CAPÍTULO XI

LA ROPA DESTROZADA

EL aeroplano había estado volando muy alto al ocurrir la explosión. Sus paracaídas eran más grandes de lo corriente, conque descendieron despacio.

Dejaron el reino de la luz rojiza atrás, mediante el sencillo procedimiento de tirar de una cuerda que hiciera patinar a los paracaídas.

En realidad, como nada veían en la niebla, patinaron más de la cuenta y fueron a caer en el agua.

Cerca de la superficie del mar, la niebla era poco espesa. Doc y Renny, desatándose de los paracaídas poco antes de llegar al agua, cayeron entre las olas a poca distancia el uno del otro.

Long Tom cayó más lejos, a la izquierda. No tenían la menor idea de dónde había ido a caer el aeroplano, aun cuando, probablemente, sería más cerca de la playa y a su izquierda.

Pisando agua y tratando de orientarse, Renny bramó:

—¿Qué causó la explosión, Doc?

—Una bomba, evidentemente —le contestó el hombre de bronce.

—Pero... ¡Si registramos a Ramadanoff antes de meterle en el aeroplano!

—No fue Ramadanoff el responsable. Debe haber sido colocada en el campo de aviación de la zona del canal...

—¡Aquel individuo moreno! ¡El que trajo el radiograma y permaneció junto al aparato mientras lo leíamos!

—En efecto. Ese hombre habría recibido órdenes de antemano.

—Pero... ¿cómo es que estalló el artefacto precisamente cuando volábamos sobre la isla?

—Es muy probable que llevara un detonador especial, controlado por radio, que sería disparado por una emisora aquí abajo —dijo Doc—. El mecanismo resultaría bastante fácil para un buen técnico de radio.

El hombre de bronce estaba pisando agua. Toda el agua a su alrededor parecía estar corriendo como arrastrada por enorme corriente.

—¡Por el toro sagrado! —exclamó Renny—. ¡Vaya piscina de natación!

—Es una corriente de la marea, de seguro.

De pronto una raya fosforescente se dirigió hacia el hombre de bronce.

Delante de la misma avanzaba una aleta triangular.

—¡Tiburones! —aulló Long Tom desde cerca de allí.

Pero Doc ya lo había visto.

—¡Dirígete al arrecife! —le gritó a Long Tom.

La aleta triangular se acercó a Doc y se hundió entre un mar de burbujas y fosforescencia. Doc se hundió también.

Medio minuto después Long Tom soltó un grito ronco y dio unos puntapiés debajo del agua. Creyó que le estaba atacando un tiburón; pero era Doc que había nadado debajo del agua, saliendo a la superficie junto a él.

Con la asistencia de Doc, Tom pudo avanzar mejor contra la corriente. Una vez cerca el arrecife y temporalmente en seguridad, un tiburón nadó hacia ellos.

—Procura llegar tú solo —le dijo Doc.

Y desapareció en el agua de nuevo, casi debajo de la cabeza del tiburón.

Éste se hundió al mismo tiempo, volviéndose panza arriba.

Long Tom logró llegar al arrecife y un momento después Doc llegó a su lado.

Long Tom tosió agua.

—El jugar al escondite con ese tiburón y alejarle de mi lado me salvó la vida, Doc...

—Escucha —le contestó éste.

Sonó el ruido del motor de una canoa automóvil.

—¿Qué hacemos? —preguntó Long Tom.

—¿Podrías llegar tú solo a tierra nadando?

—Me temo que no. Estaba agotado por completo cuando tú me alcanzaste.

—Renny tal vez tampoco logre llegar —dijo Doc, pensativo.

La canoa automóvil apareció por detrás de un arrecife. Los tripulantes de la misma agitaron los brazos. Dos respondió a sus señales.

Long Tom gruñó, trágicamente.

