CAPÍTULO XIV

DOBLE TRAMPA

UNA hora antes de la puesta de sol no había hablado todavía Doc, a sus amigos de la entrevista con la señorita Oveja. Claro que de los cinco quedaban sólo dos en la cabaña.

Monk «operaba» en la cocina, rodeado de probetas, retortas, crisoles, alambiques y otros chismes de laboratorio que ocupaban una extensión alarmante. En aquellos, momentos hacia nuestro químico diversos análisis de ensayo.

Ahora bien; si de ellos sacaba o no conclusiones respecto a la modorra misteriosa, era cosa de la cual aún no había dicho una palabra.

Afable, cortés, complaciente, se extasiaba Ham junto a Patricia Savage.

Esta señorita le cautivaba, pues no sólo era bella entre las bellas, sino también la más inteligente que había conocido.

Él y Patricia ocupaban, una hora antes de la puesta de sol, un banco rústico que había delante de la casa.

—No querrá usted creerlo —decía Ham,— y no obstante, ese vulgarote de Monk tiene una esposa y trece hijos.

—¡Caramba! Qué barbaridad! —exclamó miss Savage.

Ham reforzó su aserto con una solemne cabezada.

—Y es más: esas trece criaturas —agregó—, son como su padre: aficionadas a columpiarse del techo o de una lámpara... o de un árbol, ¡qué sé yo! Lo llevan en la sangre.

Patricia le miró, curiosa. Tan impenetrable le pareció el semblante del abogado como el de un juez.

—¡Qué raro! —Monk le había contado del otro una historia parecida, salvo una variante, a saber: que los trece hijos de Ham tenían tan poco conocimiento como su padre. Desde luego, ambos trataban de embromarla y de reírse uno a costa del otro.

—Usted y míster Mayfair son excelentes amigos, ¿verdad? —preguntó, muy seria.

Ham pestañeó. Rara vez oía llamar a Monk “mister Mayfair”, por lo cual de momento quedó desconcertado.

—¡Amigos! —exclamó, una vez hubo identificado el nombre—. ¡Nada me produciría mayor placer que cortarle las orejas!

Habeas Corpus, el cerdo, erraba en torno al banco. De pronto fue a sentarse delante del banco y miró a Ham. Tenía unos movimientos muy humanos.

Luego se levantó sobre sus patas traseras.

—¿Quién es su acompañante, miss Pat? Tiene toda la traza de un vagabundo —dijo la voz ventrílocua de Monk, por medio de las abiertas mandíbulas del animalito.

Indignado, Ham le largó un puntapié. ¡Vano empeño! El cerdo lo evadió con una ligereza asombrosa.

Volvió la cabeza y lanzó miradas fulminantes en todas direcciones. Sin embargo, Monk no estaba a la vista. Debía hablar desde una ventana.

Patricia se reía con toda el alma. Era altamente satisfactorio para ella hallarse entre aquellos hombres arrojados, alegres y de buen humor, cuyos frecuentes pasos de comedia atenuaban la gravedad de sus actos.

Quince minutos después apareció Monk en la puerta de la cabaña, con cara de inocencia.

—¡Doc! —llamó.

El hombre de bronce acudió desde la casilla de los botes, al parecer.

—No hallo nada que me indique la causa del sopor misterioso —le comunicó el químico.

Repetidas veces había rondado por la tarde sobre sus cabezas un aeroplano, pasando y repasando sistemáticamente sobre la cabaña. Era como si buscase algo. En realidad habíase remontado dos veces la primera a poca altura, menos de quinientos metros; la segunda a mayor elevación.

Tan alto volaba que apenas se percibía desde tierra el zumbido del motor.

En el aparato iba Renny sacando un mapa fotográfico de la comarca. La persona no iniciada hubiera jurado que no se pueden obtener fotos en tiempo nebuloso. Pero, mediante los ultra —rayos, Renny las obtenía tan buenas como a la luz del sol.

Ahora hacía algún tiempo que le habían perdido de vista sus compañeros.

