CAPÍTULO XIII

UNA PROPOSICION

AL día siguiente por la mañana, las cosas siguen en el mismo estado. Nada ha sucedido que sea digno de mención. La niebla se cierne todavía sobre la comarca.

Renny continúa alejado de sus compañeros tomando vistas desde su aeroplano; Johnny y Long Tom deambulan por las inmediaciones de la cabaña. El día anterior no encontraron nada.

Monk divide el tiempo entre mirar, ceñudo, a Ham, que habla con Patricia, y poner en orden su material químico.

Doc acaba sus ejercicios diarios de gimnasia y el entrenamiento de todos los músculos y sentidos de su cuerpo. Hace dos horas que se ha entregado a este ejercicio. Desde su infancia jamás ha dejado un día de efectuarlos.

No son nada comunes. El padre de Doc, gran cirujano con ribetes de aventurero, le enseñó a practicarlos y ellos son los que le otorgan su asombrosa fuerza física, y su energía mental.

Mientras ejercitaba los músculos, uno tras de otro, sujetándoles a una tensión tal que una fina capa de sudor le bañaba todo el cuerpo, en su mente se proponía una docena de problemas, multiplicaba, dividía, extraía raíces. En un pequeño estuche llevaba un aparato productor de ondas sonoras de frecuencias tan agudas o graves, que difícilmente las percibía el oído no entrenado. A Doc se le había aguzado tanto, en tantos años (toda una vida) de práctica, que los percibía todos. Es más: sólo por el olfato nombraba en el acto una veintena de olores distintos, contenidos en frascos dentro de su caja “necesaire”.

Asimismo leía páginas enteras escritas por el sistema Braille para ciegos, escritura que consiste en una serie de puntos en relieve y lo hacia con rapidez igual a la que emplearía una persona normal en la lectura de una letra legible.

Esto acrecentaba su sentido del tacto.

Y lo más curioso del caso es que verificaba estos ejercicios con una ilimitada rapidez. Esta hubiera postrado a un hombre corriente a los cinco minutos. Verdad es que también, le hubiera sido imposible llevar a cabo los ejercicios más lentamente.

Monk salió al exterior a respirar un poco de aire fresco, pues el análisis químico que estaba realizando por entonces despedía un olor insoportable.

Como le era penoso contemplar el grupo formado por Ham y Patricia, desvió la mirada y la dejó vagar sobre la maleza que rodeaba la vivienda.

De súbito, las pupilas parecieron querer salirse de las órbitas de sus ojos y lanzó un chillido. Tan penetrante fue que, asustadas, salieron muchas aves de sus nidos y huyeron veloces.

—¡Una mano! —gritó.

De ordinario tenía la voz apagada, débil como la de un niño. Pero ella sufría un cambio sorprendente al influjo de una excitación repentina. Entonces crecía, se desarrollaba, era sólo comparable al vozarrón de Renny, cuyo diapasón quizá sobrepasara.

AL propio tiempo que gritaba, indicó con ambas manos, un objeto visible únicamente para él.

La pareja siguió aquel gesto con la mirada, pero nada vió.

—¿Qué ha sido? —interrogó Patricia colocándose, de un salto, al lado de Monk.

—¡Uf! Ya se irá acostumbrando a sus modales, miss Savage—— —dijo Ham señalando a Monk con el pulgar—. Este tiene cierto parentesco con los simios. Jamás sabe uno por dónde va a salir.

Desdeñando la alusión, Monk emprendió desenfrenada carrera en dirección a la linde del bosque y penetró en él con el ímpetu de un toro salvaje. Estaba seguro, segurísimo, de haber visto asomar una mano por entre la espesura.

Era una mano blanca, pequeñita: una mano femenina.

Había sido visible por espacio de una fracción de segundo; sin embargo, Monk estaba seguro de haberla visto. Mientras registraba la maleza se fue debilitando su sentimiento, pues en ninguna parte halló señal de que hubiera pasado por allá una mujer.

Monk estudió el terreno. No era un amateur en cuestión de seguir una pista, mas tal era la maraña de rocas y arbustos que le circundaba, que no consiguió distinguir ni la menor huella de pasos.

Disgustado, regresó a la vivienda.

—Observe su cara de mono —aconsejó Ham a la linda Patricia—, y comprenderá cómo no es posible que un ser así tenga sentido común.