—¡Hemos naufragado en el preciso instante en que podíamos haber empezado a hacer algo nuevo! Nuestras super ametralladoras y todas nuestras demás armas se encuentran en el fondo del mar. Y ahora nos harán prisioneros igual que a Johnny, Pat, Monk, Ham y los demás.

Llegó hasta ellos un grito de angustia.

—¡Es Renny! —exclamó Long Tom—. ¡Tiburones!

Doc se tiró al agua y nadó en dirección a la voz de Renny.

La canoa automóvil se acercó a Doc y Renny, arrastrándole hacia el costado de la canoa. Fue subido a bordo por las manos que le aguardaban.

—¡Hay tiburones! —exclamó alguien—. ¡Junto al costado!

Fue alargado un bichero para coger a Doc. El tiburón llegó al lado de éste.

Tiburón y hombre se hundieron entre las revueltas aguas. Empezaron a subir burbujas de las profundidades. No tardaron en aparecer encarnadas.

La mancha roja se extendió por las aguas alrededor de la canoa.

Renny y Long Tom contemplaron la superficie con creciente horror.

La media docena de hombres que tripulaban el barco se acercaron a la borda, hablando en idiomas exóticos mientras escudriñaban el agua con la mirada en busca de señales de la tragedia que estaba ocurriendo debajo de la superficie.

La sangre atrajo a mayor número de tiburones. La canoa zigzagueó por los alrededores hasta que se hubo disipado la mancha; pero Doc no volvió a aparecer.

El timonel hizo virar la canoa y emprendió el camino de regreso a tierra.

Toda la tripulación iba vestida de la misma manera: con taparrabos y cuellos de piel de lagarto. La embarcación atracó en un muelle próximo al palacio de los Ramadanoff.

Dentro del palacio, en el enorme cuarto de piedra volcánica, Long Tom y Renny fueron recibidos por el conde Ramadanoff con la misma cortesía que empleara en el caso de Monk, Ham y Pat.

Las azuladas llamas sin calor saltaban como siempre en la enorme chimenea.

Muy arriba, la monumental araña que colgaba de una fuerte cadena y en la que ardían unas doscientas velas, derramaban una luz amarillenta que llegaba hasta el primer descansillo de la escalera, con sus largas cortinas de terciopelo de sombrío rubí.

Long Tom y Renny, a pesar del dolor que sentían por la desaparición de Doc, después de haber sido atacado por el tiburón, no podían menos de sentir la amenaza que pesaba sobre el ambiente.

El propio conde Ramadanoff tenía un aspecto irreal. Era un verdadero gigante, casi tan alto como Doc.

Con su barba estilo zar y en su porte de palaciego, parecía una copia exacta de su hermano Boris; pero una copia dos veces más grande que el original.

El conde hizo una reverencia y dijo:

—Mis invitados tienen predilección por llegar hasta aquí con la ropa mojada. Haré preparar una muda para ustedes.

Exhaló una especie de silbido de cobra. Un esclavo acudió, descalzo, en contestación a su llamada.

Mientras el conde daba órdenes para que les fuera preparado cuarto a sus invitados, Long Tom murmuró, en voz baja, dirigiéndose a Renny:

—¿Tú ves lo que yo veo?

Renny gruñó:

—¡El esclavo! Es uno de los miembros de la expedición de Johnny... o lo era ¿no es eso?

Long Tom afirmó con la cabeza.

—Tendremos que disimular hasta que conozcamos el terreno. Todo esto es la mar de extraño.

—Y no podemos dejarle sospechar a este demonio con barbas que creemos muerto a Doc.

El conde dirigió una mirada aguda a Renny. Dijo:

—¡Conque el hombre de bronce ha muerto!

Renny le miró con aire de reto comprendiendo que debía haber leído en sus labios lo que decía.

Tom procuró suavizar las cosas. Mientras Renny empezaba a agitar los puños, nervioso, dijo:

—Parece existir un error. Es el tiburón el que murió.

—Ojalá sea así. Tengo vivos deseos de conocer personalmente a Doc Savage.

