CAPÍTULO XIX

EL PANAL DEL DIABLO

PAT preguntó: —¿Seguimos al conde?

—Sí; pero no te acerques demasiado a él. Asegúrate de que nos oiga.

Esta recomendación pareció intrigar a Pat.

Hubiera comprendido que se le dijese que no se acercara al conde y que le siguiera procurando no hacer el menor ruido; pero seguirle a distancia y encargarse de que les oyera era cosa que la desconcertaba.

—¿A qué viene eso? —preguntó.

En lugar de contestarle, Doc se detuvo, desalojó una pesada roca y la dejó rodar ladera abajo. El conde había estado yendo aprisa; pero ahora soltó una maldición y su velocidad aumentó. Sabía que le perseguían.

La tierra se había agrietado por algunos sitios, seguramente por la fuerza de los gases al dilatarse.

Pasaron junto a un charco de lava que había sido desviado hacia arriba y que empezaba ya a solidificarse en olas irregulares, algunas de ellas tan altas como un hombre. Por otros sitios serpenteaban riachuelos de piedra en fusión.

Llegaron a una región en que los gases apresados habían ahuecado, mucho tiempo antes, la estructura volcánica, formando fantásticas cavernas. Era como si unos monstruos hubiesen construido sus guaridas en la ladera del cono. Pasaron por entre cenizas que parecían de cristal molido y en las que se hundían hasta las rodillas.

—Cortan como navajas de afeitar —gimió Pat—. Mis botas no podrán aguantar mucho más.

De pronto salieron a una superficie llana, más allá de la cual la ladera bajaba, muy pendiente, hasta una especie de ensenada.

El viento les soplaba en la cara y barría el polvo hacia el otro lado de la isla.

Por consiguiente, les era posible ver un poquito mejor. Doc escudriñó el terreno atentamente.

—Sígueme —le dijo a Pat.

Ésta lo hizo como mejor pudo. Estaba casi agotada. Le parecía que habían transcurrido días y días desde que durmiera, comiera y tuviese un instante de tranquilidad, o respirado una bocanada de aire verdaderamente puro.

Se oyó un grito delante. Luego disparos. Oyó aullar al conde.

Era en la orilla de la pequeña ensenada. El agua estaba relativamente tranquila. Doc Savage se hallaba cerca de la orilla, detrás de una roca alta.

Unos doscientos metros más allá, el conde retrocedía a lo largo de la playa, revólver en mano.

Disparó contra Pat. Ésta se escondió, se arrastró hacia delante y se reunió con Doc.

Miró hacia el agua.

Un hidroplano flotaba allí, un anfibio de ala alta y dos motores, equipado cada uno de ellos con una hélice de tres hojas.

El aparato estaba anclado cerca de la playa y en su fuselaje se leía lo siguiente:

S. A. DE BUSCADORES DE TESOROS EN LA ISLA DE COCOS

—¡Impediste que el conde se acercara al aparato! —exclamó Pat, comprendiendo, de pronto, por qué había querido Doc que supiese el hombre que se le perseguía.

Gracias a ello, había conseguido que persistiera su temor y que huyera hacia el avión.

—Sí —contestó Doc—. Ahí tienes la explicación de cómo llegó aquí el hermano Boris. Debía de haber una expedición en la isla de Cocos, buscando tesoros. Casi siempre hay alguna allá. Este aeroplano se lo robaría a los expedicionarios probablemente.

Más adelante descubrieron que tal era el caso. Se dirigieron al aparato y subieron a él. El hidroavión tenía un fuselaje muy fuerte, construido para trabajo duro, lo que no dejaba de ser una suerte, porque, a pesar de la pericia de Doc, el aterrizaje en el otro lado de la isla no fue muy saludable para la quilla.

Ningún aparato podía amarar fácilmente en aquella serie de corrientes y marejadas.

Monk, Ham y los otros, dando gritos de alegría, salieron al encuentro del aparato a la playa, metiéndose en el agua y sujetando la quilla para impedir que ésta se averiase contra las rocas.

—Por muy aprisa que nos vayamos de aquí, aun será muy despacio para mi gusto —aulló Monk—. Tengo que encontrar a Habeas Corpus. Debe estar por el otro lado de la isla.

—Probablemente aun le estará persiguiendo esa manada de cerdos salvajes —dijo Ham.

Doc empezó a dar órdenes.

—Monk, tú y los demás podéis emplear este aeroplano para llevar a lugar seguro a estos pobres prisioneros del conde. Más vale que los trasladéis al arrecife, y no a la isla. El arrecife no queda sumergido ni cuando sube la marea. No correrían peligro aquí.

—¿Y tú, Doc? —inquirió Monk.