—Sí, ¿eh? —dijo Monk—. A ver, tú que tienes tanto, si sabes dónde está Doc.

La pareja miró, apresuradamente, en torno. Doc no estaba allí. Por suerte, las palabras de Monk les habían preparado y no se sorprendieron como era de esperar.

—¡No está! —balbuceó miss Savage—. ¿Qué querrá decir esto?

Monk comenzó a decir sonriendo: —Nada. Doc tiene el hábito de...

—¡Cállate! —le gritó Ham—. Mi deber es custodiar a miss Savage; el tuyo estar al pie del cañón, o, en este caso, de tus retortas y alambiques, conque, ¡largo!

Monk echó a andar, maquinalmente. El cerdo Habeas Corpus iba pisándole los talones.

La desaparición de Doc no tenía nada de misteriosa. Simplemente se había separado de sus compañeros mientras éstos presenciaban la carrera de Monk hacia la espesura. Una vez en el bosque, apretó el paso y, sin apartarse de la linde, describió un círculo en torno de la casa.

Había percibido la aparición que tanto excitara a Monk. Era a él a quien llamaba la mano con una seña cuando fue descubierta e, indiscutiblemente, su dueña deseaba hablarle.

Antes de haber ido lejos halló una hoja aplastada sobre una roca. Poco más allá, una enredadera tronchada que se inclinaba melancólicamente sobre su tallo. No soplaba ni la más ligera brisa y, no obstante, la enredadera oscilaba ligeramente. A sus pies había huellas de pasos inconfundiblemente femeninos.

—¡Señorita Oveja! —llamó Doc en voz baja.

No obtuvo respuesta. Poco a poco dejó de temblar la enrededadera.

—Estoy solo, señorita Oveja; nadie me acompaña.

Entre la maleza, a distancia, surgió, de pronto, la cara morena y picaresca de Cere.

—¡Buenos días! —dijo a Doc—. ¿Puedo decirle dos palabras?

—En cuanto vi su mano supuse que era usted —replicó el hombre de bronce sin contestar a la pregunta.

—Por cierto que tiene usted un amigo... me refiero a ese gigantón velludo... que se las trae. ¡Qué susto me ha dado —siguió diciendo la señorita Oveja.

Doc replicó en tono plácido:

—Monk es perro viejo, pero no muerde... cuando no se le hostiliza.

—Oiga, señor Savage: He reflexionado mucho respecto a nuestra situación (la de mi padre, la mía y la del Rábanos, se entiende) y de ella deduzco...

—...¿quizá que los dos tenemos un mismo enemigo? —sugirió Doc en tono seco. A medida que se le aproximaba la muchacha, reparaba en sus mejillas encendidas.— “Se ve que ha corrido mucho” —pensó—. «¡Ese Monk!...

—¿Qué dice? —balbuceó Cere.

—Que tenemos un adversario común y que por donde quiera que pasa deja su sello: una cabeza de lobo con rasgos humanos.

La bella joven se estremeció de pies a cabeza.

—¡Uy! Lo mismo afirma mi padre... y el Rábanos —exclamó.

—Por lo visto anda detrás de un objeto de marfil que afecta la forma de un cuerpo geométrico.

Cere tuvo un sobresalto.

—¡También sabe usted eso? —interrogó, sorprendida.

—Lo sé porque está, o mejor dicho, estaba en poder de mi prima Patricia Savage —aclaró Doc.

La muchacha dio muestras de un estupor sin límites.

Doc tenía experiencia del mundo y de las gentes. Con la mirada escudriñó el semblante de su interlocutora y le pareció que no fingía; mas, en el fondo, ¿cuál es el hombre que puede vanagloriarse de saber lo que piensa una mujer?

—¿Que está en... poder... de miss Savage? —tartamudeaba ya Cere.

—Estaba —repitió Savage—. La desaparición del dado viene a complicar todavía más la situación.

—Si me contara usted...

—Hable usted primero —propuso Doc—. Dígame: ¿quién le ha metido en la cabeza que yo soy un enemigo?

La muchacha dijo, prontamente:

—Es un poco largo de explicar. Verá usted: hace más de una semana su tío, Alex Savage, nos echó de estos parajes y nos amenazó con la muerte si nos atrevíamos a poner en ellos de nuevo los pies.

—¿Vio usted entonces a mi tío personalmente?

—No. Le vi dos días después, pues vino a decirnos que había escrito a usted y que cuando llegara nos mataría por no querer abandonar las inmediaciones de la «cabaña».

