CAPÍTULO I

NAUFRAGIO A LA MEDIDA

LA desaparición de Guillermo Harper Littlejohn no llamó la atención del público en absoluto. El motivo era muy sencillo: el público jamás se enteró del suceso.

Guillermo Harper Littlejohn era un hombre muy famoso. Es muy posible que si se parara a diez personas, escogidas al azar, en medio de la calle, y se les preguntara quién era Guillermo Harper Littlejohn, todas ellas contestarán que no tenían la menor idea; pero, en su profesión, Guillermo Harper Littlejohn era un personaje.

Desarrollaba sus actividades en el campo de la arqueología y de la geología.

En todo lugar en que hubiera hombres interesados en estos asuntos, era conocido.

La desaparición de Guillermo Harper Littlejohn fue muy sencilla. Había fletado un barco para llevar a cabo una expedición científica a las Islas Galápagos, situadas en el Océano Pacífico.

Se dice que las Galápagos son las islas más raras del mundo. Guillermo Harper Littlejohn desapareció misteriosamente.

El barco desapareció. La expedición entera también.

No podía haber sido que su aparato de radio hubiese fallado. Había instaladas tres emisoras a bordo del buque. No; habría otro motivo. Era muy extraño, pero así sucedió.

Al principio, nadie tenía la menor idea de lo extraño que era.

Guillermo Harper Littlejohn era uno de los cinco ayudantes del sorprendente y misterioso Doc Savage.

Este recibió la noticia de su desaparición, hallándose en su casa de Nueva York. Obró inmediatamente.

Dos de sus ayudantes se hallaban haciendo un crucero de recreo a bordo del yate Seven Seas que acertaba a encontrarse en aquellos momentos por las costas de Panamá. Iba con ellos Patricia Savage.

Pat aseguraba haberles acompañado nada más que por hacer el crucero de recreo; pero se sospechaba que lo que ella buscaba eran emociones.

Si era cierto esto, no cabe la menor duda que estaba destinada que encontrarlas.

Doc Savage, hombre de bronce, individuo de misterio, mago mental y maravilla física, envió un radiograma al Seven Seas, que se dirigió hacia las islas Galápagos para buscar al arqueólogo, conocido bajo el nombre de Johnny por sus compañeros.

El Seven Seas estaba a punto de meterse en muchos más apuros de lo que sus tripulantes hubiesen creído posible.

El Seven Seas estaba siguiendo el rayo emitido, como favor especial, por la potente estación de radio norteamericana de la Zona del Canal de Panamá.

Este rayo hacia mucho más sencilla la navegación y lo estaban siguiendo hasta las islas Galápagos.

El general de la brigada Teodoro Marley Brooks se hallaba sobre el puente del Seven Seas mirando la inmensidad de cielo y agua negros. De vez en cuando dirigía una mirada llena de ansiedad a la antena de radio.

El agua acariciaba la proa de la embarcación con luminosa fosforescencia.

En aquellos instantes el yate cabeceaba en una fuerte marejada. Todos sus ribetes estaban sometidos a una tensión enorme y los mamparos rechinaban.

Soplaba media galerna y sonaba en las jarcias como los suspiros de moribundo.

Al general de brigada Teodoro Marley Brooks le llamaban, generalmente, Ham, nombre que no le gustaba.

Frunció el entrecejo y se dirigió al puente.

—Esto es peligroso —dijo, con brusquedad—; podemos dar con un escollo de un momento a otro.

—¡Si lo sabré yo! —contestó una voz sorprendentemente infantil, en la semiobscuridad del puente—. Esta marejada es mala... muy mala. Cuando se amontona así, significa que empieza a haber poca profundidad.

Ham exclamó: —Yo creí que decías...

—Aquí hay algo raro —le interrumpió la voz infantil—. Según nuestras cartas, nos hallamos es estos momentos a más de cien millas de tierra.

Una joven se reunió con ellos en el puente. Era una muchacha que hubiese llamado la atención en cualquier parte, puesto que, no sólo era muy hermosa, sino que tenía el cabello de un color bronceado muy poco usual y los ojos parecían de oro.