—Lo que queremos saber —dijo Renny, sin eufemismos—, es dónde están Ham, Monk y Pat.

El conde respondió:

—Sin duda se referirá usted al general de brigada Teodoro Morley Brooks, al teniente coronel Andrés...

—Sí —le interrumpió Renny—, ellos son. ¿Dónde están?

El conde se encogió de hombros.

—¿Cómo quiere usted que lo sepa yo? Esta es una isla muy remota del archipiélago de Galápagos y no una agencia de informes.

La mirada de Renny vagó en torno a la habitación y se clavó un instante en el piano de cola.

Los crueles ojos del conde centellaron.

—Le aseguro a usted, mi querido Renny, que las personas que ha mencionado usted no están escondidas en mi piano.

El esclavo —que llevaba taparrabos y cuello de piel de lagarto— bajó los anchos escalones de piedra y se postró a los pies de su amo. Pero sus ojos, durante una fracción de segundo, se clavaron en los de Long Tom, dirigiéndole una mirada expresiva.

—Pueden ustedes seguir al esclavo —anunció el conde—. Cuando se hayan puesto ropa seca, les recibiré aquí abajo.

Al subir los dos ayudantes de Doc la escalera espiral y pasar por los cortinajes sostenidos abiertos por el esclavo, la voz del conde les siguió, meliflua y amenazadora a un tiempo.

—Una cosa quiero que recuerden ustedes —dijo—; la sombra del Panal del Diablo se cierne sobre todas las cosas en esta isla.

Dentro del cuarto que les había sido asignado, el esclavo se inclinó para quitarle a Long Tom los zapatos mojados, Renny alargó la mano y, colocando los dedos debajo de la barbilla del hombre, le obligó a alzar la cabeza.

—¿No nos conoce? —preguntó.

—Abajo sí que nos conoció —aseguró Long Tom.

—Eso fue antes de que él me recordara.

—Le recordara... ¿qué?

—Que el Panal del Diablo es una amenaza en todas las partes de la isla —contestó el esclavo roncamente.

—¿Dónde están los demás miembros de la expedición? —preguntó Renny.

—¡No sé nada!

—Lo que usted quiere decir es que no le da la gana de hablar.

El esclavo palideció.

—¡El que dice algo de esta isla... muere!

Renny soltó un gruñido al ver semejante exhibición de miedo.

—No debiera haber peligro de hablar aquí.

—No hay seguridad en parte alguna. El que habla, muere.

—¿Cómo lo sabe usted?

—He estado yo presente cuando ha ocurrido. Le aparece a uno en la sien un agujero, de un tamaño justo para que quepa un dedo pulgar.

—¡Qué tontería! —exclamó Renny.

De pronto poblaron el cuarto los acordes de una música extraña.

¡Fantástica melodía! Sus vibraciones parecían poner la carne de gallina y hacer que se le pusieran los pelos de punta a quien la escuchaba.

—¿Qué es eso? —exclamó Renny mirando a su alrededor.

El rostro del esclavo tenía una expresión de indescriptible pánico. Contestó, con voz ahogada:

—¡El conde está tocando el piano!

—Bueno y... ¿qué? —inquirió Renny.

—¡Alguien morirá!

—¡Otra tontería!

—Siempre que le he oído tocar así —insistió el hombre—, la muerte de alguien viene inmediatamente después. Sí hasta los propios compañeros de ustedes y la muchacha...

Ahogó las palabras con un esfuerzo espasmódico.

Long Tom y Renny le asieron y le sacudieron simultáneamente.

—¿Qué pasó con nuestros compañeros y con la muchacha? —tronó Renny.

Abajo, en el vestíbulo, la música había cesado, aun cuando todavía se oían ecos como exótico perfume.

—¡Bueno! —exclamó el hombre—. ¡Se lo diré! Tal vez muera por hacerlo; pero si no lo hago moriré también después de todo. Pero, en primer lugar, ¿es cierto que ha muerto Doc Savage?