—¡Ah!¿Dijo esto después de haberles amenazado una vez?

—Justamente:

—¡Pues no era mi tío! —afirmó Doc, con tono convencido.

—Él nos dijo que se llamaba Alex Savage...

—No importa; por entonces hacía una semana o poco más que había muerto.

Cere se llevó una mano al corazón.

—¡Oh! ¡Cómo nos han engañado! —comentó.

—Cualquiera puede ser víctima de un malvado —dijo Doc, por vía de consuelo—. Pero, hable; no sé por qué me figuro que tiene mucho que contarme.

La muchacha interrogó, de pronto:

—¿Ha oído hablar de Enrique Morgan?

—¿El pirata?

—El mismo. Bueno, pues en el año 1870 Morgan cruzó el istmo de Panamá con mil doscientos hombres. A los españoles se les había avisado el avance y se hallaban prevenidos. El tesoro que encerraba la catedral de la ciudad, junto con las fortunas particulares de sus comerciantes, fue reunido y llevado a bordo de un galeón y el buque zarpó guardando en sus entrañas, además de la tripulación, el tesoro, y con él a varios de sus poseedores.

—El episodio es histórico —observó Doc—. Lo consignó en su diario Esquemeling, que se hallaba al lado de Morgan cuando fue saqueado Panamá; poco después oyó hablar el pirata del tesoro; sabia que era de un valor que sobrepasaba en mucho al botín cogido por sus hombres, y lanzó en pos del galeón varias naves. Mas no supieron dar con él.

—¿Conoce el motivo, señor Savage? —interrogó Cere, tomando de nuevo la palabra—. ¿No? Pues voy a decírselo. Durante la travesía se amotinó la tripulación, asesinó a los oficiales del buque y a los dueños del tesoro y se apoderó de éste.

—¡Pero la historia no nos habla de semejante hecho! —protestó el hombre de bronce.

—Y, sin embargo, es muy cierto —replicó la señorita Oveja—. Ya le explicaré por qué estoy tan segura de ello. Ahora prosigo con el cuento; los amotinados no eran hombres educados, desde luego. Uno de ellos había oído decir que en las costas de la América del Norte había un paso franqueable, y sus compañeros compartían su creencia. Así, subieron hacia el Norte.

»El viaje fue largo y penoso, esa costa se tomaba cada vez más inhóspita, más yerma; el clima más riguroso. Hasta que, al cabo, para carenar el galeón, hubo que echar el ancla en una pequeña bahía. Tirando de él los marineros le dejaron sobre el suelo arenoso de una ensenada muy semejante por su estructura a un cañón. Poco después un temblor de tierra derribó una de sus paredes y el galeón quedó dentro de una especie de caverna.»

Aquí la belleza de Castilla hizo una pausa y después concluyó, mirando fijamente a Doc:

—El lugar del desastre se halla a unos kilómetros de aquí.

—¿Cómo lo sabe?

La señorita Oveja se encogió de hombros.

—Mi cuento se lo irá revelando, señor Savage —repuso—. Pero volvamos a lo que sucedió hace cientos de años: no toda la tripulación se hallaba a bordo cuando el terremoto sepultó al galeón. Cerca de él acampaban unos doce marineros y éstos abrieron una galería por la cual penetraron en la tumba (digo tumba porque les hallaron muertos) de sus camaradas. De estos desgraciados restan hoy sus esqueletos. Los trabajos de excavación habían durado varios días.

»Loe doce hombres pensaron en sacar el tesoro del galeón, cosa que impidieron los pieles rojas, que les hostilizaban constantemente. Entonces determinaron abandonarle y dirigirse al Sur, hasta dar con los hombres de su raza. Más tarde volverían por mar a la ensenada.

»Uno de ellos era diestro cincelador de marfil. Tomó seis pequeños trozos de esta materia y trazó sobre ellos, con su cincel, un plano perfecto del lugar donde yacía la nave. A continuación unió los seis fragmentos, colocándolos de modo que quedase hacia centro la parte esculpida, e hizo una caja, que rellenó de arcilla. Así parece sólida gracias a su relleno y a lo perfecto de su construcción.

—Pues esa caja es el dado de marfil, ¿no es eso? —interrogó Doc, adivinando instantáneamente la verdad.