Era Patricia Savage, a quien las emociones encantaban.

—Ya podíais decir al mar que se portara como es debido —dijo, alegremente—. Me he caído de la litera tres veces durante el último cuarto de hora. He tenido que darme por vencida.

—Aquí hay algo raro, Pat —le dijo Ham—. Estamos metidos en una marejada. Eso significa que andamos cerca de tierra o, por lo menos, de grandes escollos. Pero eso es completamente imposible.

Pat se acercó al otro hombre que se hallaba en el puente.

—¿Qué es lo que ocurre exactamente Monk? —preguntó.

Monk estaba sentado en la sombra, agazapado como corpulento Buda sobre un amplificador de radio. Sus gruesas manos señalaron el aparato.

—Los sonidos que sirven para guiarnos parecen haberse vuelto locos —dijo.

Ham se reunió con ellos y escuchó las pulsaciones que emitía el altavoz.

Dijo:

—La frecuencia de la pulsación suena tal como debiera sonar. No cabe la menor duda de que no nos hemos apartado de la ruta que nos señalan las emisiones del faro gubernamental instalado en la zona del Canal.

—Estamos en el paso del rayo conductor, desde luego —gruñó Monk—. La onda A está mezclada con las ondas N, de forma que no se oyen puntos... nada más que una serie de rayas confusas. No podemos estar fuera de la ruta; pero hemos de estarlo a la fuerza.

—¡Imposible! —exclamó Ham, con brusquedad—. Nuestro goniómetro con su nuevo amplificador ideado por el propio Doc Savage asegura que no puede uno apartarse de la ruta marcada por la onda. Y la emisora del Gobierno sigue mandándonos la onda.

Este intercambio de palabras dio por resultado que Monk se enfureciera, al parecer violentamente.

—¿A mí me dices eso, maniquí de curia? —gruñó.

—A mí no me chilles, so mico —respondió Ham—, si no quieres que alimente contigo a los tiburones.

Monk se apartó del aparato de radio y se puso en guardia, amenazador.

—¿Quién dice que yo estoy equivocado? —exclamó en voz que había dejado de ser infantil.

—Lo digo yo, so mico —contestó Ham.

—Eres un embustero además de ser un picapleitos —bramó Monk—. ¡Tengo razón y demasiado sabes tú que tengo razón!

Pat dijo, con sequedad:

—Pero... ¿sabéis por qué estáis regañando?

Los dos hombres fingieron no haberla oído. Ham y Monk siempre parecían a punto de hacerse trizas; pero rara vez pasaba la cosa de los insultos.

Patricia Savage miró distraída a su alrededor. Se sobresaltó violentamente.

—¡Mirad! —exclamó—. ¡Allí delante, un poco a babor! ¡Luces encarnadas y verdes!

—¿Eh? —Monk se volvió bruscamente—. Serán luces de puerto.

Ham miró con atención, olvidando por completo su riña con Monk.

—Son luces de puerto, en efecto; pero no estaban allí hace un minuto.

Monk parpadeó.

—No es posible.

—Aquí hay un error —agregó Ham—. No hay luces marcadas en el mapa.

Pat señaló las luces y dijo, con lógica aplastante:

—Pues ahí están.

Ham y Monk corrieron a proa a inspeccionar nuevamente las cartas de navegación. Los dos hombres contrastaban marcadamente el uno con el otro.

Ham iba vestido, meticulosamente, con un uniforme azul y gorra del mismo color con insignias doradas. Llevaba un bastón negro, delgado.

Era bien parecido, ágil, y de buen tipo, la ropa le caía como el grabado de una revista de modas.

Monk, por el contrario, llevaba un pantalón blanco no demasiado limpio, arrugado por las ingles y con rodilleras. Una enorme camiseta rayada, verde y blanca, se le ceñía al cuerpo como una tienda de campaña echada sobre un elefante.