—Un tiburón le mató —contestó Renny—. No volvió a salir de la superficie.

El hombre se sobrecogió.

—En tal caso, es inútil —dijo—. Sin Doc Savage no podemos...

—¡Hable! —ordenó Long Tom—. ¿Qué iba a decirnos?

El hombre abrió la boca para hablar. Pero no fue su voz lo que oyeron los ayudantes de Doc: fue un ruido así como el de un hueso al romperse y el esclavo que había estado a punto de hablar cayó de bruces al suelo.

Renny y Long Tom miraron a su alrededor, sorprendidos. No se había notado ningún movimiento dentro del cuarto, sólo el del hombre al caer.

Renny dio la vuelta al cuarto, apartando cortinajes, abriendo armarios, mirando debajo de las camas.

Nada encontró.

En compañía de Long Tom examinó el cuerpo inerte. El hombre había muerto de una herida en la sien, un agujero en el que hubiera cabido el pulgar de un hombre.

De pronto volvió a oírse en el cuarto la música del piano del conde, burlona esta vez.

Renny se irguió y corrió hacia la puerta.

—¡Vamos! —le gritó a Long Tom.

—Vamos... ¿dónde?

—¡A romperle las narices al conde! ¡Aclararemos todo este misterio ahora mismo!

—La idea es buena —asintió Tom.

Y echó a correr detrás de Renny.

Bajaron los escalones de tres en tres. El conde se alzó de su asiento junto al piano y les miró con dignidad.

—¿Por qué vienen ustedes tan aprisa, caballeros? —inquirió, arqueando las cejas.

Desarmados momentáneamente por la tranquilidad del conde, acortaron el paso y avanzaron lentamente.

—Pero... ¡si aun tienen ustedes puesta la ropa mojada! —les dijo un son de reproche.

—Cuando acabemos con usted —le amenazó Renny—, no le quedarán ganas de preocuparse del estado de nuestra ropa.

—¿Quién mató al hombre ese en nuestro cuarto? —inquirió Long Tom.

El conde sonrió.

—Su actitud belicosa se explica ahora. ¿Ha muerto un hombre, dice usted?

—¡En nuestro cuarto! —contestó Long Tom.

—¿Tendrá quizá un agujero en la sien?

—Si sabe usted eso, será usted el culpable —aulló Renny, corriendo hacia él.

El conde, sin inmutarse, alzó la mano.

—Un momento, mi querido Renny. Es muy natural que esté yo enterado de la “muerte de dedo pulgar! Tales muertes ocurren con frecuencia en esta isla.

Mientras hablaba, los dedos blancos y puntiagudos del conde jugueteaban con un objeto pequeño, algo delgado, de oro.

—¡La barrita de carmín de Pat! —exclamó, horrorizado.

Alargó la mano.

—Déjeme ver eso.

—Con mucho gusto.

El conde le entregó el estuche.

—¡Sí que es de Pat! ¿De dónde lo ha sacado usted? Dijo que no había visto a Pat. ¿Dónde está? ¡Aprisa, amigo, antes de que le desarticulemos los huesos!

—¡Es absurdo! —exclamó el conde—. En los Estados Unidos, las barras de carmín se fabrican en grandes cantidades. Debe de haber más de medio millón igual que ésta.

—Pero... ¡no hay medio millón de éstos! —bramó Renny, corriendo a un rincón y cogiendo un bastón negro, delgado.

—¡El estoque de Ham! —exclamó Long Tom.

Renny se encaró con el conde Ramadanoff.

—Aquí está el bastón de Ham. ¡Quiero saber dónde está él!

—Está usted haciendo el ridículo más espantoso —afirmó el ruso.

—Amigo, ¡usted mismo lo ha pedido! —rugió Renny, abalanzándose hacia el conde y dirigiéndole un formidable puñetazo.

Este no intentó esquivarlo. Permaneció inmóvil y lo recibió, correspondiendo con un directo a la mandíbula que hizo que Renny se tambaleara.