Por ello, cuando surgió de la espesura y se aproximó a la vivienda nadie se sorprendió. La desaparición del aparato en el espacio indicaba que había aterrizado, como así era, en efecto, ya hacía algún tiempo. Bajo el brazo traía un paquete y envueltas en él unas cuantas fotos y la cámara fotográfica. Una vez en el interior de la casa, Renny colocó sus placas sobre la mesa. No había gastado tiempo en revelarlas. La cámara que empleaba era de un tipo especial y las imprimía por sí misma, según las iba tomando.

—He obtenido toda una colección —dijo Renny a Doc.

—¡Caramba! ¡Jamás vi fotos tan claras! —exclamó Patricia, que había entrado tras ellos en el salón para inspeccionar la labor del ingeniero.

—No es nueva la idea de obtener fotografías mediante films o lentes sensibles a los ultra —rayos— explicó Renny —. Hace años era un secreto de Estado; hoy se aplica el invento al comercio en gran escala.

—Ellas se distinguen, no obstante, por la dureza de su sombreado —observó Ham, prosiguiendo la explicación en beneficio de Patricia,— y por ello no se aplican a la fotografía corriente. En esta clase de retratos saldría uno tan feo como... como Monk, pongo por caso.

Monk recibió el insulto con la sonrisa en los labios.

Doc, entretanto, examinaba la obra del ingeniero mediante una potente lente de aumento. Dispuestas conforme al orden en que se habían tomado, las vistas componían un mapa completo de la región.

Johnny y Long Tom, que continuaban fuera, aparecieron en el momento mismo en que comenzaba Doc su examen.

El primero manifestó, quitándose las gafas con objeto de limpiar la lente correspondiente al ojo izquierdo.

—Tengo poco que comunicaros. Naturalmente, he hecho un examen superficial de estos parajes, pero en ninguna parte he hallado señal de que existan filones valiosos, ni es favorable a ello la formación del terreno.

Doc interrogó a Long Tom con la mirada.

—Tampoco yo he descubierto nada de extraordinario bajo los estratos rocosos —replicó secamente, el mago de la electricidad.

—De modo, caballeros, que nos dejan como estábamos —resumió Ham.

—Aguarda, que aún no he concluido —repuso Long Tom;— pero, en cambio, he visto...

—¿Qué has visto?

—Un montón de esqueletos bajo una cornisa rocosa —concluyó Long Tom.

—Ahí debe ser donde halló mi padre el dado de marfil —observó Patricia.

Doc propuso a todos:

—¿Vamos a verlo?

Renny reunió en un montón las vistas y se las guardó en el bolsillo.

El lugar en cuestión se hallaba muy próximo a la cima de una montaña pedregosa. Más que una cornisa propiamente dicha, era una profunda excavación abierta en la ladera rocosa de la montaña; un saliente proyectado hacia afuera, en su parte superior, convertía la abertura en una especie de cueva, para llegar a la cual era necesario realizar una penosa ascensión no exenta de peligros.

—Hasta hoy el único visitante de esta montaña ha sido probablemente mi padre —observó Patricia.

—No me extrañaría nada —fue la respuesta de Ham, que subía jadeando en pos de ella. La ascensión contribuía a aumentar el mal estado de su indumentaria; sin embargo, dijo por todo comentario:

—¡Qué lugar más a propósito para las cabras!

Después se halló delante de los esqueletos. Los cráneos mondos y lirondos de los humanos despojos, blancos como la nieve, ofrecían señales inequívocas de haber sido raspados con un cuchillo. Estas marcas hablaban por sí solas; decían que se había despojado del pericráneo a las pobres víctimas.

—Pertenecen a hombres blancos —afirmó Johnny, cuyos conocimientos en antropología eran indiscutibles—. Están bien conservados por hallarse a cubierto de las inclemencias del tiempo. Esa cueva es un verdadero “pocket”

Dirigiendo a Long Tom una mirada penetrante, interrogó Doc:

—¿Has cavado, por casualidad, en torno a estos huesos y alisado después la arena del fondo de la bolsa?

—No —replicó sorprendido el interpelado.

Miró al suelo y, en efecto: alguien había removido la arena en torno de la bolsa y después la había alisado otra vez cuidadosamente con objeto, sin duda, de producir la sensación de que no se había tocado.