Un cabello de color oxidado le salía de la cabeza como las cerdas de un cepillo. Le crecía muy bajo por la frente, medio enterrándole las orejas y casi llegándole hasta las pobladas cejas.

Su cara, bastante fea, se componía mayormente de boca y nariz aplastada.

Su cuerpo era casi tan ancho como alto y le colgaban las manos casi hasta las rodillas. Apenas parecía hombre. Más bien se le hubiera creído un mono.

Hubiese sido un error juzgar a aquellos hombres por su aspecto. Ham no era un petimetre. Era uno de los abogados más astutos que habían salido de la Universidad de Harward.

Y a Monk, o sea al teniente coronel Andrés Blodgett Mayfair, se le reconocía como uno de los químicos industriales más grandes del mundo.

Lo que más fama daba a aquellos dos hombres, sin embargo, era que formaban parte del grupo de cinco ayudantes de Doc Savage. Esto en sí ya les hacía notables, porque cada uno de los cinco era maestro en alguna rama del saber humano.

Patricia se acercó y desconectó el dispositivo automático que había estado guiando el barco.

—¿Sigo las luces esas? —preguntó, haciendo girar un poco el timón.

—No me gusta esto —dijo Ham, con inquietud—. No debiera haber puerto alguno cerca de nosotros... y mucho menos un puerto iluminado... Pero no veo qué otra cosa podemos hacer.

—¿Por qué? —inquirió Monk—. No tenemos ninguna obligación de meternos por el camino que señalaban esas luces, creo que yo... si es que señalan camino alguno.

Ham contestó:

—Vale la pena investigar: Eso es lo que quiero decir.

Pareció como si fuera a reanudarse la riña.

Pat resolvió el problema metiendo el barco por entre la luz roja y verde.

El yate se vio cogido por una corriente y empezó a alzarse el viento. Ya no gemía como hombres moribundos: aullaba.

Ham se acercó a la extremidad del puente y se agarró al pasamanos para no verse precipitado a las tempestuosas aguas. A pesar del viento, hacía calor y se notaba un olor a azufre. De pronto, brotó un brillo oscilante, como un relámpago, tiñendo las nubes de azul.

Ham cometió un error. Creyó, al principio, que se trataba de un relámpago corriente. Luego vio que aquellas llamaradas tenían algo distinto. Eran raras, siniestras. Teñían las nubes bajas de un color rojo sangriento.

Ham oyó a sus espaldas una respiración áspera y se volvió con sobresalto.

Era Monk.

—Relámpagos rojos —dijo éste—. ¿Qué aspecto más raro tienen, verdad?

De nuevo surgió la coloreada luz. Duró más tiempo esta vez, fue más brillante y les permitió ver muchas cosas. A un lado se veía la costa; pero esto no les causó la menor sensación. Pat les señaló algo que les sobresaltó, sin embargo.

—¡Mirad! —gritó—. ¡Mirad! ¡Todo a nuestro alrededor!

—¡A sotavento! —aulló Monk—. ¡Marcha atrás a las máquinas!

La fantástica luz roja se apagó.

—¿Visteis? —exclamó Ham, en el silencio que siguió—. Debe haber un par de docenas de barcos naufragados en torno nuestro.

—Y el diablo sólo sabe dónde estamos —contestó Monk—. Voy a dar marcha atrás al yate, dar la vuelta, salir de aquí y aguardar a que se haga de día.

—¡Un cementerio de barcos naufragados! —exclamó Pat—. ¡Relámpagos rojos que huelen a azufre!

La voz de la muchacha parecía alegre.

—Siempre te gustaron las emociones, ¿no? —gruñó Monk.

—Y el misterio —asintió Pat—. Me dan la vida los misterios.

Debía haber algo de marea que arrastró al Seven Seas hacia un lado o algo así. Habían dado marcha atrás y retrocedían por el mismo camino, cuando ocurrió.