—¡Sí, si! —replicó Cere—. Y aun abierta y extendida sólo es aparente el mapa, si se le examina muy de cerca.

—Bien; prosiga.

—Los marineros obturaron la entrada de la galería que conducía al fondo de la cueva —siguió diciendo Cere—, y partieron. Casi enseguida fueron atacados y asesinados casi todos, incluso el que llevaba la caja. Uno de ellos, antepasado mío —agregó, avergonzada,— dejó escrito el relato de lo sucedido y ese relato ha pasado de mano en mano por espacio de varios siglos.

—Bueno, su explicación aclara mucho la situación —observó Doc—. De modo que usted y su padre han venido aquí en busca del tesoro, ¿eh?

—Y también el Rábanos —corrigió Cere—. Él es quien sufraga los gastos de la expedición.

—¿Y esperaban hallar todavía la caja de marfil en el lugar donde se llevó a cabo la matanza? —tornó a preguntar el hombre de bronce.

Cere afirmó con un gesto.

—Si —dijo—. Pero nos hemos llevado un desengaño. La caja ha desaparecido sin dejar rastro.

—¿Y en vista de ello buscan ustedes el galeón?

—¡Sí, sí! Ardua tarea en estas costas accidentadas...

—¿Y mientras le buscaban surgió en su camino ese Alex Savage, improvisado y embustero?

—¡Sí, sí!

—Bien; ahora sólo me resta aclarar un detalle que me tiene perplejo: ¿por qué casualidad viajaban ustedes en el mismo tren que yo?

La muchacha le dedicó una sonrisa picaresca. Evidentemente la cautivaban los modales un tanto bruscos y la energía inconfundible que emanaba del hombre de bronce. Llevaba ya unos minutos sin quitarle la vista de encima.

Doc se había dado cuenta del efecto que producía en la muchacha, pero cuidaba de mantener inexpresivo el bronceado semblante. Para él las mujeres eran un problema.

Además, su existencia azarosa le impedía elegir una compañera y por fuerza tenía que hacerse el desentendido ante las elegibles representantes del bello sexo, el no por otra razón, por el mismo bien de ellos; sus enemigos formaban legión y no vacilarían en herirle mediante la mujer a quien él prefiriera sobre todas.

Claro que cuanto más seductora era la que el azar le ponía delante, tanto más difícil se le hacía rechazarla. Y si ella era seductora le sorprendía también hasta tal extremo ver que el hombre de bronce permanecía indiferente a sus encantos, que, instantáneamente, redoblaba sus esfuerzos para atraparle en sus redes.

—Aún no ha respondido a mi pregunta —dijo Doc a Cere, en vista de que callaba.

Ella se ruborizó intensamente.

—Perdón —repuso—. Estaba distraída. Pues... estábamos en el tren con objeto de librarnos de usted, para que no nos diera un disgusto.

—Supongo que no trataban ustedes de asesinarme, ¿eh? —dijo Doc, en tono seco.

—¡No, gracias! —exclamó la bella castellana.

Doc Savage meneó la cabeza con aire reflexivo.

—Sus sospechas respecto a mí carecen de fundamento —observó—. Ahora comprendo que eran obra de la persona que usurpaba el nombre de mi tío.

Con ansiosa expresión declaró Cere:

—Sí. Él nos decía que le había mandado a buscar con objeto de que nos quitara usted la vida, y, naturalmente, desde el momento en que sentamos la planta en el tren le consideramos como a una especie de ogro. Sabíamos que le habían dado fama sus actos de violencia.

—Violencia empleada únicamente contra aquellos que son a su vez violentos —corrigió Doc a la linda señorita.

—Es posible, señor Savage. Desde luego declaro que tuve mis dudas en cuanto le eché la vista encima.

Doc la obligó a cambiar de tema prontamente.

—En el tren alguien trató de ahogarla valiéndose de una correa de cuero. ¿Creyó usted que ese alguien era yo? —inquirió.

—Sí, sí —replicó Cere—. O mejor, fueron mi padre y el Rábanos quienes lo creyeron.

Hizo una pausa, esperando sin duda a que Doc indagara su opinión sobre el caso, pero el hombre de bronce dejó pasar la oportunidad.

—Su huída del tren me pareció muy sospechosa —observó, en cambio.

—Le diré: mi padre y el Rábanos le tenían miedo. Por ello decidieron escapar —explicó la señorita Oveja.

