CAPÍTULO VII

LOS ASALTANTES

EN tanto, el tren continuaba su marcha hacia el Oeste, en pos de la locomotora y una nube trágica se cernía sobre él.

El Rábanos chillaba desaforadamente, agitando los brazos:

—¡Ese hombre, ese Savage, es el asesino!

A su vez murmuraba Renny mostrándole los puños formidables:

—Repite eso otra vez, cara bonita, y te rompo las narices.

Habeas Corpus, el favorito de Monk gruñía a más y mejor.

—También yo le creo culpable —afirmó el señor Corto Oveja, clavando en Doc una mirada centellante.

La linda señorita, con una mano puesta sobre la boca, pugnaba por contener los sollozos que le desgarraban la garganta. Era la única que no formulaba acusación alguna contra el bronceado desconocido.

Hacía dos horas que duraba el alboroto en el tren.

Todavía permanecía tendido sobre un charco de sangre el cadáver de Wilkie en el cuarto lavabo; todavía no se había logrado capturar a sus asesinos.

Con la ruidosa violencia característica del carácter latino habían gritado el Rábanos y el señor Oveja, de un extremo a otro del tren, que el matador del pobre Wilkie era Doc Savage y continuaban voceándolo insistentemente.

Lo ruidoso de la afirmación iba produciendo su efecto.

—Este hombre ha sugerido la comisión de que se encargó el jefe del tren y gracias a la cual ha encontrado la muerte —repitió el Rábanos por vigésima vez.

—Misión ridícula en extremo, dicho sea de paso —observó el señor Oveja,— pues se trataba nada menos que de convocar y de sujetar a interrogatorio a los españoles que iban a bordo.

—Son unos cuantos, ¿no? —observó Renny con toda intención.

—¡Ya los ha oído usted! —profirió con calor el Rábanos—. Se dirigen a la costa del Pacífico en respuesta a la convocatoria de una sociedad española cuyo congreso anual se celebrará un día de estos.

El hecho era cierto. Esa docena de individuos de raza española que viajaban en el transcontinental, acababan de declarar, sin excepción, que iban a una asamblea y confirmó la existencia de ésta por haber leído su anuncio en el diario, cierto pasajero oficioso.

Aun no se había procedido a la detención del hombre de bronce, mas ello se debía simplemente a la ausencia de agentes de policía.

Desde el punto de vista de Doc, el más desagradable de los acontecimientos desarrollados era obra del señor Oveja. Dicho señor había expedido un telegrama a nombre de la Policía Montada, en el cual le rogaba que mandara unos agentes a la estación más próxima con objeto de que llevaran a cabo la detención de Doc Savage y, como en su calidad de rápido, no se había detenido el tren desde el descubrimiento del cuerpo de Wilkie, el señor Oveja había dejado caer en un apeadero el despacho telegráfico.

Renny maniobró hasta colocarse al lado de su jefe.

—Esto va tomando mal cariz —le dijo en voz baja—. Repara en que no hay ni el más leve indicio que nos muestre quién ha asesinado a Wilkie.

Un grito frenético de Rábanos le cortó la palabra.

—No se puede consentir que hablen reservadamente esos dos hombres —protestó—. Podían concertar una fuga.

Doc Savage hizo un gesto de cansancio y tomó asiento.

—Renny, ¿haces el favor de ir a buscarme un poco de agua? —pidió a su compañero.

—Con muchísimo gusto.

En un ángulo del coche había, adosado a la pared, un largo cilindro de vidrio y dentro de él, vasos de papel que dejaban caer cada vez que se introducía en él una moneda de cobre.

Pero Renny salió del coche en busca, sin duda, del lugar donde se elaboraba la comida.

Pasado un instante regresó, trayendo en la mano un vaso corriente de ancha boca, lleno hasta el borde de agua helada.

Doc apuró su contenido, mas conservó el vaso entre las manos y, jugando con él, interrogó a la hechicera Cere:

—Dígame, señorita: ¿Me permite pedirle un favor?

—¿Qué favor? —replicó, secamente, la muchacha.

—¿Por qué me cree un enemigo?

—¡Hablaremos de eso delante de la Policía Montada! —le prometió el Rábanos, terciando inesperadamente en el diálogo.

—¡Cállese o le rompo la cara! —observó Renny con voz tonante.