—Patricia: te equivocaste cuando dijiste, hace un momento, que tu padre era el único visitante de este lugar. Por el estado de la arena se deduce que ha habido aquí un registro, desde el cual han transcurrido ocho días escasos —observó Doc.

—¿Crees que los autores de él andan buscando también el dado de marfil? —balbuceó miss Savage.

Doc hizo una inclinación de cabeza.

—Sí —repuso—. Andan tras del objeto que llevaban consigo los tripulantes asesinados del galeón.

Instantáneamente se convirtió en el centro de atracción de todas las miradas.

—¡Hola! —exclamó Monk—. Tú sabes algo que nosotros ignoramos.

Doc hizo un gesto afirmativo y enseguida procedió a relatar a sus amigos la entrevista con la señorita Oveja. Palabra por palabra repitió en su obsequio la historia del saqueo de Panamá, la salida del puerto del galeón llevando un tesoro en las entrañas y la rebelión a bordo. Únicamente omitió el incidente del beso.

—Esa señorita Oveja opina —dijo, para terminar,— que el galeón está sepultado en este litoral, no lejos de aquí, y que en el mapa esculpido en el interior del dado se señala su situación exacta.

—Bueno; pero, •¿dónde está esa caja? —interrogó Monk, con impaciencia.

No obtuvo respuesta. Si Doc Savage sabia alguna cosa no hizo mención de ello. Y, naturalmente, ninguno de sus acompañantes tenía la más ligera idea de su paradero.

Levantando la vista, observó el manchón rojo entre la niebla que indicaba la posición del sol. Este declinaba muy deprisa; semejaba una hoguera encendida en el horizonte.

—Oye, Doc —preguntó después—. Dices que vas a la puesta de sol, a entrevistarte con tus enemigos, ¿no es eso?

—Eso es —replicó su jefe.

—Pues va siendo hora de que menees las piernas —concluyó Monk.

Doc, se volvió al abogado.

—Ham: acompaña a Patricia hasta casa —le ordenó. Y agregó, dirigiéndose al resto de la pandilla:— Vosotros venid conmigo. Monk ha dicho bien: ya es hora de emprender la marcha.

Por una vez en su vida Ham dio muestras de estar en desacuerdo con su jefe respecto a la encomendada misión de velar por Patricia. Presentía que iba a perder una ocasión excelente de entrar en acción. Con todo, ofreció su brazo a miss Savage y se la llevó.

—¡Un momento! —exclamó Monk antes de que la pareja se perdiera de vista—. Miss Pat: ¿le molestaría encargarse de Habeas Corpus? Una excursión en estas circunstancias puede serle fatal.

—¡Vamos, quita allá! —protestó indignado Ham—. ¿Crees que miss Pat va a acceder a semejante pretensión?

—¿Por qué no? —dijo Patricia—. El cerdo me parece un animalito muy inteligente.

—¡Oh, ya lo creo! —replicó Monk, riendo—. ¡Habeas Corpus en pos de la muchacha más bella del mundo!

Instantáneamente el cerdo se fue tras de Patricia y de su disgustado caballero.

—De modo que nos llevas contigo, ¿eh? —preguntó a Doc el químico en cuanto hubo desaparecido la pareja.

—Así parece.

—¿Pues no has dicho a la señorita Oveja que irás solo al lugar de la cita? —interrogó Renny.

—Es que no pienso ir hacia ese lado —replicó Doc.

—¿Eh? —gruñó Monk.

Para explicar su cambio de idea sacó Doc del bolsillo de Renny las fotografías de la región y las colocó sobre la arena, junto a los esqueletos.

Tomando a continuación las gafas del flaco Johnny, se sirvió de la lente de aumento que aquéllas llevaban.

Entonces hizo una seña a sus hombres de que se aproximaran y les indicó una serie de curvas blanquecinas que se prolongaban en toda la extensión del mapa.

—Esta es la línea de los arrecifes —dijo—. Y esta es la abertura donde se halla enclavado el campamento de la señorita Oveja. Miradla bien: ¿qué notáis en ella?