El ayudante de Doc parpadeó, aturdido. En su vida se había encontrado con adversario como aquél.

Casi le pareció como si hubieran sido los músculos de Doc los que habían dirigido aquel golpe.

Long Tom nada podía hacer para ayudar porque, a una señal del conde, un esclavo —un mogol rechoncho— había surgido de detrás de una cortina, acercándosele a Tom y apuntándole a las costillas el cañón de una de aquellas armas automáticas lanza dardos envenenados.

Renny lo probó todo —ciencia, fuerza bruta— pero tanto hubiera dado que hubiese estado luchando con una sombra, puesto que no lograba hacerle la menor impresión a su contrario.

Por fin, el conde se cansó de la diversión. Centelleándole los ojos y con los labios comprimidos, propinó a Renny un formidable puñetazo, que le dejó sin conocimiento. Luego le hizo volver en sí a puntapiés.

—Siempre lamentaré no haber conocido a su Doc Savage —dijo, suspirando—. Parece ser que he de pasar la existencia sin encontrarme con un adversario digno de mis esfuerzos.

Volvió a hacer un ruido sibilante y los esclavos ataron y arrastraron a los prisioneros fuera del vestíbulo, subiéndolos algunos escalones.

Se detuvieron ante la misma aspillera por la que los otros ayudantes de Doc habían tenido que mirar.

—Observen ustedes a sus compañeros de juego —ordenó el conde.

Miraron por la aspillera y en el patio mazmorra vieron el mismo monstruo increíble que habían visto Monk, Ham y Pat.

—¡Por el toro sagrado! —susurró Renny.

Sentado en medio del pozo aquel, bañado en el resplandor rojizo del volcán, había un animal que tenía en el lomo y a lo largo de la cola una hilera de cuernos que parecían dientes.

Alzando la cabeza blindada, exhaló dos chorros de vapor por las fosas nasales.

Luego aspiró aire y sus costados se hincharon hasta que, para la horrorizada mirada de Renny y Long Tom, el bicho aquel pareció amenazar con hincharse hasta llenar por completo el patio.

—¿Qué es? —inquirió Long Tom, con voz ahogada.

—No lo sé —contestó Renny, que parecía haber enronquecido bruscamente.

—Al observar ese monstruo —interrumpió la odiosa voz del conde—, no dejen de mirar las celdas que hay debajo del balcón... celdas que serán el domicilio temporal de ustedes. Digo “temporal” porque los barrotes de las celdas son movibles, alzándose por medio de un resorte eléctrico que puedo manejar a mi antojo... antojo que depende en gran parte del humor en que se halle el monstruo que están ustedes viendo.

De nuevo hizo sonar el conde su ruido sibilante y Long Tom y Renny fueron empujados escalera abajo y sacados a un balcón circular que daba la vuelta completa al patio.

Luego les tiraron por una compuerta que había en el suelo. Aterrizando pesadamente tres metros más abajo, sobre el enlosado suelo de una celda.

A través de los fuertes barrotes veían claramente el patio. El monstruo se había retirado a su guarida.

Asomado al balcón, frente a ellos, el conde miró hacia abajo.

—El animal se ha divertido ya por hoy —dijo—. Dormirá antes de volver a necesitar diversión y ejercicio.

De pronto, Renny y Long Tom se asieron el uno al otro, temblando. Habían visto la misma cosa casi en el mismo instante.

Allí, casi debajo de sus pies, había cuatro cuerpos sin forma, destrozados.

Las losas del patio estaban manchadas de un rojo que no era el del resplandor reflejado. De cada uno de los cadáveres colgaban restos de ropa.

Y los dos ayudantes de Doc reconocieron aquellos restos.

Eran los trajes, destrozados por garras y dientes, de Johnny, Ham, Monk y Pat.

—Y el tiburón se tragó a Doc Savage —observó el conde, mirando desde su balcón.