—Toma —dijo Doc, alargándole el vaso.

La faz puritana de Renny asumió una expresión singular y partió como para devolver el vaso.

Long Tom, el pálido, y Johnny el flaco, se fueron detrás de él, aparentemente sin objeto alguno determinado.

De allí a poco, se disgregó del grupo Ham, blandiendo su estoque, y, pisándole los talones, salió Monk con Habeas Corpus bajo un brazo.

Una vez en el pasillo los ocupantes del coche oyeron cómo era invitado por el vivaracho abogado a no seguirle los pasos.

—No debemos descuidar nuestra vigilancia sobre esos hombres —manifestó el Rábanos.

Un pasajero observó:

—No tema que se escapen. Vamos a sesenta por hora y a esta velocidad no es posible que se arriesguen a apearse del tren.

Doc Savage se había aproximado, mientras, a una mesa con servicio de escribir, y tomaba un bloc de telegramas en blanco. Arrancando una hoja, la encabezó con la dirección de la Policía Montado de la metrópolis, donde el tren debía detenerse de allí a poco, y debajo escribió:

“Les aconsejo tengan brillantemente iluminada estación y sus alrededores, a la llegada del tren. Punto. Preparen tropa suficiente para que nadie escape. Punto. Se me figura que se trama algo malo. Doc Savage.”

Metió la hoja de papel en el pañuelo y ató éste, tras de colocar en su fondo, como peso dos dólares de plata; luego abrió la ventanilla. Hizo esto a la vista de todos para evitar que algún pasajero excitado hiciera fuego sobre él.

Consultó su reloj y aguardó. Había mirado ya el horario y sabía que iban a pasar muy pronto por una pequeña ciudad.

La sirena del tren exhaló un gemido. A distancia se abrió una pupila rojiza y temblorosa que se aproximaba velozmente. Era la ventana iluminada de la estación. Al brillo deslumbrante de los faros del tren, aparecía como una caja de fósforos.

Junto a la puerta principal estaba, de pie, un hombre que llevaba una visera verde y manguitos negros hasta los codos. Detalles de su indumentaria que le señalaban como telegrafista.

Al pasar él rápido, silbando, le arrojó Doc el parte con una puntería fantástica, si se considera la velocidad que llevaba el tren; el pañuelo cayó en las propias manos del hombre.

Satisfecho, Doc cerró la ventanilla y, con el rabillo del ojo, reparó en algo extraordinario.

El señor Oveja se apartaba rápidamente de junto a la mesa en que acababa él de escribir el telegrama como si hasta aquel instante hubiera estado inclinado sobre ella.

Doc se hizo el distraído. Sabia perfectamente qué era lo que había estado haciendo el señor Oveja: había leído la copia del despacho telegráfico que Doc redactara, en una hoja de papel carbón, preparada sobre la carpeta.

Era muy posible que el señor Oveja imaginara que acababa de llevar a cabo un acto detectivesco, mas la verdad era que el hombre de bronce había dejado al descubierto la copia, con objeto de atraer sobre ella la atención del caballero.

Deseaba sorber cómo reaccionaria, pero se frustraron sus ilusiones. El señor Oveja se reservó su opinión sobre el caso.

Durante la media hora subsiguiente permaneció Doc a la expectativa, por si se acercaba algún otro pasajero a la mesa con objeto de echar una ojeada sobre la hoja de papel carbón.

Pero nadie se aproximó.

El tren rasgaba con ímpetu las tinieblas, con gemidos atronadores se lanzaba sobre los puentes que hallaba al paso, ascendía, resoplando, las cuestas.

No sé quién ha dicho que la presencia de la muerte hace enmudecer a los vivos. Personaje tan sabio, debía haber viajado en aquel tren rápido.

De seguro hubiera oído hablar más que en una cámara de comercio durante el lunch. Esas discusiones se sucedían en los fumoirs, pullmans, comedores y salones.

Un número determinado de pasajeros que desconocía la existencia de Doc Savage, eran allí informados prontamente.

De estos informadores se hizo notar uno que permaneció hablando más de cinco minutos de las habilidades extraordinarias de Doc Savage y de las cosas buenas que había llevado a cabo, y, como para concluir, observara: «Es un ser misterioso en grado sumo, poca se sabe de él», provocó esta réplica irónica de su oyente:

—¿Misterioso? ¡Pues yo veo que sabe usted más de su vida que de la del príncipe de Gales!