—El Panal del Diablo está aquí, en la meseta —contestó Doc.

Pat había estado reflexionando, al parecer.

De pronto, dijo:

—¡Doc! ¡La brújula! ¡Seguramente habría un mapa en ella o algo así!

—No cabe la menor duda de ello —contestó Doc.

—Pero... ¡el conde me la quitó! —exclamó Pat—. ¡No la tengo!

Por toda contestación, el hombre de bronce sacó la brújula enjoyada.

—El conde se quedó sin ella cuando tomó parte en la lucha que precedió a mi captura. Se la quité del bolsillo.

Pat decidió quedarse. Renny, igual.

Los demás, como estaban armados, se sintieron capaces de guardar a los prisioneros y de trasladarlos a uno de los arrecifes cerca de donde las falsas luces de navegación habían hecho que naufragara tanto barco.

Había bastante luz ya, porque la lava había incendiado el bosque y el cráter del volcán no hacía más que vomitar llamas.

Doc Savage quitó el cristal de la brújula y levantó la esfera. Debajo, atado al perno con un cordón de seda, había un trozo de pergamino.

Doc lo desenvolvió.

Era un mapa muy sencillo, en el que se habían señalado puntos de referencia y las distancias en pasos.

Estuvieron de suerte. El punto principal de referencia resultó ser una roca de un tamaño extraordinario que repasaba cerca de un extremo de la meseta.

Corrieron hacia ella, deteniéndose tan sólo para recoger unas cuantas muestras de algunos de los pozos. Doc Savage midió las distancias.

Empezaron a cavar; Doc y Renny metidos en el agujero, Pat se encargaba de apartar la ceniza que volviera a caer dentro.

Dieron con la tapa de plomo de una arquilla a unos dos metros de profundidad. Al sacarla se dieron cuenta de que había otras muchas arquillas iguales debajo.

—Vamos a ver lo que hay dentro —dijo Renny, dando un golpe a la tapa con su pala.

El plomo era blando; se abrió. Enormes glóbulos verdes y rojos brillaron ante sus ojos, escocidos de sudor.

—¡Por el toro sagrado! —exclamó Renny.

La arquilla de plomo contenía un objeto de oro, probablemente un trozo de la coraza de una armadura antigua. Estaba cuajado de pedrería.

Ésta iba incrustada de tal forma, que el conjunto se asemejaba a un panal.

Había diamantes, rubíes, esmeraldas, todas ellas piedras de valor.

—Comprendo por qué lo llamaban el Panal del Diablo —bramó Renny.

—¿Por qué no desenterramos lo demás? —preguntó Pat.

Se pusieron a hacerlo. Los lados del agujero se hundieron, retrasándoles algo. Un momento después, ocurrió otra desgracia que hizo olvidar la primera.

Se oyó una enorme explosión. La tierra pareció convulsionarse, saltar y estremecerse como si intentara abrirse.

Siguió a esto un ruido muy grande, singularmente hueco; el ruido característico de la detonación de un explosivo extremadamente potente.

—¡La carga de nitroglicerina del conde! —exclamó Pat.

Miraron hacia el elevado cono del volcán y vieron algo que seguramente sería lo más grandioso —pero, al mismo tiempo, lo más amenazador— que habrían visto en su vida.

Había empezado a sonar una especie de trueno que iba aumentando en volumen. Pero esto pasó casi inadvertidamente. Era lo que estaba ocurriendo en la parte superior del cono lo que atraía sus miradas.

Las cataratas del Niágara parecían haberse convertido en fuego líquido y salir del enorme cráter.

—¡Por el toro sagrado! —exclamó Renny—. ¡Esto parece una noche de San Juan!

Doc se irguió y miró a su alrededor rápidamente. Estaba calculando el tamaño de la erupción y la distancia que les separaba de la playa.

—¡Corred! —dijo, de pronto.

Renny protestó: —Pero estas arquillas de plomo...

—Ninguna de esas cosas vale la pena de que se muera por ellas. Si te quedas a sacarlas, no tendrás tiempo de salvarte.

Renny no tuvo que pensarlo mucho.

—¡Tienes razón! —dijo.

Echaron a correr, deteniéndose Renny tan sólo a recoger el racimo de piedras preciosas que tanto se parecían a un panal, a un panal cuyas celdas estuvieran taponadas, no con cera, sino con joyas de todas clases.

El aparato les recogió sin más dificultad de la que habían esperado.

Se alejaron justamente a tiempo. Al alzarse el hidroavión del agua y dirigirse hacia el extremo más tranquilo de la isla, estudiaron la escena.