—¡Diantre! —explotó Monk—. Es la entrada de un callejón sin salida. En él no se ve ni rastro de campamento alguno.

—Pues vuelve a observar detenidamente la fotografía —sugirió su jefe.

Monk obedeció, haciendo gestos, y de pronto, se quedó sin aliento.

—¡Mira esto! —aconsejó a Renny, con voz atronadora.

—¡Por el Toro sagrado! —exclamó el ingeniero, tras de echar una ojeada a la foto.

—¿Es que se trata de un secreto? —profirió vivamente Tom, que no veía nada porque no le dejaban sus compañeros.

—No. En torno a la brecha abierta en la escollera —le explicó Monk—, hay dispuesta una serie de ametralladoras y, a su lado, hombres ocultos. Se ve que al oír el aeroplano de Renny no se molestaron en ocultarse. Desde luego no podían sospechar que se pudieran sacar fotografías con esta niebla.

—¡Pero eso es una emboscada! —dijo Long Tom.

—Pues claro, hijo —replicó en tono seco el químico.

Long Tom se volvió a Doc.

—¿Sospechabas esto antes de ver las fotografías? —quiso saber.

Doc tardó en darle una respuesta.

—La insistencia demostrada por la señorita Oveja al pedirme que acudiera solo a la cita era levemente sospechosa —replicó al cabo—. Confieso, sin embargo, que entonces no dudé de ella.

—¿Y qué haremos ahora? —preguntó Renny, el de los grandes puños—. ¿Echar a correr tras de los hombres de las ametralladoras?

—No. Primero haremos una visita al señor y a la señorita Oveja y al Rábanos —decidió Savage.

—Pero, ¿dónde está su campamento?

Doc tornó a señalar un punto del mapa.

—Muy cerca de aquí. Mirad. En el claro, a la izquierda, está el aeroplano que les ha traído a estos parajes, aparentemente destrozado.

Sombríos, silenciosos, albergando una decidida resolución, descendieron los cinco hombres por la abrupta ladera de la montaña, abandonando a su suerte la macabra colección de esqueletos.

Había anochecido con increíble rapidez. La niebla se descorría como un velo, dejando ver un cielo negro tachonado de estrellas cuyo fulgor atenuaba la luz de una hermosa y pálida luna llena.

Mayor visualidad y más perfecta ofrecía esta noche plácida que el brumoso día que acababa de transcurrir.

En su campamento, un sentimiento de expectación había asaltado súbitamente al señor Oveja, la señorita Oveja y al Rábanos. Los tres acababan de engullir una cena hecha sobre un hornillo portátil de gasolina, que no daba humo.

La linda Cere lavaba los platos a estilo del país, o sea fregándolos primero con arena y escurriendo ésta después. Mas a juzgar por los mohines que hacía, no parecía estar muy convencida de que quedaran bien.

—¿Todavía no nos vamos? —preguntó una vez, en español.

—Tú te quedas aquí —ordenó tranquilamente su padre.

—¡Desearía acompañaros!

—¡No! —dijo, con firme acento el señor Oveja.

Y aquí acabó la cuestión. En el país de la bella Cere los hijos no discuten las órdenes de sus padres.

—¿Verdad que no le haréis daño al hombre de bronce? —interrogó, con ansiosa expresión.

—¿Qué te importa lo que pueda pasarle a Doc Savage? —exclamó vivamente el señor Oveja. Y agregó, volviéndose al Rábanos:— Vamos, señor. Se aproxima la hora de la cita.

Y se fue en busca de su rifle, que estaba apoyado en una roca tan voluminosa como una ballena.

Las sombras proyectadas por la luz de la luna oscurecían su base de tal suerte que la cima parecía flotar en el espacio.

El señor Oveja fue a extender el brazo y, de súbito, emitió un grito extraño, mitad sollozo, mitad quejido plañidero, y cayó hacia atrás. Su cuerpo se vino al suelo en un estado de perfecta rigidez, que continuó aun después de entrar en contacto con la arena. Era lo mismo que si acaba de convertirse en estatua de piedra. En el momento de la caída osciló de un lado a otro como una cuna y levantó pies y brazos simultáneamente sin perder aquella singular rigidez.