—No es ese el sentido de la palabra —dijo el parlanchín—. Quiero decir que a ese Savage no le gusta que se hagan públicas sus proezas. No suele alardear de ellas. Por ejemplo, tome a sus cinco ayudantes. Uno de ellos es ingeniero; otro, abogado; otro, químico; otro, geólogo, y otro, técnico electricista. ¿Qué sabe usted de ellos?

—Sólo esto: que en su esfera cada uno de ellos es una eminencia —replicó el oyente.

—Justamente. Pues bien; Doc Savage sabe más que todos ellos juntos de ingeniería, química, leyes, arqueología y electricidad, es también maestro en otros campos del saber humano. Sé de buena tinta que no tiene rival como cirujano.

—Su vida parece un cuento de hadas.

—¡Ya lo creo! Por ello opino que no ha sido él quien ha asesinado al pobre negro y por nada del mundo quisiera hallarme en el pellejo del asesino. Savage dará con él; estoy seguro.

Sin percatarse de esta discusión, ni de otras similares, regresó Doc Savage a su coche salón y apenas hubo entrado en él, su mirada penetrante notó algo desusado.

En el fondo de la papelera descansaba un periódico doblado... y él no lo había puesto allí.

Sin apresurarse, fue a cerrar la puerta con llave, y hecho esto, se aproximó a la papelera.

El periódico se publicaba en la gran ciudad por delante de la cual pasara el tren unas horas antes. En su estación había subido al tren el infortunado Wilkie... y tras de él el señor Oveja, la bella Cere y el Rábanos.

Envuelto entre sus pliegues, había un cuchillo con la hoja tinta en sangre.

El ojo experto de Doc midió su longitud y decidió que encajaba perfectamente en la herida que produjera la muerte a Wilkie.

De una de las numerosas maletas que llenaban el salón extrajo una lente potentísima, y, con ella, examinó el pomo del cuchillo. Pero habían sido borradas de él las posibles huellas dactilares.

Doc abrió entonces la ventanilla y lo arrojó al vacío, lejos.

Una ojeada al reloj le convenció de que pronto (pasados exactamente trece minutos) llegaría el tren a la estación de término.

Nueve minutos después sucedió lo imprevisto.

De debajo del tren surgió el súbito chirrido del acero al resbalar sobre otro acero. Fue como la queja de un monstruo demente y después se bambolearon los coches de un modo alarmante. Doc fue derribado todo lo largo que era, sobre el suelo del salón; mas se levantó al instante.

En los demás coches habían sido lanzados los pasajeros unos sobre otros.

Sus maletas se salieron de las respectivas redes. En los comedores cayeron los platos al suelo como lanzados fuera de las mesas por escobas invisibles.

En el coche correo rodaron los empleados sobre los sacos de la correspondencia.

El hombre de bronce hizo girar la llave en la cerradura de la puerta, abrió ésta de un tirón vigoroso y salió al corredor. El chirrido moría gradualmente bajo sus pies; el tren iniciaba una increíble parada.

Doc se asomó a una ventanilla. El tren habíase detenido del todo con un chirrido final de sus frenos.

No fue floja proeza de agilidad la que Doc realizó en aquellos momentos. Se encaramó al estrecho alféizar de la ventanilla y, como pudo, logró sostenerse sobre ella.

Mientras, su mano palpaba el borde del techo del vagón, por el exterior.

Halló en él un saliente, se asió con fuerza a él, y, de un increíble impulso, se plantó sobre la cubierta del coche. Ni un gimnasta lo hubiera hecho mejor.

Desde punto tan ventajoso podía ver todo lo que la obscuridad permitía, lo que estaba ocurriendo. A un cuarto de milla, sobre poco más o menos, de distancia del rosario de coches, vió la locomotora en el acto de detenerse.

Por lo visto se había soltado del resto del tren y sin duda los frenos neumáticos se hallaban colocados de modo que en caso de tal percance, detuvieran instantáneamente los coches.

Doc Savage se lanzó hacia delante, saltando de coche en coche. Sospechaba de alguien que, recorriéndolos exteriormente, a su modo, hubiera cortado los enganches que unían los topes del primer vagón a la locomotora, y confiaba sorprenderle todavía.

