse en aquellos momentos de la casa era como abandonar un faro luminoso para internarse en la noche.
Patricia avanzó con cautela, rifle en alto y sin separar el dedo del gatillo.
Aguzaba los oídos para percibir el aullido siniestro.
De pronto éste sonó a su derecha. Comenzó por un grito apagado, escalofriante; una especie de balido terrible. Vibró un instante en el aire y murió, bruscamente, como había comenzado.
Patricia se estremeció y su mano alzó el seguro del rifle. Esta vez no le había parecido el grito tan humano. Por el contrario, respiraba repulsivo, repelente animalidad.
Había surgido del corazón del bosque y sonado a cien metros, quizá más, de distancia. ¿Quién podría precisarlo?
Audazmente marchó al encuentro de la invisible bestia. Una fría expresión voluntariosa había cuajado en sus facciones, de modo que su bello semblante semejaba una máscara. Cuando se hubo aproximado al lugar de donde había salido el aullido, al parecer, escudriñó el suelo con la mirada. Pero el terreno era allí en extremo seco y rocoso y no descubrió huella ninguna.
En cambio, tornó a percibir el alarido misterioso, un poco más distante. La muchacha continuó avanzando.
Al cabo de un rato sonó la llamada por tercera vez. Se alejaba, parecía internarse cada vez más en la enmarañada fronda.
Patricia tembló, asaltada por una idea repentina. ¿Tratarían de aterrarla de modo que se alejara del claro gradualmente?
Súbita angustia la movió a abandonar su plan de ataque y, a paso de carga, retrocedió en busca de la cabaña. Sus ojos inquietos escudriñaban el bosque en todas direcciones.
Al vislumbrar el claro familiar lanzó un suspiro de alivio, tan azorada estaba, y, pese a su aspecto tranquilo, de tal modo había hecho presa en ella el temor.
—¡Boat Face! ¡Tiny! Soy yo... —llamó, a fin de evitar que el hosco aborigen o la competente cocinera hicieran fuego sobre ella por equivocación.
Y, lanzando este grito de advertencia, se lanzó a la carga. Al llegar junto a la casa empujó la puerta y penetró en el interior. Una fuerza superior a su voluntad la obligó a inmovilizarse casi instantáneamente al propio tiempo que se pintaba en su rostro perfecto un estupor sin límites.
La cosa no era para menos. La vivienda presentaba un aspecto tan espantoso como si acabara de devastarla un ciclón.
Los ojos de Patricia erraron, azorados, de un punto a otro. De pronto, algo que vió en el suelo la movió a lanzar un chillido de espanto.
Frente a ella, como inmóvil montón de harapos, vió dos formas oscuras. ¡Eran Tiny y Boat Face!
En torno de ellos distinguió confusamente sillones con los muelles arrancados, alfombras fuera de su sitio, cajones vaciados sobre el entarimado... por las trazas, se había llevado a cabo en la cabaña un registro minucioso.
Sin detenerse a mirar más, se acercó Patricia, corriendo, al voluminoso cuerpo de Tiny y le tomó el pulso, presa de una ansiedad inexplicable.
—¡Oh! ¡Está muerta! —gimió.
Pasado un momento, sin embargo, se dio cuenta de que estaba en un error.
El corazón latía aunque muy débilmente.
De la nevera sacó entonces varios trozos de hielo y con ellos frotó los semblantes del matrimonio. Sus pulsos adquirieron gradualmente más vigor bajo las cobrizas pieles.. Segura de que tornarían a la vida, la muchacha recorrió ahora la vivienda. Todo estaba en ella transtornado, patas arriba, desde el sótano al desván. Incluso se había arrancada la tapa que resguardaba el motor eléctrico de la nevera.
Tal devastación suponía la intervención de varios hombres; sin embargo, fuera de ella no habían dejado señales de su presencia. Probablemente entrarían en la casa por la puerta de servicio o por una ventana mal cerrada.
Transcurrieron unos veinte minutos antes de que los dos indios se reanimaran lo suficiente para hablar coherentemente.
—¿Qué diantres ha ocurrido en mi ausencia? —les preguntó Patricia.
Los dos cambiaron una mirada inexpresiva.
—No sé —murmuró al cabo Boat Face—. Mi y “squaw” comenzar a dormir.
—Pero eso es ridículo —exclamó Patricia.
—Boat Face dice la verdad —afirmó la robusta Tiny, con un expresivo movimiento de ojos—. A nosotros darnos mucho, mucho sueño y quedar dormidos.
Patricia clavó una mirada fija en el suelo, muy cerca de donde habían reposado hasta entonces. Por cierto que su vista produjo en ella un efecto notable. Enderezó el cuerpo y empuñó el rifle.
Era un tiznón, algo así como una mancha de polvo de un pie de alto por medio pie de ancho. Por sus contornos el tiznón se asemejaba mucho a la cabeza de un lobo cuyos rasgos fueran grotescamente humanos.
—¡Otra vez la cabeza del hombre —lobo!— dijo, con voz disgustada —, esta es idéntica a la que comenzamos a ver por todas partes poco antes de la muerte de mi padre... y a la que seguimos viendo después—
Boat Face murmuró:
—¡Hombres lobos! El indio los conoce. Ser hombres malos con cuerpo de lobo que vagan por los bosques y se comen cazadores y tramperos en cantidad.
—¡Bah! ¡Esas son consejas de viejas, propias para ser narradas al calor de la hoguera! —replicó su ama—. No existen tales seres. En cuanto a este hombre —lobo, es un malhechor, Boat Face. Tiny y tú sabéis tan bien como yo lo que anda buscando.
Así diciendo, Patricia se aproximó a una gruesa viga maestra. Era uno de los troncos del árbol sin descortezar que servían de puntales al techo, el mismo cuya vigilancia había encomendado la joven al matrimonio indio.
Este tronco permanecía intacto, a pesar de la minuciosa requisa hecha en el salón.
Patricia oprimió uno de sus nudos. Con fuerza automática se abrió, obedeciendo a la presión, una puertecilla secreta y Patricia retiró del fondo del tronco un objeto de marfil. Este objeto afectaba la forma de una figura geométrica, de un cubo de unos centímetros cuadrados.
—Anda detrás de esto.