Bajo un cielo rojo como el infierno, el cráter escupía lava y rocas, algunas de éstas tan grandes como edificios pequeños. Algunas de estas rocas cayeron al mar o rodaron hasta él, haciendo elevarse increíbles cantidades de vapor.

Con el ruido de un mundo que se acababa en los oídos y la luz de un infierno ante los ojos, el propio Doc tomó los mandos del aparato y amaró en agua relativamente tranquila dentro de una pequeña caleta.

No atracaron el avión a la playa, sino que lo conservaron a flote, con los motores en marcha, a punto de despegar inmediatamente de producirse un terremoto, cosa que era muy posible.

Monk, haciendo caso omiso de todo lo que dijeron, saltó a tierra. Quería encontrar a su cerdo Habeas Corpus.

Lo raro del caso es que le acompañó el elegante Ham, que, en aquel momento por cierto, nada tenía de elegante.

Regresaron mucho más aprisa de lo que se les esperaba. Iban corriendo y llevaban a Habeas.

—Hemos encontrado al otro hermano... al conde... el que estaba vivo —gritó Monk.

—¿Qué creéis que le ha sucedido?

Nadie intentó adivinarlo.

—¡Esos cerdos salvajes! —dijo Ham—. ¡Habían acabado con él cuando nosotros llegamos!

Habeas Corpus nunca había sido un cerdo muy elegante; pero en aquellos momentos estaba hecho una verdadera calamidad. Era evidente que había pasado momentos verdaderamente emocionantes en la fantástica isla.

Aprovechaba todas las ocasiones posibles para echarse. Había estado delgado anteriormente, tan delgado como parecía posible que pudiera estarlo en cerdo; pero ahora se había puesto más delgado aún.

Renny pegó un salto de pronto, dio un grito y se llevó una mano al costado.

Intrigado, se miró una contusión que se iba poniendo lívida.

—¿Quién me ha hecho esto? —rugió.

Monk hizo un rápido movimiento con la muñeca y algo volvió a golpearle a Renny las costillas.

—¡Eh! —exclamó la víctima, con sobresalto—. ¿Qué es eso?

Monk miró a Doc.

—¿Habías decidido tú ya cómo lo hacían?

El hombre de bronce movió afirmativamente la cabeza.

—Los hermanos deben de haber ensayado mucho para adquirir tanta habilidad —dijo.

—Sí; no cabe la menor duda de ello —admitió Monk.

—¡Por el toro sagrado! —gruñó Renny examinando el objeto que Monk tenía en la mano—. ¡Es el anillo de esmeraldas que llevaba el conde! Está atado a un hilo; pero apenas se le ve.

—Y el hilo es fuerte a más no poder —le dijo Monk—. Esta es “la muerte del agujero de pulgar”.

—Con lo misteriosa que parecía —dijo Pat—, y lo siniestra.

—Era ambas cosas —aseguró Doc—. Recordaréis que la “muerte del agujero de pulgar” reclamaba sus víctimas sólo cuando la luz no era lo bastante fuerte para que se viera el hilo casi incoloro. Tiraban el anillo con una fuerza enorme. Los dos hermanos tenían musculatura muy recia, como recordaréis. Ensayarían mucho. Después de usar el anillo, volvían a retirarlo tirando del hilo.

—Se lo encontramos al conde —anunció Monk—. Los cerdos salvajes... bueno, se lo dejaron.

Guardaron silencio después de eso, contemplando la escena que había ante ellos. El espectáculo resultaba fabuloso entre el fragor constante y el resplandor del fuego, así como el ruido de las rocas al caer.

Mientras contemplaban el volcán, sabían que podían marcharse en el aeroplano en cualquier momento que quisieran, y conducir a los ex prisioneros de los hermanos Ramadanoff a otras islas más grandes de las Galápagos, donde podrían ser recogidos, cosa que se hizo, en efecto.

Monk estaba exhibiendo la coraza cuajada de pedrería.

—No es gran cosa comparado con lo que, probablemente, dejamos atrás —dijo—, pero a buen seguro podrá venderse por un millón por lo menos. Repartiéndolo entre los prisioneros que hemos salvado, debiera de ayudarle un poco.

Ham hizo como si no lo oyese. Estaba mirando a Habeas Corpus.

De pronto el abogado soltó una serie de gruñidos y movió los pies ruidosamente.

—¡Cerdos salvajes! —aulló.

Habeas Corpus no volvió la cabeza siquiera. Se tiró de cabeza al agua y nadó en dirección al aeroplano.

—¡Vive Dios! —exclamó Ham, sonriendo—. ¡Hace años que buscaba yo un sistema para que ese puerco se quitara de mi vista y... mira por donde he ido a encontrarlo!

FIN

Título original: The Fantastic Island