AL llegar a él saltó a la vía y procedió a su examen desde el suelo. Una película de polvo grasiento cubría los topes del primer vagón.

Por consiguiente, si una mano se había posado en ellos tendría que haber desaparecido en parte.

Sacó del bolsillo una Lot y la enfocó directamente sobre ellos. Un rayo de luz blanca, intensísima, poco más ancha que el grueso de un lápiz, cayó sobre topes y enganches; pero la mano que había separado al vagón de la locomotora debía llevar guantes, ya que, ni en unos ni otros, aparecían huellas dactilares.

La máquina reculaba ya, lentamente, para unirse a la sarta de coches.

Con facilidad sorprendente, tornó Doc a encaramarse a la cubierta del primero y corrió en dirección de la parte posterior del convoy. No deseaba arriesgarse tontamente. A bordo tenía feroces enemigos, y éstos podían descerrajarle un tiro al azar.

Balanceándose para tomar impulso al borde de la cubierta, tornó a entrar de un salto en el salón, que continuaba desierto, y escogiendo del montón de sus bagajes determinado maletín, lo abrió y tiró de un aparato muy parecido a una linterna mágica de bolsillo, sólo que su lente era casi negra.

Después oprimió un botón. Aparentemente nada sucedió.

Hecho esto se aproximó a un estante colocado sobre el lavabo y de él sacó un vaso de regulares dimensiones. AL salir él del coche no estaba colocado todavía en aquel lugar, pero era el mismo recipiente de boca ancha en que Renny le había servido el agua.

Doc lo mantuvo en el aire frente a la lente del aparato, semejante a una linterna mágica y sucedió una cosa sorprendente.

Para el ojo desnudo no había nada de extraordinario en aquel vaso. Sin embargo, en cuanto Doc lo hubo colocado delante de la lente, se dibujaron en él caracteres escritos en un azul eléctrico deslumbrador.

El párrafo superior, tan perfecto que parecía obra de un grabador, había sido escrito por el propio Doc Savage y decía lo siguiente:

«Seguid los cinco al señor Oveja, a la señorita Oveja y al Rábanos y no es separéis de ellos ni un momento.»

Debajo de este párrafo había otro, hecho por una mano menos competente, que rezaba:

«Los tres estaban preparados para dejar el tren apenas iniciara una parada, Doc, y el hecho es sospechoso. ¿Cómo no habrán aguardado a llegar a la próxima estación? El señor Oveja lleva puesto un gran sombrero de jipi, que es inconfundible. Le seguimos la pista.»

No había más. Doc dejó caer el vaso y lo redujo a minúsculos fragmentos con el tacón de sus zapatos. A continuación apagó la linterna, se la guardó en el bolsillo y salió al corredor.

Muy deprisa, comenzó un examen del tren.

Solía hacer muchas cosas sorprendentes e inexplicables para los no iniciados en sus asuntos, mas siempre le movían a ello poderosas razones.

Su costumbre para comunicarse con sus amigos, de dejar un mensaje escrito sobre vidrio o cristal (escrito invisible para el ojo desnudo) era una de esas cosas capaces de sorprender a aquel que no estuviera familiarizado con sus actos.

Por ello, al pedir un vaso de agua, comprendió Renny, que le conocía a fondo, que en realidad, lo que deseaba su jefe era un objeto adecuado para dejarles sus órdenes escritas.

Esto se hacia mediante un pequeño clarion hecho de una materia ad hoc y cuyos trazos (invisibles a simple vista) se hacían visibles únicamente al ser expuestos a la luz de los rayos ultravioleta. Entonces despedían una luz azulada fosforescente. Así la linterna mágica usada por Doc era, sencillamente, una lámpara proyectora de rayos ultravioleta.

A su paso tropezó en los pasillos con pasajeros que se palpaban los miembros lastimados con motivo de la brusca detención del rápido. Algunos se habían apeado y charlaban en mitad de la vía.

Sin embargo, su número era muy reducido, pues, por regla general, el viajero no se siente dispuesto a abandonar el tren aun en casos similares, por temor a quedarse en tierra.