—Y esto nos trae al momento presente —concluyó Doc—. Sepamos ahora el objeto de esta conversación.

Cere bajó los hechiceros ojos.

—Siento decirle que mi padre y el Rábanos dudan todavía de usted, mas yo deseo que le hablen y se avengan a hacerlo.

—Así, ¿ha venido aquí para convencerme?

La señorita Oveja afirmó repetidas veces con inclinaciones de cabeza:

—¡Sí! ¡sí! Por favor, véales.

—Bien, pues; acepto encantado, si con ello la complazco.

—¡Oh, qué feliz soy! —exclamó Cere.

Doc se puso colorado, como si acabara de tomar un sorbo de café hirviendo.

Interrogó:

—¿Desea que vaya ahora mismo a verles, en su compañía?

—¡Oh, no! —replicó apresuradamente la muchacha—. En estos momentos están fuera de nuestro campamento. Han ido en busca del galeón... Esta noche, o mejor, esta tarde, a la puesta de sol, vaya allá... solo.

—¿Solo? —A Doc se le escapó la pregunta.

—¡Pues claro! Si le acompañan sus hombres avivará las sospechas de mi padre y del Rábanos.

Levantándose sobre la punta de los pies, Cere señaló hacia los árboles. A la distancia de un cuarto de legua aproximadamente había una línea de riscos.

La muchacha parecía indicar un boquete abierto en ellos y semejante por su forma a un corte producido por un cuchillo gigantesco.

—Nuestro campamento se halla al otro lado— —observó, sonriendo—. ¿Irá usted?

—Iré, e iré sólo por el gusto de penetrar por esa abertura —le prometió Doc.

Doc era rápido en sus movimientos, extraordinariamente rápido. Pocos hombres podían alabarse de haber dado en el blanco al hacer fuego sobre él, aun cuando pueda parecer exagerada la afirmación.

Sin embargo, antes de que pudiera evitarlo, había recibido un beso en plena boca, Fue una caricia ardiente, prolongada y deliciosa, en opinión del propio Doc.

Como asustada de su atrevimiento, Cere le volvió la espalda y escapó.

Antes de perderse de vista se detuvo, sin embargo, a mirar atrás.

Doc Savage había desaparecido.

Entonces reanudó la marcha, mas en lugar de dirigirse en línea recta a los riscos donde tenía instalado el campamento, según acababa de declarar al hombre de bronce, torció a la derecha.

Inesperadamente surgieron ante ella su padre y Rábanos.

—Te hemos estado observando, hija mía —cloqueó el señor Oveja: ¡Has estado muy bien!

—Sí. Como dicen los americanos, se ha tragado el anzuelo, el cordón y la caña —replicó Cere, con orgullosa sonrisa.

—Pero ese bronceado caballero no es tonto —observó, en serio, el Rábanos—. ¿Está segura de que no sospecha el engaño?

—Ha sido como un corderito en mis manos —replicó altiva la muchacha.

El Rábanos se encogió de hombros.

—El cordero se transformará en león si sospecha algo, señorita.

—¿Qué le has dicho? —interrogó a Cere su padre.

—Pues, como es muy listo —replicó la linda castellana,— no me he atrevido a mentir. Le he hablado de nuestro antecesor y del galeón del tesoro, cuya historia desconocía, según ha manifestado.

—¡Hum! ¡Es un embustero! —gruñó el señor Oveja—. Se calla lo que le conviene y dice lo demás. Recuerda siempre que trató de matarnos en el tren.

—Yo no lo aseguraría, padre —Cere se había quedado pensativa.

El señor Oveja le dirigió una mirada severa.

—Ese bronceado caballero —observó, chasqueando la lengua—, es demasiado guapo. Por consiguiente, no podemos fiarnos de tu opinión; todavía eres muy joven.

La señorita Cere hirió el suelo con el pie.

—¡Ya me parecía a mí que saldríais con eso! —exclamó, malhumorada—. Pues bien: tened en cuenta que no quiero que se le haga ningún daño.

—¡No se le hará, pierda cuidado! —profirió vivamente el Rábanos—. Lo agarraremos simplemente y lo tendremos en rehenes hasta que nos entreguen el dado de marfil; cambiaremos por éste al hombre de bronce.

—¡Mejor le cortaría el pescuezo! —rezongó el señor Oveja.

—Nada de violencias: insisto en ello —dijo el Rábanos.