Una ola alzó la proa del Seven Seas y la dejó caer de golpe. El yate se estremeció, se dejó caer de golpe. El yate se estremeció, dando una sacudida que hizo rodar por cubierta a Monk y a Ham. Se oyeron chasquidos, chirridos, rasgaduras al ser arrancadas planchas de acero de la quilla por el coral.

Encallada fuertemente en el escollo sumergido, la nave no se alzó ya al llegar la ola siguiente. En lugar de eso, se tumbó de lado y la ola rompió por encima de la cubierta.

Ham y Monk fueron barridos contra la maquinilla del ancla. Se levantaron medio ahogados y se dirigieron al puente.

—¡Ayuda a Pat si lo necesita! —bramó Monk—. ¡Yo voy a buscar a Habeas Corpus!

Habeas Corpus era el cerdo, mascota de Monk. Nunca iba a parte alguna sin el animal, con gran disgusto de Ham, a quien el puerco sacaba de quicio.

Un haz luminoso brotó en el puente del Seven Seas e iluminó el agua llena de escollos.

—¡Apaga ese reflector! —le gritó Ham a Pat, al volver a caer bajo el peso de una ola.

—Nos ayudará a nadar hasta tierra —protestó la joven.

—Atraerá a los tiburones —dijo Ham, cogiendo el salvavidas que le echó Pat.

—¡Con qué les temes a los tiburones!

Pero apagó el reflector y se reunió con el abogado. Monk apareció sobre cubierta un instante después con el cerdo debajo del brazo y se tiró al agua con él.

—¡Ese cerdo atraerá a los tiburones —aulló Ham.

—¡Habeas luchará con ellos! —respondió el químico—. ¡Saltad!

Pat y Ham se tiraron al agua. Ham seguía llevando en la mano el bastón negro que casi era tan parte suya como la camisa. El bastón, en realidad, era un arma formidable, un estoque.

Su inocente exterior ocultaba una hoja de acero cuya extremidad estaba embadurnada con una sustancia química que hace perder el conocimiento instantáneamente.

Bajo el resplandor rojizo, los rompientes se estrellaban, todo a su alrededor, contra arrecifes, escollos y bajíos, llenando de espuma el agua.

Pero Pat y Ham atravesaron por entre los escollos y llegaron, medio ahogados, a una playa salpicada de vegetación. Monk llegó a tierra detrás de ellos, sujetando al cerdo debajo del brazo con dificultad.

—Ese puerco te romperá una costilla a patadas el día menos pensado —le advirtió Ham, jadeando.

—Tú no te metas con Habeas —le contestó Monk—, o me pondré yo a romper unas cuantas costillas por mi cuenta.

Volvió a verse el resplandor rojizo. Osciló, aumentó y volvió a desaparecer.

—¿Qué será? —preguntó Pat, estremeciéndose a pesar del calor.

—No es nada sobrenatural —explicó Ham—. Observaréis que el color que se refleja en las nubes no viene de arriba, sino de abajo...

—Hay un volcán en erupción en esta isla —completó Monk.

Pat se escurrió el agua del cabello.

—¿Creéis que es aquí donde está Johnny?

—Tendremos que averiguarlo —contestó Ham, sombrío.

—Quisiera dejar bien sentada una cosa —dijo Pat—. Me refiero al naufragio. Yo estaba conduciendo el barco por el mismísimo centro del canal situado entre las dos luces cuando ocurrió.

—Sí asintió Monk —; no fue culpa tuya.

—El naufragio fue provocado —afirmó Ham, ominosamente.

—¿Quieres decir con eso que alguien de la isla colocó las luces para que nos estrelláramos contra el arrecife? —murmuró Monk.

—Alguien nos desvió en centenar de millas de nuestro rumbo y nos hizo naufragar —contestó Monk—. Nos encontramos ante algo verdaderamente siniestro.

—Ojalá estuviese Doc aquí —exclamó el químico.

Un instante después lo estaba deseando con mayor vehemencia aun.

Atraídas tal vez por la luz del reflector, empezaron a salir unas sombras de entre la espesura. Se abalanzaron hacia los náufragos esgrimiendo mazas y aullando en idioma desconocido.