Andando, andando, llegó Doc a la cabeza del tren o furgón de equipajes y volviendo allí sobre sus pasos, no paró hasta hallarse en el vagón mirador, que iba a la cola.

Es decir, que recorrió el tren de punta a punta. Su estatura más que regular y el color notablemente bronceado de su tez llamaban mucho la atención.

Los pasajeros le miraban atónitos. Todos, sin excepción, habían oído las hablillas concernientes al gigante de los ojos dorados.

Cada uno de ellos sabía que se acusaba al hombre de bronce de haber apuñalado a Wilkie hasta ocasionarle la muerte; Mas ninguno se sentía con ánimos para detenerle.

El metálico gigante no parecía inofensivo hasta el punto de aguantar la intervención de un extraño en sus asuntos.

Indiferente a la impresión que producía, Doc iba reflexionando. Por fuerza tenían que haberse desarrollado rápidamente los acontecimientos mientras él hacia sus pesquisas infructuosas por averiguar lo que había separado la locomotora del resto de coches, pues en parte alguna descubrió los rostros de la atractiva Cere, del señor Corto Oveja o del joven de la cara bonita.

Los tres se habían esfumado.

También echó de menos a cuatro individuos del grupo que alegaba dirigirse a la costa del Pacifico para asistir a la asamblea de una sociedad hispana.

Y de sus cinco camaradas no halló ni rastro. Incluso Habeas Corpus, el cerdo, había desaparecido.

Una vez concluida la búsqueda, salió a la plataforma del coche mirador. Sus ojos perspicaces repararon al instante en un hombre provisto de roja linterna, que estaba inmóvil en mitad de la vía, a cierta distancia del tren.

¿Quién sería? Probablemente un empleado del tren enviado a la zaga para evitar su colisión con otro que pudiera surgir de improviso.

Un choque amortiguado por el paso sucesivo de su repercusión a lo largo de todos los coches hizo comprender a Doc que acababan de enganchar la locomotora a la cabeza del tren.

Y un silbido agudo le dijo que el convoy estaba próximo a partir. El hombre de la linterna avanzaba a la carrera para ocupar su puesto.

Doc Savage traspasó de un salto la baranda que tenía delante y aterrizó sin ruido sobre el suelo de grava de la vía. El guardafrenos no le vió, pues corría, con la cabeza baja.

En cuanto a los pasajeros que se apearon poco antes, ocupábanse en ascender al tren en aquellos momentos y no repararon en el hombre de bronce.

La locomotora silbó por segunda vez; resoplaba ruidosamente y una nube de vapor se escapó de su seno. Después se puso en movimiento, de momento lentamente, más deprisa, a medida que adquiría velocidad.

Las luces de la cola pasaron y se alejaron, semejantes a los ojillos encendidos de una serpiente monstruosa que se arrastrara por el suelo hacia atrás, y, finalmente, ella, y su andar acompasado se perdieron en la noche.

Con su desaparición, el cono de sombra intensa proyectado, a sotavento, por una peña pareció desprenderse de ella y desparramarse por la vía.

Doc se esfumó en su seno cual un fantasma. Procurando no hacer ruido, sacó del bolsillo un objeto metálico poco voluminoso y lo encendió.

Era la lámpara de los rayos ultravioleta. El invisible haz luminoso cayó sobre el terreno, delante de Doc.

De allí a poco, el hombre de bronce descubrió una flecha, diminuta y deslumbrante, de luz azulada. Era una señal dibujada sobre una piedra con el clarión empleado por él y sus hombres para comunicarse secretamente.

Tomó la dirección indicada por la flecha y, unos pasos más allá, descubrió una segunda señal.

Entonces echó mano de la Lot, que jamás abandonaba. Siguiendo sin duda la pista de sus enemigos, sus hombres habían dejado aquellas flechas para indicarle la dirección que tomaban.

Pero él deseaba examinar ante todo sus huellas con objeto de saber cuál era el número de hombres a quienes vigilaban.

Con el pulgar oprimió el botón de la Lot y en el mismo instante en que salía de la lámpara un rayo luminoso se destapó, a su izquierda, una ametralladora.

¡Su mortífero tableteo era comparable al roce producido por los élitros de un grillo gigante!

Ante aquella algarabía infernal y la inesperada lluvia de plomo, Doc Savage se vino abajo, se disolvió, por decirlo así...