Cere lanzó un grito desgarrador.

—¡Padre!

Con la velocidad del rayo corrió a arrodillarse junto a su padre, le asió por uno de los brazos tiesos cuyos músculos parecían de acero y trató de estirarlo. ¡Vano empeño! El miembro le obedecía para tornar enseguida, semejante al miembro helado de un cadáver, a recobrar su primera posición.

—¡Ay, ay! —gimió Cere. Se volvió al Rábanos con intención de pedirle ayuda y el estupor la dejó clavada en el sitio, con los labios entreabiertos y la mirada fija.

El Rábanos también era víctima de la fantástica parálisis. Estaba tendido en tierra, abierto de piernas y de brazos, como si le hubiera descoyuntado súbito tormento. Cere examinó su rostro vuelto y expuesto a la luz de la luna.

Sus facciones no expresaban el más leve dolor; Sólo un asombro sin límites.

—¡Rábanos! —llamó Cere.

Como estaba muy cerca de él, le vió mover los ojos y seguir la dirección indicada por su voz. Evidentemente se daba exacta cuenta de lo que estaba sucediendo, pero no podía moverse ni hablar.

EL hecho era de los más extraordinarios que presenciara la gentil «señorita», y movida por el terror, paseó en torno una mirada recelosa.

De las sombras circundantes no salía el más leve rumor que pudiera indicarle la causa de lo ocurrido, ni sobre los cuerpos de su padre y del Rábanos descubrió la marca que temía.

De pronto dio un salto de costado y trató de escabullirse. Ya era tarde.

Quizá su movimiento no fue bastante rápido.

Unas manos bronceadas que surgieron inopinadamente, en la oscuridad, a su espalda, la sujetaron por los brazos. Sus dedos se cerraron como garras de acero en torno a sus muñecas. No obstante, la fuerza de su presión, no produjeron en ellas dolor alguno. Pero la mantuvieron como clavada en su sitio.

Cere quiso desasirse de un tirón, pero se dio en el acto cuenta de la inutilidad de su esfuerzo, y no hizo más resistencia. Ahora sabia que era Doc Savage el responsable de la parálisis que había sobrevenido tan impensadamente a su padre y al Rábanos.

—¿Qué les ha hecho usted? —interrogó sin volver la cabeza.

Doc no le contestó. Las formas hercúleas de Monk y de Renny se dibujaban en la obscuridad, junto al campamento. Por el lado opuesto aparecieron Johnny y Long Tom.

Doc soltó a Cere y ella echó a correr. Mas antes de que hubiera salido del claro, la alcanzó Doc, la tomó en brazos y la volvió al campamento. El contacto de sus manos era de una suavidad extrahumana; sin embargo, la mujer se sintió débil como un niño para luchar contra él.

De momento no consiguió saber lo que tenían su padre y el Rábanos. Las hercúleas formas de Monk y Renny le cerraron el paso, cuando Doc se acercó a los cuerpos inertes de los dos hombres.

Con la seguridad que da la experiencia, oprimió ciertos centros nerviosos sobre los cuales había producido previamente la parálisis mediante un leve toque, y les libró de la extraña dolencia.

De todos modos ni uno ni otro recobró, instantáneamente, el uso de sus miembros, antes tuvo que pasar un minuto. Doc aprovechó el intervalo para registrarlos. Cada unos de ellos llevaba un par de revólveres al cinto. Doc se los quitó y asimismo se incautó de un cuchillo que, dentro de su funda, guardaba bajo la camisa el señor Oveja.

—¿Qué significa esto? —inquirió indignado el viejo.

—Que no es usted tan listo como se cree —tronó el vozarrón de Renny.

—Ahora no tenemos tiempo de entrar en discusiones —observó Doc, atajando la que era inminente—. Long Tom, Johnny: a vosotros os encomiendo la custodia de los prisioneros; —Monk, Renny, venid conmigo.

—¿Adónde? —preguntó el primero.

—Al cañón de la emboscada —fue la respuesta de Savage.