—Sí, sí, como quiera —replicó el viejo.

Y se alejó con el niño de la cara bonita y su hija, en dirección al campamento.

Este no había sido levantado junto al acantilado, sino a cierta distancia, hacia el Norte, en la linde de una selva pedregosa y junto a una planicie sembrada de rocas. En dicha planicie descansaba un aeroplano sobre una de sus alas; la otra aparecía desgarrada, y aplastada una de las ruedas del tren de aterrizaje.

El Rábanos lo miró al pasar y murmuró en español:

—Sí que ha sido mala pata que haya ido a chocar con una piedra mientras aterrizábamos. ¿Hasta cuándo permaneceremos en estas soledades?

Para cobijarse disponía el grupo de unas tiendas pequeñas de campaña, pintadas de verde claro.

Cere entró en una de ellas y se ocupó en acicalarse un poco. Había descubierto qué el aire de la comarca le echaba a perder el cutis y, además, para una, mujer es punto menos que imposible parecer atractiva con unas botas claveteadas, pantalones de pana y blusa de franela, prendas que componían entonces su indumentaria, ya que eran las más resistentes y apropiadas para aquellos parajes.

El señor Oveja y el Rábanos se retiraron a sus tiendas respectivas. Eran hombres de ciudad y, por consiguiente, estaban poco habituados a las marchas prolongadas al aire libre, de modo que alternaban un periodo de ejercicio con otro de descanso.

Los bosques estaban sumidos en un silencio profundo y la niebla se cernía sobre ellos en volutas muy parecidas al humo. De la plaza distante llegaba hasta el campamento el sordo rumor de las olas que iban a morir en la línea rocosa del litoral. ¡Bueno era reposar en aquella quietud tras de un día de fatiga!

En un rincón melancólico del bosque, situado a una legua escasa del campamento, reuníase, una hora después, un cónclave siniestro: Una convención demoníaca cuyos preliminares se llevaron a cabo con el mayor sigilo y precaución. La reunión componiase de once individuos pelinegros, que habían surgido del bosque de improviso, y avanzaban en silencio, como si temieran ser vistos. Sus rostros eran repulsivos.

Estos hombres eran los secuestradores de la bella miss Savage.

En sombría caravana se dirigieron al rincón ya mencionado por ser allí más densa la espesura; se apiñaron y aguardaron, sin pronunciar palabra.

—Cere ha preparado la trampa en que caerá Doc Savage —dijo de pronto una voz hueca.

Su articulación lenta de palabras tan portentosas, el acento grave y sonoro con que fueron moduladas, hizo a sus oyentes la impresión de que escuchaban el redoble de un exótico tam —tam.

Evidentemente, la voz era fingida. Su dueño parecía hallarse a la izquierda, distante unos cincuenta pasos del grupo y los árboles le ocultaban por completo.

Los bandidos no demostraron sorpresa alguna. Sin duda esperaban oír aquella voz. Varios de ellos miraron furtivamente en dirección al punto de donde provenía. Era como si desearan vislumbrar al que hablaba, pero ninguno se movió.

—¿No habrá posibilidad de una equivocación? —preguntó nerviosamente un forajido.

—Savage es astuto y pudiera no caer en la trampa.

La voz, prorrumpió en una hueca carcajada.

—Esta vez le ha engañado una mujer y estaba harto deslumbrado para albergar sospechas. Tendríais que haber visto lo quieto que se quedó después de recibir un beso de Cere.

—Has tenido una buena idea al valerte de esa mujer —murmuró otro bandido.

—Y lo mejor del caso es que ella misma lo ignora —replicó la voz.

Otro bandolero comenzó a decir, vivamente:

—Pero yo creía qué ella...

—Sabe, en efecto, que engaña a Doc Savage —explicó la voz, interrumpiéndole;— pero ignora que pensamos matarle.

—¿De qué modo?

—Mira a tu derecha. ¿Ves aquella brecha abierta en la línea del acantilado?

No había necesidad de una contestación. La hendidura era perfectamente visible desde el bosquecillo.

—Pues bien: os apostaréis al otro lado —siguió diciendo la voz—. ¿Tenéis las ametralladoras?

—Si, las tenemos.

—Instaladlas junto a la brecha —ordenó la voz del oculto jefe—, y en cuanto aparezca Savage haced fuego sobre él.

—Así lo haremos.

—Pues basta por hoy. ¡Despejad!